Preocupante y peligroso que un grupo de fanáticos, alimentados por la polarización que alienta el discurso presidencial, haya quemado una figura con la imagen de la ministra Norma Piña, presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Este acto de violencia política contra una servidora pública, merece el repudio generalizado de la sociedad; y, si algo queda, la vergüenza de quienes, con su silencio cómplice, toleran lo que humanamente es indignante e inadmisible.
Para desgracia de nuestro país, el linchamiento simbólico contra la presidenta de la Corte no es un hecho aislado, a diario se cometen delitos de abuso de poder, violencia y abandono en contra de las mujeres que quedan en la impunidad. Los crímenes en contra de las mujeres son una herida abierta, agravada por la discriminación, la falta de reconocimiento a sus derechos y a la participación igualitaria en nuestra sociedad.
Si el feminicidio “representa el extremo de un continuum de terror antifemenino que incluye una amplia variedad de abusos verbales y físicos… golpizas físicas y emocionales”, como afirmó Diana Russel, activista surafricana, una de las principales promotoras del concepto; haber quemado la figura con la imagen de la ministra es, por analogía, un feminicidio verbal y emocional en contra de una mujer que, por su verticalidad institucional y jurídica, ha sido llevada a la hoguera pública, en la Plaza de la Constitución, por los corifeos del oficialismo.
La respuesta oficial ha minimizado los hechos. El presidente ha señalado que estas “son expresiones muy minoritarias de su movimiento”, ignorando la experiencia internacional sobre la pedagogía del terror, que abunda en lecciones sobre el efecto directo de imágenes y actos efectistas de gran simbolismo, para alimentar la hoguera de la violencia en cualquier parte del mundo. La misma pedagogía enseña que, avivar el fuego del odio y la división, es una acción que se revierte y daña a todos por igual.
Con toda razón, los observatorios y centros de pensamiento, como el Foro Económico Mundial, han incluido a “la erosión de la cohesión social y la polarización”, entre los primeros cinco riesgos globales para los próximos dos años y entre los diez riesgos globales más importantes para los siguientes diez años.
En México, el oficialismo se niega a reconocer los efectos destructivos del discurso de odio que promueve el gobierno. A diario se insiste en ahondar las diferencias entre los mexicanos con base en prejuicios ideológicos y delirios de poder, usando infinidad de adjetivos para denostar y descalificar, para retar y enfrentar a unos contra otros, situación que hoy se agrava ante la proximidad de las elecciones.
La responsabilidad constitucional del gobierno federal en el mantenimiento de la paz social es irrenunciable. El artículo 87 constitucional obliga al mandatario a ejercer el poder “mirando en todo por el bien y la prosperidad de la Unión”. El odio no hace bien ni nos da prosperidad.
Es momento de serenar a la nación para evitar las desgracias que provoca la polarización. No hay estrategia ni cálculo político que justifique tal aberración. A quince meses de las elecciones más grandes y complejas de la historia, somos corresponsables del desenlace del proceso electoral y del futuro de nuestro país, cada quien, desde la responsabilidad que la ciudadanía le ha conferido.
Marco Adame Castillo es un político mexicano.
Artículo publicado por La Silla Rota
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