En las últimas horas han constituido una de las principales noticias, en Venezuela, las declaraciones de Maduro sobre la irrelevancia del matrimonio igualitario y del aborto como puntos dentro de la agenda de lo que él y sus socios en el —para ellos— enormemente lucrativo negocio de la opresión pretenden que se tome, sin serlo, por un gobierno más del no tan extendido sistema democrático contemporáneo.
Si en realidad la maquinaria de persecución y muerte que tan bien ha aceitado aquella nomenklatura criolla constituyese una estructura de la mencionada índole, esto es, un gobierno democrático, no solo deberían considerarse desafortunadas tales declaraciones, sino que además tendrían que mover a la colectiva exigencia de que esos, junto con otros importantes asuntos, formen parte de los grandes temas para el debate y, sobre todo, para la acción orientada a la consecución de un auténtico desarrollo, o lo que es lo mismo, a la necesaria expansión de las libertades, entendidas como derechos que no vulneran otros, sin las cuales es imposible construirlo. No obstante, y he ahí el «pero» que debe encender todas las alarmas del mayoritario segmento de la sociedad venezolana compuesto por ciudadanos de bien y con hambre de libertad, esas declaraciones surgen en momentos en los que en el seno del régimen se están buscando con desesperación estrategias que lleven a la ciudadanía opositora a aceptar como interlocutores y representantes a los miembros de la ilegítima asamblea gestada en el fraude «electoral» del pasado 6 de diciembre, y ello, claro, con el fin de liquidar de silente modo a la que sí goza de legitimidad y es hoy el único poder independiente del país; uno reconocido y decididamente respaldado por los actores de mayor peso dentro del mundo democrático.
En términos simples, lo que persiguen los miembros del régimen con ese ardid, que de seguro no será el último en el rosario de «casquillos» que pronto saltará a la vista como lo que es, una sucesión de provocaciones, es que la oposición venezolana comience a «exigirle» a la seudoasamblea chavista que «actúe» en sentidos contrarios a los planteados por un «Ejecutivo» que no lo es para que así se «normalice», ante la mirada del mundo, su accionar «legislativo»; justo aquel para el que no tiene verdadera competencia, puesto que el único parlamento legítimo en Venezuela es el que encabeza el también presidente encargado del país, Juan Guaidó.
Se trata de un empleo de la más elemental psicología inversa que, aun cuando no es original —y esto es lo más preocupante—, podría funcionar en una nación en la que la tendencia a actuar de irreflexiva manera es generalizada.
La legalización del matrimonio igualitario y la ampliación de derechos en materia de aborto —en cuanto opción entendida desde una responsabilidad que debe promoverse y afianzarse a través de la educación— forman parte de la longuísima lista de los asuntos pendientes del país, pero en esta tiranizada Venezuela no se puede perder de vista, ni por un segundo siquiera, que es tal contexto uno cuya generación fue intencionadamente propiciada para la constricción de libertades y, por tanto, uno a cuyo mantenimiento no se debería contribuir por conducto del desperdicio de esfuerzos en supuestas conquistas de derechos con las que se crea poder mejorar la vida en la realidad que aquel enmarca, máxime porque nada puede hacer que la vida en opresión, en esclavitud, sea una buena o aceptable experiencia, aunque el sabor del veneno de la ausencia de libertades lo oculte el aparente dulzor de un puñado de supuestas reivindicaciones que no terminarán de traducirse en posibilidades de pleno ejercicio de aquellos y otros derechos mientras el contexto sea el mismo.
Todos los esfuerzos en Venezuela, como debió ocurrir desde el inicio de la pesadilla chavista, tienen que dirigirse hoy y mañana a un solo propósito: ponerle fin a estos ya largos días de opresión. Solo cuando sea esto un hecho y, en consecuencia, otro el contexto, la expansión de libertades y el pleno ejercicio de los derechos será aquí posible.
@MiguelCardozoM