OPINIÓN

Discurso de ingreso a la Academia Francesa

por Mario Vargas Llosa Mario Vargas Llosa

Señora Secretaria Perpetua:

Queridos colegas:

Cuando yo era niño, la cultura francesa reinaba en toda América Latina y también en el Perú. «Reinaba» quiere decir que los artistas e intelectuales la tenían como la más original y consistente, y que la gente frívola la adoraba también, porque veía en ella la culminación de sus sueños y en París, la ciudad que era, desde el punto de vista artístico, literario y sensual, la capital del mundo. Y no había ninguna otra que le disputara ese cetro.

Con estas ideas crecí y me formé, leyendo a autores franceses entre los que destacaban dos potenciales y futuros adversarios: Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Eran los tiempos del existencialismo y éste reinaba también en Lima, o, por lo menos, en el patio de Letras de San Marcos, la universidad que yo había elegido, contra el parecer de mi familia, que aspiraba a que yo fuera un disciplinado alumno de los curas en la Universidad Católica, que era privada, y adonde iban entonces los muchachos de las buenas familias del Perú.

Nunca me he arrepentido de haber preferido a la Católica la Universidad de San Marcos, una de las más antiguas de América Latina, fundada por los españoles algunos años después de la Conquista, y que, por la conducta de sus estudiantes, muy humildes y a veces de origen campesino, se había ganado, durante la República, fama de díscola y radical, y de oponerse con energía a todas las dictaduras militares. El general Manuel Apolinario Odría, que reinaba entonces en el Perú, había depuesto a un líder civil, un prestigioso jurista, el doctor Bustamante y Rivero, que había ganado la Presidencia en elecciones legítimas. Mi familia materna, los Llosa, ni qué decirlo, odiaba a Odría, ese usurpador, y con todos ellos rendíamos culto al tío «José Luis».

Alejandro Esparza Zañartu, traficante en vinos, el segundo hombre de la dictadura, había perpetrado el año anterior a mi ingreso a San Marcos, en 1953, una gran redada a resultas de la cual muchos estudiantes y profesores estaban deportados en Bolivia, presos o muertos, enterrados a escondidas y de prisa. A los detenidos sobrevivientes los tenían durmiendo sobre las piedras de los calabozos del Panóptico, sin cubrirlos ni darles de comer. En la Federación Universitaria de San Marcos, a la que yo pertenecía, se decidió solicitar a Esparza Zañartu una audiencia y pedirle que nos permitiera llevar frazadas y comida a nuestros compañeros detenidos. Fue la única vez que vi a Esparza Zañartu, por pocos minutos, pese a que él sería el personaje central de mi tercera novela, Conversación en La Catedral, y pese a que él diría a la prensa, años más tarde, cuando disputaba a tiros con un japonés los límites de su casa en Chosica, que, si yo le hubiera consultado cuando escribía aquella historia, él me habría revelado cosas más importantes que las que contaba mi libro. Seguro que era cierto.

Estuve un año militando en el Partido Comunista Peruano y creo que los existencialistas franceses —sobre todo el equipo de Les Temps Modernes, Maurice Merleau-Ponty, Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Simone de Beauvoir— me salvaron del estalinismo que, entonces, bajo la dirección de Moscú, dominaba los partidos comunistas latinoamericanos. Recuerdo aquella reunión clandestina, durante una huelga de tranviarios, en que mi camarada y amigo Félix Arias-Schreiber, después de escucharme despotricar contra esa mala novela rusa, Así se templó el acero, y elogiar a André Gide y Les Nourritures terrestres, me sepultó en la nada, diciéndome: «Camarada: tú eres un subhombre».

Era un subhombre al menos, porque, aprendiendo francés y leyendo a los franceses sin descanso, aspiraba secretamente a ser un escritor francés. Estaba convencido de que era imposible ser un escritor en el Perú, un país donde no había editoriales y apenas librerías, y donde los escritores conocidos por mí eran casi todos abogados, que trabajaban en sus estudios toda la semana y escribían poemas sólo los domingos. Yo quería escribir todos los días, como hacían los verdaderos escritores, y por eso soñaba con Francia y con París.

Aquí llegué en 1959, y descubrí que los franceses, fascinados con la Revolución cubana, que había convertido en colegios las haciendas de Batista y sus compinches, habían descubierto la literatura latinoamericana antes que yo, y leían a Borges, a Cortázar, a Uslar Pietri, a Onetti, a Octavio Paz y, más tarde, a Gabriel García Márquez. Gracias a Francia descubrí América Latina, los problemas que compartíamos los países latinoamericanos, la horrible herencia de los cuartelazos y el subdesarrollo. Y empecé entonces, en Francia, a escribir en español y sentirme un escritor del Perú y de América Latina.

Pero, por supuesto, iba siempre los sábados a los debates de la Mutualité, a empaparme de las cosas francesas. Y allí escuché la más admirable discusión entre un primer ministro de De Gaulle, Michel Debré, y el líder de la oposición, Pierre Mendès France, que llevo como uno de los momentos de mayor gloria en mi memoria. Eso y los discursos de André Malraux en el Barrio Latino conmemorando a Jean Moulin y en la Cour du Louvre, con ocasión del traslado de las cenizas de Le Corbusier, han quedado en mi mente como recuerdos inolvidables.

Viví varios años en París, al principio haciendo el ramassage de journaux y hasta cargando costales en Les Halles durante algunos días, para, finalmente, trabajar en la École Berlitz, en la Agencia France-Presse, en la Place de la Bourse, y luego en la Radio Televisión Francesa, como periodista. En París me hice escritor, una vocación que no me había atrevido antes a asumir, pese a mis artículos en la prensa diaria, en el periódico La Crónica y en Cultura Peruana; aquí, en París, escribí mis dos primeras novelas, un largo relato y varias crónicas. Y, sobre todo, leí mucho, la literatura francesa particularmente, como nunca había leído ni, creo, tampoco lo haría después.

Pero, acaso, más importante fue que en Francia descubrí a Gustave Flaubert, quien ha sido y será siempre mi maestro, desde que compré un ejemplar de Madame Bovary la noche misma de mi llegada, en una librería ya desaparecida del Barrio Latino, que se llamaba La Joie de Lire. Sin Flaubert no hubiera sido nunca el escritor que soy, ni hubiera escrito lo que he escrito, ni como lo he hecho. Flaubert, al que he leído y releído una y otra vez, con infinita gratitud, es el responsable de que ustedes me reciban hoy aquí, por lo que les estoy, claro está, muy reconocido.

Debo hacer ahora el elogio de Michel Serres, a quien he reemplazado en la silla número 18 de la Académie Française. Nunca lo conocí, pero después de haber leído casi todos sus libros, le tengo solidaridad y simpatía. Había nacido en Agen, donde tuvo una educación católica que dejó rastros y traumas en su historia personal; y de marino, a la que fue leal toda su vida. Entre sus abundantes tesis y teorías, prefiero la dedicada a La Fontaine, uno de sus últimos libros y probablemente el más atrevido, caótico y delirante de todos los que escribió. Porque Michel Serres era un profesor riguroso, que enseñó Filosofía en la Sorbona y en los Estados Unidos, en la Universidad de Stanford, reverenciado por los elogios de sus alumnos. Su prestigio consistía sobre todo en que era un humanista que conocía las ciencias llamadas «frías» y un científico que se movía con desenvoltura en las humanidades. Pero, cuando escribía ensayos, al margen de la universidad —y son muchos los que escribió—, se disparaba en la aventura, en la invención y hasta en la sinrazón, al extremo de que parecía liberado de los arreos académicos y libre como un adolescente rompedor.

En Les cinq sens, por ejemplo, hay toda una sección dedicada a referir con lujo de detalles las existencias del Museo de Cluny, que, como es sabido, tiene una excelente colección de piezas y objetos medievales. La descripción, en movimiento, del acervo de esta institución, que Michel Serres emprende, no se aparta casi del original, como si una cámara ciega y sorda —los ojos del autor— se empeñara en narrar con precisión, sin añadidos ni resúmenes y todavía menos interpretaciones, la gigantesca colección que compone aquel museo. ¿Cuál es el objetivo de esta singular

descripción con la que arranca este ensayo? Animar las piezas, dotarlas de una razón de ser que seguramente tuvieron en la época en que fueron fabricadas; es decir, relacionarlas con la vida de la que alguna vez, en el pasado, formaron parte.

Esta complicidad no impide la violencia y las ceremonias de las cuales también participan. Pero, además y sobre todo, esa descripción se empeña en acercarlas a la vida presente y dotarlas de una nueva verdad. Michel Serres descubrió que hay una eternidad en ciertas conquistas humanas y que ellas pueden volver una y otra vez a iluminarnos el camino de la certidumbre, por más fatigados que estemos.

Todos los ensayos de Serres tienen esa connotación sorprendente y desconcertante: reactualizar el sentido que en el pasado, decenas, cientos o miles de años atrás, tuvieron todas esas piezas, como si el tiempo no hubiera transcurrido y estuvieran allí, contagiando siempre de existencia y de formas a todo su entorno. Operación mágica que tiene por objeto resucitar el tiempo pasado e insertarlo de nuevo en la vida presente, de la que, acaso, nunca debieron apartarse. Es por eso que Michel Serres describe con lujo de detalles la pintura de Bonnard, una verdadera fotografía que traduce en palabras todo lo que aquella imagen representa o evoca. Y cuando hace el «elogio de la filosofía en lengua francesa», en 1993, habla muy poco de filosofía y sí, mucho, de ciencias, de modo que hasta cierto punto convierte a los filósofos

—Descartes, Montaigne y Leibniz son los más citados— en ayudantes de los investigadores científicos y a la filosofía en una ciencia derivada. Además de reprochar a Sartre, por ejemplo, su ignorancia de las ciencias «frías» y su exclusiva concentración en la filosofía, como si ésta, por sí sola, es decir, separada de la ciencia, fuera incompleta, una disciplina insuficiente. Ésa es la razón de ser de que, en otro ensayo, reconstruya la transformación en cerdos de los compañeros de Ulises en los dominios de las bacantes de la diosa o reina Eurídice, relacionándola a la condena a muerte de Sócrates por los jueces de Grecia, que ocurrió siglos atrás, y evoque la bajada a los infiernos —al reino de la sombra— del unicornio, contemplada por él mismo desde una cómoda playa contemporánea de Epidauro. De esas transiciones violentas están hechos su literatura y sus ensayos.

Veamos con más detalle, por ejemplo, su teoría de le Grand Récit («el Gran Relato»), al que se refiere varias veces en sus escritos. Se trata de la adaptación de la tierra y el universo y los astros para hacer posible la vida de los humanos, los animales y las plantas. Esta indemostrable teoría, explicada con brío, elocuencia y certeza por Michel Serres, describe la adecuación de los astros y, en suma, del universo a la vida de los seres humanos. Todo tiene una historia, dice Serres, incluido el clima y las piedras. Lo explica muy bien en el ensayo Darwin, Bonaparte y el samaritano, de 2016. La historia, hasta ahora constituida por hechos heroicos de la vida humana, también incluye, según la visión de Serres, la transformación de elementos naturales, como el clima y la geografía, para hacer la vida vivible. Y añade: «Unos emiten, otros recortan, algunos almacenan, otros dejan su traza junto a un balancín. ¿Quién escribe? Los seres vivos, sin excepción. La historia comienza con la escritura».

«Una filosofía de la historia —añade Serres— no puede no tener en cuenta los nuevos tiempos, alocadamente largos, ni esas grandes poblaciones, donde todo lo que existe tiene una historia, época condicional y formadora de la nuestra, sin la cual no existiríamos ni como individuos ni como grupos humanos, época en la que aparecieron las cosas y los vivos que son, ellos mismos, pilares de la información, es decir, mentiras con fecha puesto que están escritas». Este escepticismo viene de lejos: «En efecto, la estructura misma del tiempo, en el curso de aquello que he nombrado el Gran Relato, se revela de forma caótica y no, como en la era de las Luces, de manera lineal». Es curiosa esta relatividad temerosa que despierta en Michel Serres siempre la palabra escrita; a mí, en cambio, ella me da confianza y un asomo de algo cierto y verdadero.

«El Gran Relato» prosigue con la enumeración de las batallas que marcan nuestra historia y sus miles, acaso millones de muertos a lo largo del tiempo. ¿Qué vale la vida frente a estos cadáveres sembrados en los bosques y convertidos en pasto de los animales? «Comer: no ser comido». Ésta parece ser la máxima que preside la existencia en aquellos tiempos difíciles.

A continuación, viene un párrafo un tanto excesivo, pues Serres predica «la prescripción de todas las deudas», como compensación de aquellas obligaciones del pasado que empobrecieron a la gente. Ninguna nación, ni las más ricas, sobrevivirían a esta medida; todas perecerían arruinadas. Así, pues, semejante solución a las injusticias del pasado carece de valor o lo tiene apenas de manera simbólica.

En este ensayo hay también un ataque al darwinismo social que hace el elogio del más fuerte, es decir, de aquel que sobrevive a la matanza… Y cuenta que ello nos conduce a millares de muertos y supliciados: «En Hiroshima, aquel día de cólera puso en peligro nuestra propia existencia». En las páginas siguientes Michel Serres completa su teoría afirmando que la abominación de Hiroshima comprende a quienes realizaron las explosiones en el desierto de Nevada y a los científicos en sus laboratorios que se prestaron a ese crimen. Para, luego, concluir que sólo las mujeres son la paz y los hombres la guerra. Teseo y Ariadna, Creón y Antígona, Luis XV y la Lechera, Stalin y Pol Pot ilustran esta convicción. Y María Teresa la confirma. La elección es arbitraria, pero la historia nos dice que la sinrazón está bien repartida en torno nuestro.

En La Fontaine, un grueso libro que es lo más parecido a un trabajo de crítica literaria, Michel Serres traza hasta una biografía aproximada del esclavo frigio Esopo, maestro remoto de La Fontaine y padre de las fábulas, que, en versos sencillos y apretados, reúnen animales y seres humanos en perfecta armonía y sientan las bases, cara al presente, es decir, a nuestros días, en que hombres y bestias rompan su infranqueable distancia y se acerquen, dialogantes y fraternales, a compartir la historia y a coexistir, sin que falte entre ellos la violencia y la muerte, esencia misma de la vida. Este ensayo, que es largo, revela una vieja familiaridad de Serres con el texto y los poemas de La Fontaine, unos poemas donde fieras y personas comparten experiencias y, naturalmente, se hostigan y se comen a veces los unos a los otros, en una atmósfera risueña que se diría hasta cordial y familiar. Sin embargo, la muerte preside ese acercamiento —la muerte es siempre la compañera de la vida— y ella tiende emboscadas y sorpresas, de las que nunca están lejos la sonrisa y la risa, a la vez que en la Francia de aquel momento La Fontaine elevaba la poesía y sus exploraciones verbales de modo curiosamente favorable a lo que las normas y las buenas costumbres exigen hoy día, en nuestra época. Todo está allí; los poemas y sus remotos ancestros, la poesía de los griegos, la forma de educar a los niños en la reconciliación entre seres humanos y brutos, tendiendo entre ellos una fraternidad de la que no están excluidos ni el mordisco ni la trampa.

Hay en los ensayos de Michel Serres una necesidad de hablar que no conoce límites ni fronteras, una eclosión de palabras que desborda fácilmente lo prudente y lo lógico, una voluntad que se despliega de manera desmedida, con su colección de verbos y adjetivos personales. A veces esta vocación rompe los límites y nos revela a un pensador que es también un poeta, como, por ejemplo, en Les cinq sens (Philosophie des corps mêlés), páginas y páginas de lo que Alfonso Reyes llamaba las «jitanjáforas», es decir, palabras que no son lazo de unión ni una explicación de la realidad, sino un juego delirante, casi una brujería de los poetas. Aquellas expresiones se sostenían a sí mismas, por su solo encanto y gracia verbal, aunque no dijeran ni pretendieran decir nada. De este amorío con los vocablos pasa en ocasiones Michel Serres a un pensamiento abstruso que pone en juego la perspicacia y conciencia de sus lectores, e incluso su propia imaginación. Las contradicciones no están reñidas en sus ensayos con la exposición de verdades muy estrictas y a veces unas y otras se mezclan, atribuyendo al lector el cuidado de jerarquizarlas.

Allí están más cerca las palabras de ser adivinadas que comprendidas. Y luego, sin embargo, hay en esas mismas páginas, que son muchas, una síntesis del espíritu francés y de sus individuos, donde Serres hace una atrevida interpretación de la cultura que lleva este nombre y de quienes tienen derecho a compartirla. Son un centenar de páginas, si yo calculo bien, que no tienen nada que ver con La Fontaine ni con sus relatos, y sí, mucho, con el espíritu francés y la proyección mundial de su cultura. Porque, a diferencia de otras culturas, la de Francia fue a la vez la única que fue también la del mundo entero. Ahí, en ese centenar de páginas, Serres nos deslumbra con su exploración de ese espíritu francés que se agazapa y esconde en lo que tiene de más universal —una excelsitud que conquistó al mundo muchas veces y en distintas épocas— y, por ejemplo, en Les cinq sens trata, nada menos, de meter en una caja —así se titula uno de sus capítulos, «Cajas»— esta síntesis del amor:

«Filtre d’amour. Le prisonnier de la tour aime la fille du geôlier. La tour s’élève dans le château, le donjon s’enchâsse dans la tour et la cellule dans le donjon, bâtis gigognes; pour arriver à celle-là, il faut traverser des murs, des portes, sans fin, monter des étages ou franchir des abîmes par des escaliers aériennes et fragiles, passer cent guichets, une chapelle même. La cellule vraie, taillée en bois, ajoute une boîte en poutres et charpente à l’intérieur des murailles et plafonds de pierre, à plancher surélevé. Non, nous ne parvenons pas encore à la dernière pièce gigogne: le gouverneur a fait placer un abat jour devant la fenêtre du réduit où seuls les rats couraient, il a obturé tout pertuis au moyen de papier huilé. Monseigneur le prisonnier gît derrière une multiplicité de parois étanches, épaisses, aveugles, opaques, quinze couches de cloisons».*

En el libro dedicado a La Fontaine, uno de los últimos que escribió Michel Serres, hay también esbozos de una cierta historia, en la que éste deplora que la vida dividiera tan frontalmente las ciencias y las letras, y un como ruego secreto de que en el futuro no sean así las cosas, y se tiendan puentes entre ambas disciplinas, de modo que sean ellas una sola búsqueda de una misma escondida verdad. Ésta es una insistencia que no conoce límites en Michel Serres: la división entre literatos e investigadores de la ciencia, que ha creado una división radical en la cultura de nuestro tiempo, le parece una tragedia constante. Y la esperanza de que se vuelvan a unir, como si, unidas, se reforzaran la una a la otra y alcanzaran cimas desconocidas.

Por lo demás, Michel Serres escribió sobre todo lo imaginable: en tono risueño, sobre la abundancia de ángeles y arcángeles en el mundo de los vivos en La Légende des anges, de 1993, y la furtiva presencia de muchachas entre los compañeros de Ulises, como la elusiva Sorrita, que, entre sus encantos, está el de decir palabrotas. En el libro dedicado a La Fontaine hay un intento de trazar la biografía quimérica de Esopo, el esclavo, su lejano maestro, en la isla griega de Circe, donde, pese a su terrible fealdad, su inteligencia se impone a dos propietarios de esclavos, los reduce a comparsas y él mismo elige a su patrón.

Pero la tarea de Esopo es más sutil y trascendente, pues busca y encuentra la forma de acercar lo animal y lo humano, en pequeños poemas donde ambos coexisten y, aunque a veces se comen cuando tienen hambre y prevalecen los malos instintos, también conviven de una manera que Michel Serres quisiera universal.

La biografía heroica de Esopo, en Frigia, según el testimonio de Planudes, escritor medieval, sienta las bases de la gran poesía, junto a Homero. Esopo era frigio, del pueblo de Amorium. Y era, además, un personaje horrible, que se comía las palabras y tartamudeaba, y lucía un rostro que espantaba a las gentes, por lo que, se piensa, para no verlo su primer dueño lo envió al campo a trabajar.

Y allí pasó Esopo la temible prueba. Un campesino dio al amo un puñado de higos, que el amo encargó a su sommelier, Agatopo, de cuidar con esmero. Pero Agatopo y otros sirvientes aprovecharon la ausencia del amo para excederse, dándose un banquete de higos. Entonces, Esopo se lavó bien la boca con agua caliente y vomitó, de manera que no salió del interior de su cuerpo sino agua limpia. Cuando los otros sirvientes lo imitaron, del interior de su organismo expulsaron as- queados las pruebas evidentes de su robo. El tartamudo Esopo se libró de esta manera de recibir el castigo por la transgresión correspondiente. De este modo, Esopo se impuso a su dueño y figuró entre los esclavos más destacados e inteligentes de aquella isla griega.

Su mérito mayor fue inaugurar una lengua futura, en la que los animales se mezclan con los seres humanos en una condensada poesía, algo que La Fontaine heredó para sentar las bases de lo que pretendía ser el fundamento de la poesía francesa, un mundo en el que los animales y los seres humanos coexisten, aunque a veces se entrematen y se coman recíprocamente.

Pero toda una relación de coexistencia nació allí, que, al cabo de los siglos, empataría con la modernidad en nuestros días, en que el animal es sagrado y, a veces, prevalece como más perfecto que el hombre en la manía y la obstinación contemporáneas.

Serres ve en La Fontaine la fuente de esta sólida alianza en la que está construida, dice, la poesía francesa de nuestro tiempo. ¿De veras lo están Rimbaud, Saint-John Perse, Paul Valéry, André Breton, para citar sólo a unos cuantos dentro de la gran diversidad que es la selvática poesía francesa? Muchos franceses y el propio La Fontaine coincidirían con él, aunque, sin duda, otros discreparían y elegirían una línea poética menos oficial, más rebelde y menos convencional, digamos, como la insolente poesía de los surrealistas y el anárquico Rimbaud.

Quisiera decir algo ahora de Gustave Flaubert y de la literatura francesa, la manera como el solitario de Croisset me ayudó a ser el escritor que soy. Como ya he dicho, la misma noche que llegué a París, en 1959, compré un ejemplar de Madame Bovary en La Joie de Lire, una librería a la que tenía simpatía por- que nunca denunciaba a los ladrones de sus libros y que, por supuesto, con semejante política termina- ría quebrando. Recuerdo aquella noche, en el Hotel Wetter del Barrio Latino, de la familia de esposos que se convirtieron en buenos amigos nuestros, los La Croix, como un sueño del que nunca he despertado. Deslumbrado por la elegancia y la precisión con la que escribía Flaubert, lo leí y releí todo, de principio a fin, quiero decir, estudié sus novelas y sus cuentos y su correspondencia, e hice el viaje a Croisset a llevar flores a su tumba, para agradecerle todo lo que había hecho por mí y por la novela moderna.

Flaubert es un grandísimo escritor, acaso el más importante del siglo xix europeo, o por lo menos francés, que equivale a decir mundial. Pero su importancia no está sólo en sus admirables novelas —Madame Bovary y La educación sentimental, principalmente—, sino en sus aportes a la estructura de la novela moderna, la que él funda en cierto modo, ayudando en el camino a descubrir su verdadera personalidad a escritores adolescentes como yo lo era cuando lo leí por primera vez.

No es muy seguro que Flaubert fuera totalmente consciente de la revolución que nos legó con lo que hacía, pero, más importante todavía que las lecturas en voz alta de cada frase —cada palabra— que escribía en aquel pedazo de tierra que existe todavía y que él bautizó como Gueuloir, fue la invención del narrador anónimo, ese Dios —como él dijo— presente en todas partes y visible en ninguna, estableciendo de este modo uno de los pilares en que se basa la novela de nuestros días. Aquel narrador invisible, que permitió suprimir a sinnúmero de personajes que estorbaban la novela clásica y que estaban allí simplemente para simular que eran los autores de una historia, hizo posible que la novela moderna los sacrificara sin tristeza ni compasión, pues su reemplazo cubre todas las etapas de la novela desde entonces, y diera un salto adelante que ha beneficiado a todo el mundo, lo sepan los escritores que escriben novelas o lo ignoren. Todos le debemos algo, y acaso mucho. Fue un descubrimiento quizá más importante que los rebuscamientos y travesuras formales de Joyce en el Ulises, que abrió las puertas de la modernidad a la literatura, aunque el propio Flaubert no fuera totalmente cons- ciente de aquella revolución que provocó en los cinco años que trabajó en Madame Bovary, inventándose una enfermedad prolongada, para aplacar al atinado cirujano que era su padre y que aspiraba, cómo no, a dotar a su hijo de una profesión liberal.

Ese narrador invisible —que es Dios Padre, como él mismo lo llamó— no tiene por qué ser el único narrador; también pueden serlo alguno o varios de los personajes de la historia, a condición de no saber más de los otros que lo saben todo desde su posición particular y alternarse, como lo hacen en Madame Bovary, en L’Éducation sentimentale y en las novelas posteriores que escribió. Toda la novela moderna está íntimamente alterada desde aquel hallazgo de Flaubert y es sin duda la más importante incorporación de esa voz anónima —la de ese Dios que nunca se deja ver— en las historias que cuentan sus contemporáneos. Sin saberlo, Flaubert, gracias a su descubrimiento del silencioso e invisible narrador, produjo esa separación entre la novela moderna y la clásica, en la que reunió, sin preverlo ni quererlo, a multitud de obras narrativas que, hasta entonces, no habían advertido que el narrador invisible reducía extraordinariamente la presencia de narradores en el espacio narrativo. Ésa fue la gran lección de Flaubert, y, por supuesto, la de trabajar con empeño fanático, como si la vida se le fuera en ello, en busca de aquella perfección que convertía al escritor en una suerte de apuntador de Dios, o en Dios mismo.

Nadie ha concebido la literatura con semejante rigor y entrega, y nadie ha escrito las obras que Flaubert escribió con semejante paciencia y obsesión, en busca del estilo perfecto. Hasta que, al final, a través de esos dos copistas que lo representan, Bouvard y Pécuchet, se dedicó a escribir todo aquello que podía ser escrito, empresa imposible y delirante, condenada al fracaso por supuesto, pero un fracaso que es del mismo tamaño de los dioses, o, por lo menos, del quehacer de los dioses. Eso se llama morir apuntando a lo más alto y hacer de la literatura algo parecido a lo divino, pisando el suelo terrestre, un libro que es el resumen de todos los libros y, sin duda, la empresa más atrevida y sublime que haya conocido la literatura desde que comenzó a balbucear hasta nuestros días.

Pero no sólo Flaubert representa la literatura que amamos, y que nos ha enseñado a tantos novelistas a escribir, sino esa multitud de escritores que dieron esa irradiación de goce, sentimiento, aventura, deseo y gracia a la lengua francesa y forjaron sus laberintos de belleza.

Inmediatamente después de Flaubert, yo pondría a Victor Hugo, pero no su poesía, que ahora nos parece algo retórica, sino Les Misérables, una novela que leí de adolescente, que he releído varias veces, y que ha hecho de Jean Valjean un compañero inolvidable, y que está siempre ahí, para animarme a soportar el peso del infatigable y obseso policía Javert al que él perdona la vida y salva, al salir de los túneles de París, entre el barro y la putrefacción, una de las hazañas más audaces de la novela, que ha ayudado a convertir a muchos jóvenes (de entonces) como el que les habla a la formidable vocación de novelista. Javert muere, por supuesto, y la muerte que se inflige a sí mismo es su clamoroso fracaso, cuando descubre, en quien creía su enemigo mortal y un verdadero caos para la sociedad, una secuela de comprensión y armonía para las que no estaba preparado. El romanticismo que rodea esta escena no la abruma ni falsifica: ella sigue allí, en pie, como un ideal de justicia que nos convence y estimula.

Y ahora déjenme exponer mi teoría, que vale como algo más, y acaso un poco menos, que tantas que circulan en esta época, la de las teorías literarias. La novela salvará a la democracia o será sepultada con ella y desaparecerá. Quedará siempre, cómo no, esa caricatura que los países totalitarios hacen pasar por novelas, pero que están allí, sólo después de atravesar la censura que las mutila, para apuntalar las instituciones fantasmagóricas de semejantes remedos de democracia, de los que es ejemplar la Rusia de Vladimir Putin atacando a la infeliz Ucrania, y llevándose la sorpresa del siglo cuando esta última nación resiste contra ella, pese a su superioridad militar, a sus bombas atómicas y a sus ejércitos multitudinarios. Como en las novelas, aquí los débiles derrotan a los fuertes pues la justicia de su causa es infinitamente más grande que la de estos últimos, los supuestamente poderosos. Como en la literatura, las cosas se hacen bien y confirman una justicia inmanente que sólo existe, está de más decirlo, en nuestros sueños.

¿Cómo puede una novela conmover esa historia que se hace cada día? Simplemente existiendo, llenando de aspiraciones y deseos a los lectores, inoculando en ellos el virus de la ambición y la osadía fantástica de una vida mejor, o en todo caso distinta, como las que descubrimos en los libros de Flaubert, de Victor Hugo, de Gide o de Céline —ese gran autor y ruin persona que tenía dos manos, una para escribir con genio ese viaje al final de la noche y otra para denunciar a los resistentes y mandarlos a los campos de aniquilamiento—. ¿Y Balzac y su fantástica intuición de lo posible y lo imposible en la literatura?

¿Y Stendhal? ¿Y Zola y la novela implicada en el problema social? ¿Y los grandes folletinistas, como Alexandre Dumas, que repiensan —pero mejor— lo que otros han pensado, como los novelistas rusos, maestros del espanto?

La literatura francesa ha hecho soñar a la humanidad entera con otro mundo mejor, en todo caso distinto, y de esta manera ha renovado la democracia, manteniendo el sueño de una realidad diferente, sobre todo para las colectividades hambrientas y marginales y, muchas veces, las latinoamericanas entre otras. Y ha hecho posible que ese sueño se fuera convirtiendo en realidad en las democracias del planeta, donde hay progresos suficientes cada día que pasa: el único progreso posible para las sociedades siempre en peligro de perder la razón y soñar con una revolución, después de tantos fracasos y muertes que esta sola nos deparó y, si persistimos en ella, nos deparará.

Nada se ha inventado hasta ahora como la novela para mantener vivo el sueño de una sociedad mejor que esta en que vivimos, en la que todos hallarían suficientes materiales para su felicidad, palabra que parece locura irreal en estos tiempos, y que, sin embargo, alimentó por siglos el anhelo de millones de seres humanos. Algunos dirán que el cine y la televisión cumplen, en este siglo, la función de las antiguas novelas. Quienes sostienen semejante tesis no han descubierto todavía la distancia que separa las ideas, que vienen siempre unidas a las palabras, de las representaciones fugaces o instantáneas de una cámara, o la inmovilidad eterna de una fotografía. Sin desprecio alguno, y reconociendo la gran afición que hay por el cine en nuestro tiempo, es preciso reconocer la superioridad intelectual de la literatura, de las palabras y las ideas sobre las imágenes que dejan una huella bastante pasajera en nuestra mente.

La palabra escrita, las ideas que ella expresa, no son jamás patrimonio de las imágenes, ya que la batalla parece haberse iniciado entre estas dos opciones. Están conmigo quienes creen que no hay comparación, ante el recuerdo de la palabra escrita, con las efímeras imágenes que nos sobresaltan y desaparecen pronto de nuestra vida y de nuestra memoria. La palabra escrita está determinada a durar, como la imagen de ese Jean Valjean y el joven Marius, en sus brazos, que atraviesan la noche de París en el subsuelo de las catacumbas, como un desafío del espíritu que se alza sobre la perecedera carne humana. Su recuerdo, como el de los cuatro mosqueteros inmortales —D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis—, está allí para levantarnos la moral y los bríos; y siempre nos sacarán del abismo, como a la reina de Francia, cuando estemos a punto de caer en él.

La novela nació algo más tarde que la poesía, en los mismos albores de la historia humana, y sólo alcanzaría una cierta plenitud cuando, mezclada a los libros de caballerías, rehízo el mundo y confirmó que éste giraba en torno del honor y la matanza, y el caballero solitario recorría los bosques, desguarnecido, ganando batallas en nombre de su dama, proezas que entretenían a las gentes en las tabernas o las reunían en las esquinas de las calles para oír las voces de los memorialistas y lectores que repetían (o leían) aquellas historias truculentas y desatinadas, que, sin embargo, echaban los cimientos de la novela moderna. Y veríamos nacer, de entre estas obras maestras, lo que Michel Serres calificó como «el libro más grande del mundo», nuestro Don Quijote, la primera obra que, por encima de los diferentes idiomas, haría las delicias de la vieja Europa. En España Cervantes, en Inglaterra Shakespeare, en Francia toda la literatura, y mucho más tarde el Goethe de Alemania, esos gigantes sembraron las semillas de nuestra historia futura. Y ella nació gracias a la literatura. ¿Nació? ¿O sería más justo decir que resucitó los sueños y las fantasías que yacían escondidas en el fondo del corazón humano, entre las proezas de una época que tenía la matanza por la más noble de las virtudes, aunque siempre empañada por el olor de la sangre que manaba de las heridas que aquellas espadas y lanzas infligían, mientras la literatura iba refinando los paladares y los anhelos de las gentes, hasta seducirlas y conquistarlas, en un periodo que todavía llamamos clásico y que sienta las bases de la literatura del presente: esa otra vida de la que es espejo la nuestra, mientras no se demuestre lo contrario?

La literatura no es la vida y, sin embargo, lo es de manera figurada, gracias a esos prodigios que arroparon nuestras noches y nos hicieron soñar con brujas y fantasmas, y luego, más tarde, con figuras más próximas y vecinas, cuya humanidad llena los siglos de todas las lenguas y los espíritus de aventuras, palabras y poesías. Pero la literatura francesa fue la mejor y sigue siéndolo. ¿Qué significa la mejor? La más osada, la más libre, la que construye mundos a partir de los desechos humanos, la que da orden y claridad a la vida de las palabras, la que osa romper con los valores existentes, la que se insubordina a la actualidad, la que regula y administra los sueños de los seres vivos.

Dentro de las horribles guerras y matanzas de aquellos tiempos bárbaros, la literatura —llamada Molière— fue distendiendo la vida y adormeciéndola de sueños que se confundían con las hazañas. Ya los seres humanos no sabían a qué atenerse: ¿dónde estaban? ¿Soñando todavía? Aquel intermedio vio renacer la literatura y sentar las bases de todas las fuentes en que se inspiraron nuestros mejores poetas y los creadores de religiones, esa otra literatura que dio sentido a la vida y a la muerte, poblando el espacio de fantasías y sueños, de los que sobreviven todavía algunos enigmas, no todos, por cierto. Y el sueño de Dios y de la otra vida está siempre allí, atesorando la esperanza, sin saber exactamente a qué aferrarse, a qué troncos arrimarse en medio de las aguas bravas y amenazantes del río de la existencia. Allí estará siempre la novela, esperándonos, para darnos un último aliento, en el último instante.

La función de la crítica es insustituible y los primeros en saberlo fueron los escritores franceses, empezando por Sainte-Beuve y su prodigiosa reconstrucción del convento de Port-Royal, esa manifestación del paraíso en la vida de las gentes que es la austeridad y la rutina que contiene la existencia y la reduce a su más mínima expresión.

La crítica sin la literatura, o la literatura sin la crítica, es tiempo perdido, desperdiciado y malgastado. Hace falta una crítica como la de los siglos XVIII, XIX y XX en Francia, que devuelva a la senda a aquellos que se hallan extraviados, y marque el camino a los demás, una crítica que restablezca las filiaciones y encauce a la literatura a su costumbre pionera, a su orden y desorden de los comienzos, cuando todo estaba por escribirse y leerse, entre ellos aquellos libros augurales, que abren el camino, o lo encuentran en medio de ese enorme desorden que empieza siendo siempre la buena literatura. Y una crítica que nos enseñe a leer, puesto que nadie lo sabía desde el principio y la lectura era distinta a medida que la literatura quemaba etapas y se adentraba en el tiempo.

¿Puede la literatura salvar el mundo, proteger este pequeño planeta que la imbecilidad humana ha cargado de bombas atómicas y de hidrógeno que bastarían para desaparecerlo si los delirios de un dirigente trastornado reaparecieran de nuevo en alguno de los países que iniciaron esa locura suicida? Es muy posible, pese al desprecio que merecen a los poderosos esas multitudes encrespadas y asustadas que protestan, y se levantan en contra del suicidio premeditado que espera a la humanidad si sigue el camino que, en mala hora, ha emprendido. ¿Qué quieren esos seres humanos que coleccionan armas de fuego que, a la hora de la destrucción, nos desaparecerían del todo?

¿Que el mundo que nos alberga estalle en pedazos? ¿Que nadie sobreviva?

Se cuenta que Rimbaud, el poeta insolente y genial, recitó por primera vez, entre aplausos, en una plaza del Barrio Latino, desde un balcón, ese poema misterioso y terrible que es Le Bateau ivre, con sus tumultos oceánicos, sus pasiones, sus querencias, y esa línea suave y dócil que recorre esas estrofas desenfrenadas, como para apaciguarlas y no permitirles excederse demasiado en la búsqueda del estallido y la tormenta. Ése es el camino: recitar la buena poesía entre aplausos, acercarla de nuevo a la muchedumbre de la que se ha ido alejando. Y eso debe ser la crítica: señalar el camino, no para evitar los obstáculos, sino para mostrarlos, de manera que a nadie sorprendan y que inciten las proezas, en las que la poesía y la nove- la han ido más lejos que nadie, entre los que pugnan por llegar antes que los otros al final de la carrera.

Nadie ha ido más lejos que los escritores franceses en la búsqueda de esa entidad secreta que alimenta la vida y es la literatura, la vida ficticia que es, para mu- chos, la vida verdadera, como en aquel instante supremo para el malogrado Rimbaud, mártir de la poesía que calló cuando no tuvo más cosas que decir y para no decirlas de manera insuficiente y venial.

La crítica ha sido la filigrana de la literatura francesa y por ella, gracias a ella, ha ascendido a sus más altas cumbres. ¿Hay algunos nombres que deban mencionarse? Por supuesto: los de Paul Valéry, Sainte-Beuve y los de Bataille y Baudelaire y Camus y Malraux y Flaubert y Gide y Mallarmé y Montaigne y Michelet, esa infinita colección de críticos que encauzaron y pulieron la lengua francesa y la volvieron universal, el refugio de todos los seres humanos. La crítica ha sido el espigón de su literatura, su punta de lanza, sin ella su poesía, sus cuentos y novelas no hubieran sobrevivido, y toda su obra se hubiera desgastado en la contemplación de sí misma. Pero la crítica siempre estuvo allí, recordándonos que hay límites para todo, incluso para la felicidad de un buen verso cimbreante o los alardes de una prosa severa, o candente y majestuosa. Porque sin la crítica que la ha acompañado siempre, la literatura no habría logrado jamás en Francia las alturas que alcanzó. Y, ni qué decirlo, Flaubert estuvo siempre allí para recordarnos que la prosa es un sueño que se manifiesta de verdad o sigue siendo inalcanzable. El talento es una cuestión de disciplina y constancia, según él, y está a la mano de cualquiera que tenga una vocación irresistible. Ésa es la primera lección de Flaubert. Y es una lección que pone a todo el mundo —pero hay que tener una constancia parecida a la suya para lograrlo— en el rumbo de la obra maestra, aun cuando sean pocos los escritores que la alcancen.

La crítica siempre acompañó a la creación en Francia y, gracias a ella, esta última estuvo con la rienda corta, sin malgastarse ni abandonarse a la pura fantasía verbal. De otro modo, no hubiera sabido nunca contenerse y manar entre confines opuestos. Su función fue en todo momento impedir la dispersión y la locura, poner barreras a la pura creación y establecer los límites en que ésta se extenúa y agota, y asociarla a menudo a la cuestión social. En la inteligencia de que supo rodear la severidad de las condenas, tanto que parecía absolver de entrada a quienes enviaba a los infiernos. Sus víctimas morían contentas o, mejor dicho, sobrevivían con la sospecha de que aquellas condenas no lo eran, sino más bien elogios y premios. Por eso, los escritores franceses han sido los más dotados a lo largo de la historia y del tiempo para tener los días difíciles, y los que sobrevivieron a la condena de vivir bajo sospecha, sometidos a aquella supervisión de la crítica que sólo exoneraba al más capaz, fijaba los to- pes, los fracasos y hacía ondear sobre la literatura una vigilancia pertinaz.

La víspera de su muerte, Michel Serres envolvió el manuscrito que estaba escribiendo y lo envió a su editora, Sophie Bancquart, de la editorial Le Pommier. Le pedía que lo publicara. Ella lo hizo y puso una nota, indicando que tal vez este manuscrito era el libro en que Michel Serres había trabajado toda su vida. No es imposible. Es una investigación religiosa, que nos traslada a Jerusalén en los tiempos de Cristo y los apóstoles. Éste es un libro que se llama Relire le relié («Releer lo ya leído» sería una traducción simple al español) y, si trata de algo, trata de la religión cristiana. Es el último libro que publicó y hay en él como un espíritu que lo ronda: el del autor que lo escribe para terminarlo antes de que pueda entregarse a descansar o a la mera extinción. ¿Qué es lo que se propone con él? ¿Descubrir a Dios o las maniobras de que Dios se vale para intervenir en los asuntos humanos? Dentro de las escuetas investigaciones de Michel Se- rres nunca está claro qué persigue en este último ensa- yo que escribió: ¿descubrir a Dios o sepultarlo entre la música, las pesquisas científicas y los sobresaltos de la vida? Algo de eso y también algo más que eso. Se trata de un libro que busca más que encuentra, y que nos seduce y amenaza acercando y velando la imagen de ese hacedor que está, según él, detrás de todas esas búsquedas que componen la investigación y, en último caso, el secreto de la vida. Al final, el autor se escapa de una conclusión que es un tumulto de palabras, y nunca llegamos a saber si cree en Dios en serio o sólo se esfuerza en imaginarlo e inventarlo, y partir. Hay sangre en esas líneas dramáticas que persiguen a Jesús y hablan del dolor que es parte de la vida y de la fe que es tan fácil de entender, pero difícil de asumir como una disciplina cotidiana. En ese crepitar de palabras la fe se pierde y desaparece, absorbida por un fuego letal, que es un canto a la vida y a la muerte, sin la presencia divina.

Hubo un tiempo, en la historia, en que los seres humanos vivían más en el trasmundo que en el aquí y el ahora. Ocurría en la Edad Media, en que la violen- cia de la vida diaria estaba compensada por el tiempo que los hombres y mujeres dedicaban a arrepentirse y liberarse de sus pecados, o, las brujas, a codearse y casarse con los demonios. Luego, más tarde, la religiosidad fue apartándose del mundo de los vivos y se fue quedando en el de los muertos, el territorio de los pecados, del arrepentimiento y la sospecha de que, luego de la muerte, algo podía sobrevivir y alcanzar- nos: un castigo o una recompensa por los trajines de esta vida difícil. De esa esperanza ha nacido la literatura, es decir, la creencia de que el mundo que hemos sido capaces de construir, de inventar, pueda evolucionar hasta alcanzar una grandeza que salve a todos y nos salve de alguna manera de la muerte o de ese esta- do letal que es su sinónimo: las alegrías que vivimos y convertimos en alegrías propias, los dramas que in- ventamos porque nos gusta padecer y no nos bastan las desgracias que la vida nos inflige. Queremos otras, literarias a más no poder.

Una vida sin literatura sería horrible, siniestra, despojada de las experiencias más ricas y diversas, una rutina intolerable, hecha de obligaciones que se irían repitiendo diariamente como un conjunto de com- promisos sin promesa de remisión. Ese cuadro de pa- labras que proyectamos sobre nosotros mismos, y que ha ido cambiando y enriqueciéndose con el tiempo, es nuestra defensa, el escudo tras el que nos recluimos cuando tenemos miedo de perecer sin dejar huella.

¿Puede un libro salvarnos? ¿Una historia redimirnos y convertirnos en materia novelable, semejante a aquellas que inventamos y escribimos? No es imposible, pues en este campo —lo que ocurra luego de nuestra muerte— todo es materia de contradicción, de especulación y de esperanza. Pero es factible que, en la fantasía al menos, los libros que hemos leído e inventado, en los que hemos creído, nos defiendan de la desaparición definitiva y final, por no haber sido capaces de salvarnos a nosotros mismos en aquellas pruebas de supervivencia.

Nada de esto hubiera sido posible sin la libertad, de la que Francia ha sido una constante compañera. Ningún país ha vivido con la fidelidad de Francia aquella libertad que nos permite todos los excesos, los literarios y los otros, los que forman parte de la vida corriente y los que se apartan de ella. Francia los incorporó antes que nadie a la literatura, luego a la vida misma, la que se enriqueció de este modo tanto como la propia poesía o como la misma novela, o el ensayo que escruta la fantasía y la convierte en acción y trans- forma la existencia en aventura. No hay país que tenga una literatura más osada y que haya explorado con más audacia y atrevimiento los sueños de la razón y sus abismos secretos; por eso nacieron en Francia, o buscaron aquí su certificado de nacimiento, todas las corrientes de la vida que exploraban las sombras y los reductos rebeldes de la personalidad, como el dadaísmo, el freudismo o el surrealismo y las diferentes escuelas, o tendencias, y esos temerarios sobresaltos que revolucionarían la lengua, las formas, el arte y la vida misma, en sus más osadas realizaciones. Y por eso también ninguna literatura ha estado sometida al fue- go del escrutinio de la razón ni de la sinrazón que nace de los instintos y los sueños como la de Francia. Y por eso en Francia nació siempre la levadura de la sinrazón que alimenta la literatura moderna, oponiendo a la vida esa sobrevida que es la del subconsciente y los instintos. Balzac no sospechó, cuando nació en su mente la idea de la «comedia humana», la de circunscribir el mundo a lo que tenía delante de los ojos, la realidad más inmediata. Y cuando Victor Hugo, en su isla semidesierta, convocaba a los espíritus —todos lo conocían y le rendían reverencia—, ¿los discriminaba acaso por su nacionalidad o la lengua en que hablaban y escribían? No, la universalidad ha sido siempre la característica de las grandes empresas literarias francesas, y el mundo ha correspondido acatándola, creyendo en ella o simplemente leyéndola. De ese pacto entre la literatura francesa y el mundo de los vivos ha nacido esa libertad que los escritores franceses han llevado más lejos que nadie, en ese asombroso recorrido que, en algunos casos, como el de Flaubert, o el de Molière, o el de Victor Hugo, o Rimbaud y Baudelaire, nos maravilla porque parece tocar el infinito, que tiene el rostro de lo humano y se asemeja al divino.

La literatura necesita de la libertad para existir, y cuando ésta no existe recurre a la clandestinidad para hacerla posible, porque no podemos vivir sin ella, como el aire que es indispensable para nuestros pulmones. De aquella libertad nacen las otras, la de cambiar a los gobiernos o la de simplemente criticarlos, y la de opinar con independencia y discutir entre nosotros, aunque las propuestas sean muy diferentes y a la hora de votar —porque el voto siempre es la manera civilizada de zanjar nuestras diferencias— prevalezcan siempre los que sacan el mayor número. Ésa es la fórmula gracias a la cual se ha reemplazado la matan- za, sometiéndola, como en el espacio estricto de los libros, aunque a veces, como ahora mismo, alguien se exceda y ponga en peligro nuestra existencia social. No sólo se trata de sobrevivir, viviendo en el horror de la opresión o la ignominia de las dictaduras. Se trata de respirar y vivir la libertad —no el libertinaje, por supuesto— en una democracia digna de ese nombre, es decir, en una ciudad, o en un país, donde se hayan resuelto las necesidades básicas y los seres hu- manos alcancen a aspirar al progreso, en su búsqueda de la felicidad. ¿Que eso no es posible? Sí lo es y, afortunadamente, algunos países pioneros lo han alcanza- do ya. Está de más decir que no debemos darnos por extenuados mientras existan aún dictaduras o satra- pías o en nombre de una doctrina o una fe religiosa se sigan cometiendo brutalidades contra la mujer o sus compañeros de viaje: nadie está a salvo si todos no somos libres. Ésa es la gran enseñanza de la literatura francesa.

La libertad para todos y ahora mismo. La vida debe ser como la de los libros: libertad plena y por igual, aunque los libros permitan algunos excesos que en la vida resultarían inadmisibles, particularmente en la violación de los derechos humanos, reconocidos por los gobiernos democráticos, aun si en muchos casos es sólo de la boca para afuera. Lo que significa que hay que continuar luchando hasta que el mundo se parezca al mundo de la literatura, aunque sea sólo en el dominio de la libertad. Ése es un ideal realista y alcanzable, a condición de que lo tengamos presente y trabajemos por él. Una libertad semejante a la que existe en los libros, para todos los seres vivientes, dentro de los límites que fija la ley, y que debe ser necesariamente alcanzable dentro de las circunstancias actuales. Una de las buenas cosas de la injusta y agresiva invasión de Ucrania por las fuerzas rusas ha sido saber que aquello era todavía posible. La inmensa mayoría de los países ha respondido como debía ser: soliviantados por el agresor y por el riesgo que corríamos hacia una tercera guerra mundial, en la que desaparecería buena parte o toda la humanidad. Y tomar las precauciones necesarias al respecto, como hacen los buenos escritores, que no cuentan nunca las historias que desoyen la vida y la violentan narrando historias que parecen ir más allá de lo posible, aunque lo imposible parezca naturalmente el dominio de la literatura y algunos escasos escritores, a lo largo de la historia, hayan parecido entenderlo. A esos gigantes debemos agradecerles habernos fijado unos límites dentro de los cuales todas las aventuras son posibles, incluyendo las de la propia palabra. Pero la novela siempre estará dentro de un orden del que se excluye la poesía. La razón la preside y la rige, aunque en su seno todos los excesos sean viables y autorizados.

Muchos de los adelantos de que gozamos fueron, primero, inventados por la novela, a la que se ha ido pareciendo la realidad, como si no pudiéramos vivir sin los sueños que forjamos y luego tratamos de transmitir a lo vivido.

¿Qué ocurrirá con la literatura en el futuro? Lo que nosotros queramos, por supuesto. ¿Podría ella desaparecer? Sería posible, sin duda alguna. Pero un mundo sin soñadores sería pobre y tristísimo, un mundo sin aventuras, aburrido y siniestro, un mundo orquestado por los poderosos y sometido a su constante vigilancia. No es lo que quisiéramos. Por el contrario, la literatura debería seguir explorando la vida y la muerte, fijando nuevas fronteras para la fantasía de los seres humanos, sin olvidar la rica montaña de sueños e irrealidades que ha dejado atrás. ¿Es ésa la verdadera vida? Lo es en cierto modo indirecto y sobrenatural, y, en todo caso, está tan asociado a la vida que resulta imposible a menudo separarlas, establecer lo que cada uno debe a cada una, como lo estuvo en la vida de muchísimas personas, entre ellas la de Michel Serres, aunque él hable de las ciencias y de la poesía y la religión y en sus libros casi no aparezcan las no- velas. Pero la novela siempre estará cerca cuando se hable de Homero y de la antigua Grecia o se fantasee sobre el más allá, lo que sobrevive a la muerte. Hay muchos que pensamos en la otra vida como una resu- rrección de la literatura, de ese sueño de los sueños que está hecho de palabras, un refugio como las voces de los pájaros o el perfume de las flores que reemplaza a la vida y la sustituye en las ocurrencias de un mal folletinista. ¿Por qué no sería posible? En toda vida humana se han acumulado los hechos sorprendentes y desconcertantes que parecen sacados de los libros, de esas historias extravagantes o imposibles que han ido tomando posesión de nosotros mismos, hasta convertir nuestras vidas en cosas que se parecen mu- cho a las de la literatura. ¿Por qué no la reemplazarían a la postre como en una novela del montón? Sería el mejor de los finales, desde luego. Después de haber sobrevivido a tantos sacrificios y tormentos, como los que nos ofrece la vida real, tener una vida semejante a la de los héroes, a los hombres y las mujeres que viven sólo en nuestro recuerdo, sustentados sólo en las palabras y las letras, como en una buena ficción.


* Traducción del autor de este discurso: «Filtro de amor. El prisionero de la torre ama a la hija del carcelero. La torre se yergue en el castillo, el torreón está embutido en la torre y la celda en el torreón, estructuras encajadas unas en otras; para llegar a ella, hay que atravesar un sinfín de muros y puertas, subir pisos o superar abismos por escaleras aéreas y frágiles, pasar por cien rejas, incluso por una capilla. La verdadera celda, tallada en madera, añade una caja de vigas que se sostiene en el interior de las murallas y techos de piedra, sobre suelo elevado. No, aún no hemos llegado al último de estos ámbitos encajados unos en otros: el gobernador ha hecho colocar una pantalla delante de la ventana del calabozo en el que sólo corren las ratas, y sellado todos los agujeros con papel aceitado. Monseñor el prisionero yace detrás de una multiplicidad de muros gruesos, espesos y ciegos, quince capas de tabiques».