En marzo de 2018, la Asamblea Nacional Popular de China, en una votación que tuvo lugar en el Gran Palacio del Pueblo, en Pekín, aprobó que el dictador Xi Jinping prolongara su mandato como presidente de China hasta el año 2023. Días antes, el dictador había organizado las cosas para que los legisladores eliminaran de la ley el precepto que limitaba a dos el número de períodos que un líder puede gobernar. Esto quiere decir que Xi Jinping gobernará a China hasta su muerte. Se cumplirá así uno de los sueños psicóticos de todo dictador: gobernar para siempre.
De la ferocidad de la dictadura de Xi Jinping, de su omnipotente control sobre la sociedad y también sobre el Partido Comunista; y de su objetivo de imponer a China un Estado, un sistema de leyes y una doctrina que sea, no semejante sino idéntica a su pensamiento, hablan los resultados de aquella votación de 2018: 2.970 votos a favor, ningún voto en contra y ninguna abstención. Pido al lector que se imagine un mundo regido por la tríada de 100% de aprobación, ninguna disidencia y ninguna abstención. La dictadura perfecta, total, absoluta. Un mundo uniforme donde todos, sin excepción, están obligados a pensar lo mismo. En concreto, que Xi Jinping debe gobernar China para siempre, y que los chinos deben estar 100% felices por ello. Debo añadir que en su discurso, el dictador perfecto dijo una frase que nadie debería olvidar: “El mundo también necesita a China”.
Antes de Xi Jinping, otro dictador ―amigo de Xi Jinping― se había atribuido una victoria semejante. En 2014, Kim Jong-un anunció que su triunfo en la Suprema Asamblea Nacional de Corea del Norte había sido con 100% de los votos. En las siguientes elecciones al mismo organismo, en julio de 2019, se anunció que la participación había alcanzado a 99,98% de la población, y que las personas que no habían podido asistir a la jornada electoral, que estaban identificadas, eran diplomáticos norcoreanos y otros funcionarios que estaban fuera de su país. Ese día, hasta enfermos en estado terminal fueron conducidos a los centros de votación. La aspiración de Kim Jong-un consistía en ser reelegido con una base electoral de 100% de los electores. El sueño dictatorial de la unanimidad total, del aplauso sin excepciones.
En septiembre de 2022, en las elecciones regionales rusas, el “putinismo” arrasó, tal como el régimen y el dictador habían establecido. A nadie asombró la noticia: la totalidad de los candidatos ganadores son miembros del partido de Putin, Rusia Unida. Más todavía. Hubo oblast ―regiones― en las que los organismos electorales declararon triunfos con más de 80% de los votos para los candidatos del dictador.
Vayamos ahora a Bielorrusia, agosto de 2020. En aquellos días, el dictador Alexander Lukashenko se adjudicó la reelección presidencial, atribuyéndose 80% de los votos. A la candidata de la oposición democrática, Svetlana Tijanövskaya, le asignó el 10%. Ni el extenso pliego de irregularidades documentado, ni las protestas en más de 33 ciudades que ocasionaron más de 3.000 detenciones, ni las denuncias de testigos, ni el rechazo internacional a lo ocurrido, ni que la Unión Europea desconociera los resultados, ni tampoco las graves denuncias de Tijanövskaya modificaron el producto final: el dictador se atornilló en el poder.
A mediados de esta misma semana, el Consejo Nacional Electoral de Nicaragua, organismo totalmente controlado por la pareja dictatorial de Daniel Ortega y Rosario Murillo, proclamó que en las elecciones municipales realizadas el domingo 6 de noviembre, en 100% de las alcaldías la victoria había sido para el Frente Sandinista de Liberación Nacional, la organización partidista en manos de la pareja. Hay que anotar esto: el porcentaje de abstención superó la cifra de 83%. Los electores fueron empleados públicos, funcionarios de los municipios, miembros del mencionado partido y la red de enchufados que en Nicaragua es profusa. Un alto porcentaje de estos electores fueron presionados u obligados a votar. Las listas, las estructuras de control, los sistemas de transporte, toda una maquinaria militar, paramilitar y policial se puso en movimiento para que el partido-gobierno ganara las elecciones, es decir, para redoblar el control de la pareja criminal al frente del poder en la nación nicaragüense. Ni siquiera, con el afán de disimular, se reconoció el triunfo de cualquier otro candidato, por ejemplo, en alguna de las 11 alcaldías que el partido Ciudadanos por la Libertad controlaba desde las elecciones municipales de 2017. Como Xi Jinping, el orteguismo impuso un triunfo de 100%. La pareja de asesinos, Ortega y Murillo, no solo quiere el control absoluto de todas las instituciones. También aspira a borrar de la faz de la tierra a toda forma de disidencia. Su modelo es: o aplauso o silencio.
En cada uno de los casos aquí anotados, organizaciones defensoras de los derechos humanos, observadores independientes, medios de comunicación y expertos electorales han coincidido en el señalamiento: una votación no es una elección. Un proceso electoral, digno de ese nombre, requiere del cumplimiento de una serie de condiciones con respecto a la participación electoral, las candidaturas, la garantía del derecho al voto, la no coacción de los electores, un ambiente de libertad de expresión y muchas cosas más, para en vez de una actividad forjada y controlada por la dictadura, el proceso tenga un carácter verdaderamente democrático.
Por eso insisto en citar aquí una frase que escribió Carlos Sánchez Berzaín: “Votaciones en dictadura no son elecciones, son crimen organizado”.