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Dime de qué presumes

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No se repite mucho, pero es sabido que una democracia puede ser mil veces más corrupta que una dictadura y también más ineficiente, pero si se mantiene su normativa constitucional lo más probable es que el mal gobierno dure hasta que finalice el período, ni un minuto más. La dictadura, en cambio, no tiene fecha en el calendario y puede ser eterna, como la rusa, la cubana, la norcoreana y la chavista-madurista, que de democracia popular y democracia revolucionaria –después democracia participativa y protagó­nica– devinieron finalmente en “dictadura dinástica”: el mandón, como lo hacían los hermanos Monagas en el siglo XIX, elige el sucesor, su heredero del bastón de mando.

Quizás por la poca fortaleza de la ciudadanía y el abusivo uso del término «pueblo», potenciado y aprovechado al máximo en lo que va del tercer milenio, se le dio poca importancia a la construcción de la sociedad democrática y al fortalecimiento de las instituciones que la perfeccionan. Se priorizó el trabajo en equipo y se desestimó el desempeño individual. El colectivo que, oculta las fallas y la flojera de alguno, era bien ponderado y se cuestionaba el éxito particular, aunque todos sabían que en el equipo trabajaba uno o dos y los otros inventaban excusas para no hacer nada y al final todos obtenían la misma calificación. Pero esa primera aberración socialista de los pocos que trabajan para los demás no fue denunciada, “el pueblo unido, jamás será vencido”.

Cuando la democracia cumplió su primera década, una mayoría electoral, aunque fuera de apenas 30.000 votos, votó por el “cambio” que ofrecía Rafael Caldera, un líder que no era ajeno a nada de lo que ocurría en el país y quería cambiar. Firmante del Pacto de Puntofijo y participante de la Ancha Base y la Guanábana, como llamaban los pactos de gobierno, era tan responsable de lo que cuestionaba como los otros candidatos. Fue en esos años de pacificación, posterior a la derrota civil y militar de los grupos insurrectos alentados y financiados por Cuba, que se empezó a repetir que el modelo político “estaba agotado”, que había que ir hacia la “democracia verdadera”.

Después de las fallidas intentonas del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992 se insistió en el agotamiento del modelo y reapareció, vergación, la “democracia verdadera”, tan perfecta y real como el socialismo utópico que proponían Saint Simon y sus congéneres, tan tramposo como el socialismo bolchevique y tan asesino como el de Mao y el de los Jémeres Rojos, sus protegidos. La democracia en vigencia, con una gran movilidad social y de incontables oportunidades de estudio y de figuración, empezó a vérsela como un sistema corrupto e ineficiente. La industria petrolera nacionalizada llegó a producir 3,7 millones de barriles diarios, con menos de 38.000 empleados, ahora tiene una nómina récord de 170.000, pero la producción no llega a 700.000 barriles diarios, y eso que incluyen el crudo mejorado por las transnacionales en la faja petrolífera.

Fueron muchos los políticos que hicieron carrera denunciando hechos de corrupción en las empresas públicas, en los ministerios, en las alcaldías y también en el Palacio de Miraflores, hasta los zarcillos de bisutería de Blanca Ibáñez eran sospechosos, aunque lo que molestaba era su condición de amante. Se presentó como una gran proeza haber enjuiciado a Carlos Andrés Pérez –por fin, repetían algunos– por manejos con la partida secreta para fortalecer la democracia nicaragüense.

Con la defenestración de Carlos Andrés Pérez, acusado de corrupción y nunca demostrado, y el presunto fortalecimiento de las instituciones, la democracia real recibió un misil de alto impacto en su zona de flotación. A partir de ahí el resquebrajamiento fue mortal. Resucitaron las ilusiones monárquicas que se mantuvieron vivas en los caudillos chopo ‘e piedra y agazapadas en los manuales estalinistas de los grupos de la izquierda radical y no tan radical. Apareció el mesías de Sabaneta con su revolución pacífica, pero armada.

Su presunta guerra contra la corrupción la comenzó casi antes de instalarse en Miraflores, pero era una simple puesta en escena, un batiburrillo farandulero. El primer asombro fue de los contratistas, el nuevo gobierno descartó para siempre las licitaciones “por poco transparentes” y aparecieron comisiones de 45%, nada de aquel 10% que hizo tan ricos a los militares que gobernaron entre noviembre de 1948 y enero de 1958. Poco a poco fue desmontando la Contraloría General de la República, el Consejo Nacional Electoral, el Tribunal Supremo de Justicia, el Ministerio Público y, no faltaba más, hasta se apropió del Poder Legislativo. Se acabó el control, todo lo decidía Miraflores, “Chávez es el pueblo” y sin solución de continuidad encontraba uno que otro “millardito de dólares” en su escritorio o debajo de la silla presidencial. Sospechar del comandante era una herejía y llevarle informes confidenciales se pagaba con extrañamiento, ergo Jesús Urdaneta Hernández y Luis Tascón, quien decía que la corrupción era la grasita que movía los engranajes del gobierno.

Veinte años después, nadie investiga los hechos de corrupción. Solo cuando desean deshacerse de un probable candidato opositor, aparece el Estado sancionando, “aplicándole todo el peso de la ley”, pero todavía no le han abierto una investigación a Alejandro Andrade, al que Chávez dejó tuerto y que paga condena en el “imperio mesmo” por la apropiación de centenares de millones públicos, que nunca llegaron a los hospitales, a las escuelas ni a las universidades. Vendo polvito para recuperar la memoria y la democracia.

@ramonhernandezg

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