OPINIÓN

Discurso Premio Asociación de Periodistas Investigadores de España

por Gerardo Reyes Gerardo Reyes

Madrid, 19 de septiembre de 2023

Uno de los encantos de TikTok es que uno se topa con confesiones de la gente que desafían el temible ambiente de burdel de lejano oeste de las redes sociales.

Los usuarios las llaman “momentos que me mantienen humilde”. Son relatos sin vergüenza de los pasajes más humillantes de sus vidas. Describen circunstancias en las que su condición de inmigrantes, de ninguneados, de empleados sumisos o incluso de amantes engañados, los forzó en un momento dado a tragarse su ego y bajar la cabeza porque no había otra opción.

Los tictoqueros dirían que los periodistas estamos pasando de alguna forma por esa terapia de la humildad no suficientemente confesada pero inevitable en nuestras conversaciones de cómo estamos lidiando con la adversidad.

La más dura de esas lecciones está aprendida: ya no somos los directores de orquesta de la información; sabemos que allá afuera funciona una bulliciosa rotativa universal de millones de ciudadanos de a pie que informan, opinan y condenan desde tierra, mar y aire con un aparato de unos 12 centímetros cuadrados que funciona como una diminuta sala de redacción en la que se escribe, se graba, se pontifica, se edita y se pregona el producto.

Perdimos el virtual monopolio de definir lo que es noticia, lo que la gente debe enterarse y lo que debe ignorar.

Pero no es momento de flagelación.

Para mí lo más reconfortante de esta transición es que, pese a todo, los periodistas hemos reaccionado con una admirable lealtad al oficio. Lealtad que se sostiene en el principio de que, en medio de este caos y las señales de desprecio por nuestro trabajo y nuestras vidas, el buen periodismo es el último refugio de la certeza. Estamos trabajando contra la incertidumbre y la incredulidad. Y en muchos casos contra la muerte. Las cifras no me dejan sonar dramático. La mitad de los 67 asesinatos de comunicadores en el mundo durante 2022 se cometieron en América Latina.  Y al mismo tiempo nos dice un estudio del Instituto Reuters que el índice de confianza en los medios en América Latina es de 35 por ciento. Similar porcentaje se presenta en España.

Admiro esos grandes esfuerzos de mantenerse en pie cuando hablo con colegas que han fundado con las uñas portales de periodismo independiente tras renunciar a medios tradicionales comprometidos o haber perdido el empleo en los recortes masivos de personal. Con salarios de pasión como ahora bien llaman a los honorarios de los periodistas que trabajan más por menos, están respondiendo a las mentiras con hechos, pruebas, estadísticas y factchecking.

Bajo nombres sugestivos que denotan la ansiedad de estar presentes, trincheras digitales como Útero, El Pitazo, Armando.info, La Silla Vacía o La Silla Rota, Cuestión Pública, Quinto Elemento, mantienen vivo el periodismo de investigación y sus trabajos continúan incomodando al poder. Al punto de que El Faro, el medio investigativo más fuerte de Centroamérica, ha tenido que trasladar sus oficinas principales de El Salvador a Costa Rica porque según el comunicado del portal del pasado septiembre “ha sido objeto de campañas de deslegitimación y difamación originadas en Casa Presidencial; seguimientos físicos y amenazas; espionaje con Pegasus”.

En este acomodo a las nuevas circunstancias hay otra actitud que merece respeto. Conscientes de que esta disciplina de la investigación periodística es costosa, que se requiere personal, viajes y viáticos, los periodistas han renunciado al orgullo de la primicia para compartir con la competencia sus hallazgos y salir en coro a divulgarlos.

Gracias a estas alianzas a escala regional o mundial, es muy posible que un reportero de Montevideo tenga en su Whatsapp el contacto de un colega en Bosnia a quien conoció en un proyecto previo y que ambos disfruten de la satisfacción profesional de quedarse debiendo favores.

En esta nueva etapa no todo está superado. Los medios independientes digitales en América Latina están en gran parte financiados por organizaciones filantrópicas internacionales o sin fines de lucro como Open Society del magnate George Soros. Algunos sobreviven con contribuciones de la USAID de Estados Unidos, de la Comunidad Europea o directamente de embajadas de Europa Occidental.  Aunque no conozco ningún caso de autocensura o de manipulación temática de los donantes, ya se ha visto que los gobiernos que se sienten perseguidos por estos sitios de la red han hecho todo lo que está a su alcance para poner trabas a las donaciones del exterior. Los regímenes de Venezuela y El Salvador han sido los pioneros en la ofensiva de fachada leguleya para boicotear el flujo de esos fondos.

“Es algo que nos hace vulnerables”, me comentó el director de uno de esos portales al hacer cuentas de la dependencia de las donaciones. “Pero la realidad es que sin esa ayuda no existiríamos porque no hemos podido encontrar la salida de la autofinanciación”.

De cualquier modo, no podrán venir los grandes medios establecidos a señalar como parias a los portales digitales por su dependencia del dinero oficial. Ya sabemos que en cada país de América Latina hay una historia de financiación de medios por parte de los gobiernos ya sea con buenas y malas intenciones, por debajo o por encima de la mesa. Tampoco podrán recriminar a los periodistas digitales por recibir fondos de magnates, pues se sabe que muchos de los medios latinoamericanos, pese a no ser buenos negocios, son mantenidos a flote por empresarios acaudalados para promover sus inversiones y repartir sus cariños políticos.

Hay otros periodistas que en esta encrucijada prefieren dejar la profesión y zambullirse en la política con la candorosa idea de que lo que no lograron cambiar sus denuncias lo podrán hacer ellos desde la presidencia del país o peleando solitarios contra el mundo en una curul del Congreso. Los resultados de estas incursiones no han sido alentadores. Algunos de ellos han terminado gozando de la corrupción que combatían; otros regresan al periodismo con una agenda política que no los deja volver a ser los mismos. Y hay otros como mi amigo Fernando Villavicencio, que llegó al Congreso ecuatoriano y en su intento de aspirar a la presidencia del país con el lema “Es tiempo de valientes”, lo mataron. No tuvo ni siquiera un chance de decepcionarse. Había declarado la guerra a los narcos.

Fernando, a quien conocía desde hace años en el relativamente pequeño grupo de reporteros investigadores de América Latina, continuaba usando su caja de herramientas de periodista para confrontar la corrupción. Me sorprendió gratamente el año pasado cuando lo vi en los noticieros promoviendo un debate en el congreso de su país mientras citaba fragmentos de un libro que publiqué en 2021 y con el cual me había colaborado. El libro, que cuenta cómo se hizo multimillonario el empresario colombiano Alex Saab a la sombra del mandatario Nicolás Maduro de Venezuela, tiene un capítulo sobre las ramificaciones en Ecuador de un fraude de exportaciones ficticias a Venezuela.

Antes de pasarse a la política Fernando ya había pagado un precio alto como periodista. Debió refugiarse durante años en un pueblo indígena del Amazonas y alimentarse de carne de cocodrilo y de mono, perseguido por el entonces presidente Rafael Correa.

Los trabajos que hoy estamos premiando como los mejores en al área del periodismo de investigación encajan perfectamente en esa porfiada lealtad al oficio que exaltaba al comienzo de esta disertación. Dos de ellos, El Silencio Roto de El País y el documental El Techo Amarillo tienen en común que son denuncias de abusos sexuales y que se originan en  un rito del periodismo de investigación por el que profeso una profunda admiración personal: es el rito del reportero que llega a la escena del crimen cuando se han ido las cámaras y micrófonos, cuando se han retirado las cintas amarillas de no pasar; cuando los colegas están ocupados en el escándalo del día y algunos de ellos piensan que el caso ya es parte del pasado o que se ha hablado lo suficiente. Entonces, digo, se presenta el reportero jugando al desprevenido, inmune al comentario de no me digas que es otra historia de abusos sexuales, que vas a llover sobre mojado, y le pregunta a la primera víctima o al primer culpable cómo fue que empezó todo esto.

Ambos trabajos tienen además en común que están precedidos por una serie laboriosa de artículos de medios escritos. El Techo Amarillo, dirigido por Isabel Coixet, se basa en las investigaciones de los periodistas del diario ARA, Albert Llimós y Núria Juanico. Y el podcast de El Silencio Roto, es una historia personal, detrás de cámaras, de periodistas que participaron en el trabajo de El País durante años.

Otro de los artículos premiados es un ejemplo de cómo el periodismo, en medio del torneo de especulaciones, teorías conspirativas y estereotipos que bombardean al espectador, le toma las dimensiones exactas a un fenómeno. Es una lección de concreción y exactitud. En este caso, los reporteros de Maldita.es descubrieron que 18,02 por ciento de las granjas porcinas de Aragón se las ingeniaron para situarse deliberadamente en un límite legal que les permite eludir la declaración del impacto ambiental.

Dicen con buen tino los autores de las granjas porcinas “que frecuentemente, las investigaciones periodísticas que persiguen problemas complejos, intrincados y estructurales no pueden tener otro resultado más que describir la situación general apoyándose en ejemplos”.  Ellos lo cuantificaron.

Volviendo a la serie de publicaciones de El País, esta comenzó un día de octubre de 2018 con un artículo en el que los reporteros José Manuel Romero y Julio Núñez, que seguramente empezaron de ceros, haciéndose los ignorantes, pudieron darse ese gusto del final de un trabajo en el que cada palabra escrita ha sido calculada, cada verbo sopesado, cada hecho comprobado reiteradamente pensando en que el afectado leerá con lupa y hasta el final. La entradilla de la nota quedó demoledora: “La Iglesia española”, decía, “silenció durante décadas la mayoría de los casos de abusos sexuales a menores que conoció o juzgó en sus tribunales eclesiásticos” punto.

Tiempo de valientes, diría nuestro recordado Fernando Villavicencio.