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Disuasión

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Foto EFE

La paz es sólo la ausencia de la guerra. No es un derecho, sino el logro de la voluntad y de la inteligencia. Cada generación tiene ante sí el reto de definir sus intereses colectivos y la forma de garantizarlos. Entendemos por interés todo aquello que condiciona nuestra existencia y desarrollo. La política, y más en concreto la política internacional, no es otra cosa que la ordenación de nuestros actos en defensa de nuestros intereses. La historia nos ha enseñado que en un mundo caracterizado por el desarrollo tecnológico la guerra entre grandes potencias o potencias medias tiene un coste inasumible. El concepto de victoria se difumina ante los desastres propios y ajenos. Evitar la guerra sin renunciar a la defensa de los propios intereses es el núcleo de la política.

La tecnología nos ha llevado a la globalización, con sus obvias consecuencias. Nuestro bienestar depende de cadenas de suministro y distribución complejas. Nuestros intereses se ven afectados por lo que ocurre a mucha distancia de nuestras fronteras. El instinto nos lleva a reforzar la cooperación, a tejer redes de intereses que doten de mayor consistencia a nuestras relaciones. A menudo estas políticas exigen sacrificios, cesiones dolorosas que asumimos como inversión en el largo plazo. Son comportamientos racionales que tienen sentido entre actores que comparten modos de pensar. El debate entre Churchill y Chamberlain es un ejemplo de los límites de estas acciones. Chamberlain cometió la indignidad de ceder lo que no era suyo a la Alemania nazi para evitar la guerra y no logró más que alimentar a la bestia. Ceder en una negociación puede tener efectos positivos o negativos en función de la naturaleza del poder de la otra parte. Ante una potencia totalitaria las cesiones son contraproducentes, pues son interpretadas como muestras de debilidad.

Si la cooperación no es posible o resulta arriesgada tratamos de garantizar la paz a través de la disuasión, que no es más que convencer a la otra parte de que la agresión tendría un coste demasiado elevado además de un resultado incierto. El ejercicio de la defensa tiene como primer objetivo disuadir a todo aquel que considera que sus intereses nacionales son incompatibles con los propios. Si la disuasión fracasa, si no logra contener al enemigo, la guerra se hace inevitable. El ejercicio de la disuasión está también sometido a la naturaleza del poder de la otra potencia. La Unión Soviética era una potencia totalitaria, pero su visión de la política internacional era clásica, realista, por lo que entendía bien la lógica de la disuasión.

Israel se ha enfrentado desde su fundación a distintos conflictos, que daban continuidad a los que vieron los judíos en Palestina desde la última década del siglo XIX. La práctica de la disuasión le ha permitido establecer unas relaciones de colaboración con estados que fueron sus enemigos. Sin embargo, la seguridad de Israel sigue en cuestión. Ha sido precisamente el éxito de su política el que ha llevado a que nuevos actores no estatales asuman el liderazgo en el empeño de poner fin a su existencia. Hamás o Hezbolá responden a una naturaleza del poder fundamentada en una religión vivida e interpretada en clave integrista. Son actores fanáticos dispuestos a sacrificios mayores. La disuasión no garantiza en este caso la seguridad de Israel. Sus gobiernos, de uno u otro signo, se ven abocados a periódicas campañas de castigo con la esperanza de que el daño infligido impida nuevas intentonas durante un tiempo prolongado. Se contiene la amenaza, no se disuade al agresor.

En un entorno globalizado resulta difícil aislar un conflicto. Irán tiene un régimen político islamista, que le lleva a disputar con las potencias árabes el liderazgo del islam y a tratar de capitalizar la lucha contra Occidente, lo que implica poner fin a la existencia de Israel, a su entender un resto inaceptable del período colonial. El régimen de los ayatolás ha establecido con inteligencia y profesionalidad una red que permite a un buen número de entidades islamistas no estatales, suníes o chiíes, actuar de manera coordinada. Mediante esta red aplica una estrategia de desgaste dirigida a poner fin al apoyo occidental a Israel, a enfrentar a los gobiernos árabes que mantienen relaciones de cooperación con este país con sus propias sociedades y, por último, acabar con la existencia del Estado judío. De lograrlo Irán podría asumir el ansiado liderazgo en el islam sobre las ruinas de las corruptas monarquías árabes.

La gestión de una estrategia de estas características no es fácil, más aún cuando se tiene enfrente a un actor como Israel, una nación forjada en la guerra. Irán ni quiere ni puede permitirse el lujo de desatar un conflicto regional. Carece de la potencia económica y de la cohesión social necesarias para ello. El régimen de los ayatolás correría el peligro de sucumbir. Israel lo sabe y no duda en aumentar la presión sobre el actor principal, la mano que mueve desde una posición segura las marionetas de Hamás en Gaza o de Hezbolá en el Líbano. La inteligencia israelí ha demostrado una enorme capacidad, eliminando a dirigentes de esas formaciones y poniendo en evidencia las vulnerabilidades de Irán. Las autoridades de Teherán tienen que responder para salvar su dignidad, pero deben hacerlo de tal manera que no provoquen un conflicto regional.

Ni las estrategias de pacificación ni las políticas de colaboración funcionan con Irán. Los grupos islamistas no responden a la disuasión, pero Irán sí, aunque de manera relativa. El régimen tiene mucho que perder. En su seno chocan los enfoques fundamentalistas con los realistas. Aquellos dispuestos al sacrificio con los que piensan que el tiempo juega a su favor y que, por lo tanto, no es necesario precipitarse.

La región vive momentos difíciles. Aunque nadie busca una guerra regional, las dinámicas internas pueden hacerla inevitable. De ocurrir nos afectaría a todos. Sería, una vez más, campo de batalla en el que dirimir las nuevas esferas de influencia.

Artículo publicado en el diario El Debate de España

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