Hace unos años, en el marco del bellísimo claustro del Monasterio de los Jerónimos, a pocos kilómetros de Murcia, pude disfrutar de una curiosa exposición de publicistas católicos. Se presentaban un buen número de carteles, pósteres, anuncios y folletos, todos dirigidos a alentar nuestra espiritualidad, a comunicar la Fe o a despertar la religiosidad, y en no pocos de ellos se podía apreciar un notable ingenio. En un lado, cerca de la pared, destacaba uno con aspecto de proclama que se presentaba en colores flamígeros, con tipografía gruesa y rotunda impresa en papel sobre una lámina de poliespán. Decía así: «Putas, ladrones, borrachos, maricones: ¡qué gran público para una misa!». Al pasar me entresacó una sonrisa.
Seguí paseando entre los dibujos, fotografías y demás hasta acabar por dar la vuelta entera y llegar al mismo punto. Allí me esperaba una sorpresa. Un montón de pequeños trozos de papel amontonados en el suelo hacían evidente que el cartel que me había resultado gracioso y certero había resultado insoportablemente ofensivo para otra persona, que lo había reducido casi a polvo.
Y es que en la Iglesia conviven muy distintas sensibilidades.
El pasado 18 de diciembre el papa Francisco promulgó la declaración Fiducia supplicans sobre el sentido pastoral de las bendiciones. En ella se explica el citado sentido, y no solo desde un punto de vista pastoral, pero sobre todo ha llamado la atención por un apartado que lleva por título «la bendición a parejas en situaciones irregulares y de parejas del mismo sexo». Allí se acepta que se bendiga a las parejas de hecho, a las formadas por personas divorciadas y a las parejas homosexuales, bien es cierto que sin dejar de realizar ciertas aclaraciones para evitar que la bendición se parezca o pueda confundirse con un sacramento, ya que no lo es.
Esta declaración ha despertado júbilo en ciertas personas, en otras asombro y en algunas ansiedad, y «ciertos sectores» (como se suele decir ahora) que tienen al Papa entre ceja y ceja se han apresurado a criticarla sin leerla, o leyéndola.
En todo caso y aunque por nuestra educación, formación, cultura, etc., esta postura de la Iglesia nos provoque algún tipo de reacción, la que sea, es conveniente que nos ayudemos los unos a los otros a entender y a buscar juntos la justicia y la verdad.
Una primera barrera que dificulta nuestra comprensión es que el lenguaje cotidiano nos presenta la bendición como una especie de aprobación o «visto bueno» definitivo o provisional a una circunstancia o comportamiento. Para decir que algo ha sido aceptado por quienes tienen la autoridad que corresponda decimos que «cuenta con todas las bendiciones», o señalamos que cierta situación puede seguir adelante porque la persona adecuada «le ha dado su bendición». Desde este punto de vista se bendice lo que está bien, lo que merece el visto bueno, el nihil obstat.
Esta forma de pensar tiene como fundamento una perversión espiritual que es preciso destacar, entre otras cosas porque es muy común. Aquí Dios aparece como un juez que, recostado en su butaca, espera a que le presentamos la cuenta de resultados para dictar sentencia, ya sea severa o misericordiosa. Visto así, estamos solos bregando en la vida y contamos con nuestras únicas fuerzas para conseguir la altura moral y las virtudes que deseamos y que al final pondremos en una especie de balanza, como imaginaban los antiguos egipcios que se hacía con el corazón de los difuntos. El parecido no es casual: este tipo de moralismo, ya digo que muy común –se nos cuela en el alma a poco que nos descuidemos–, es de raigambre pagana (algunos también diríamos que kantiana), pero en ningún caso cristiana. Más bien es anticristiana.
Pensemos un poco. El fariseo celebraba su firmeza moral en la cabecera del templo, y puede ser que tuviese buenas razones para hacerlo, pero no fue él quien resultó agradable a los ojos de Dios, sino el humilde publicano pecador que imploraba el perdón y la bendición, rezando entre las sombras.
Es hasta ridículo pensar que pedimos la bendición de Dios porque nos consideremos en condiciones de superar el examen, porque nos veamos irreprochables o «en regla». La pedimos porque necesitamos de Dios constantemente, porque sin su gracia no somos nada, porque nuestras fuerzas, capacidades, inteligencias, son muy limitadas y nuestras debilidades y miserias nos desbordan. Entonces anclamos las rodillas y pedimos ayuda.
La bendición, el documento papal lo explica con detalle y es muy preciso, tiene un doble sentido: un sentido ascendente en el que se ofrece todo el bien que haya en lo que se pide sea bendito como alabanza a Dios, y un sentido descendente, en el que se suplica el perdón por lo imperfecto y la gracia divina para que ayude a poner todo al servicio del bien de Dios y de los hombres, según Su voluntad. Así pedimos la bendición para una casa, para instrumentos de trabajo, para una empresa, para la comida, para un niño o para una pareja. Lo hacemos porque hay un bien que ofrecer y una necesidad que solo el Señor puede atender.
En las relaciones humanas, en todas, hay un bien que ofrecer y también una necesidad de mayor afecto, cariño, belleza y adecuación al plan de Dios. Ni conocemos ni somos quiénes para juzgar, y toda imprecación resultará pecado. En las parejas del mismo sexo también hay mucho que ofrecer al Señor: hay afecto, compañía, amor, apoyo mutuo, etc., y claro que habrá también egoísmo, impudicia, miserias y pobrezas que solo Dios conoce. Solo los que se consideran perfectos creen que no necesitan bendiciones, o las buscan nada más que como medallas, pero es que en ellos tampoco encontraremos el deseo de Dios.
Tenemos necesidad de Dios, así que podemos afirmar, recordando la expresión con la que empezamos este artículo, que las putas, los ladrones, los borrachos y los maricones son un público perfecto para una bendición. Y los demás, todos, también.
Marcelo López Cambronero es director de Formación Humanística de la Universidad Francisco de Vitoria
Artículo publicado en el diario El Debate de España