La solicitud de Víctor Polay Campos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), alegando malas condiciones carcelarias y supuestas torturas, plantea una profunda reflexión sobre la moralidad y justicia en el contexto del terrorismo. Polay Campos, cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), cuestiona las condiciones de su detención y alega haber sido víctima de torturas. Sin embargo, su pasado como jefe del grupo terrorista con un historial de atrocidades plantea serios dilemas éticos.

El MRTA fue un violento grupo armado que operó durante el período del terrorismo que por dos décadas cobró la vida de unas 32 mil personas. Entre sus acciones se encuentran los secuestros a empresarios, como el caso de Genaro Delgado Parker, quien pasó 119 días en una de las llamadas «Cárceles del Pueblo». En estos lugares, las víctimas eran encerradas bajo tierra, sometidas a torturas físicas, psicológicas y muchos fueron asesinados.

Otro dramático episodio fue la toma de la Embajada de Japón en 1996, en la que miembros del MRTA tomaron como rehenes a cientos de personas, incluidos diplomáticos y políticos durante 126 días. El objetivo fue presionar al gobierno para liberar a Polay Campos y otros emerretistas en prisión; culminando con una incursión militar que puso fin al secuestro, resultando en la muerte de rehenes, militares y guerrilleros.

En este contexto, la solicitud de Polay Campos ante la CIDH genera serios cuestionamientos. ¿Tiene derecho un cabecilla que cometió actos de violencia y terrorismo a reclamar condiciones confortables en prisión? ¿Debería el Estado aceptar las decisiones de una organización que avala a un peligroso asesino, causante de sufrimiento y terror? Este terrorista, ha sido juzgado y sentenciado hasta en dos oportunidades. ¿El Estado peruano debe seguir revisando una causa juzgada?

De 11 mil terroristas apresados en tiempos de terror, muchos han sido amnistiados quedando menos de 100 en las cárceles, generando controversias. El Estado, los jueces y fuerzas del orden deben tener claro cuál es su principal deber: ¿proteger los derechos de quienes aterrorizaron a la población o defender a los 33 millones de peruanos?

Un hecho cuestionado fue la actitud del expresidente interino Francisco Sagasti, famoso por pedir un autógrafo a Néstor Cerpa Cartorini del MRTA, mientras negociaba su libertad durante la toma de la Embajada de Japón. Pero resulta más preocupante que durante su corta presidencia en 2021, escondiera información sobre la demanda interpuesta por Polay Campos ante la CIDH, sin tomar medida alguna, representando un grave ocultamiento.

Recordemos que en 1998 el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas declaró inadmisible otra petición de Polay Campos, aludiendo duplicidad de procedimientos. Pero esta solicitud enciende las alarmas, sembrando un precedente para otros terroristas, como Florindo Flores, alias Camarada Artemio de Sendero Luminoso, quien también ha presentado una demanda, convirtiéndose en una constante que genera dudas sobre la moral, sentido de la justicia e imparcialidad de la CIDH.

En cualquier caso, la posición de la CIDH sobre casos de terroristas es inadmisible. Reclaman derechos humanos para quienes han violado sistemáticamente los derechos de sus víctimas y es sabido que reciben fondos de fuentes indirectas, despertando sospechas. Las instituciones peruanas deben enfrentar frontalmente esta situación que socava la autoridad de la justicia, garantizando el respeto a los derechos de las partes, pero cuidando y priorizando los derechos de los ciudadanos.

Artículo publicado en el diario El Reporte de Perú


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