OPINIÓN

Dictadura y narcodictadura

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

 

Antes de comenzar a leer este artículo, con solo detenerse en el título, cualquier lector podría reaccionar y decir: todas las dictaduras son iguales y terribles. Todas van en contra de las libertades de las personas. Todas destruyen la independencia de los poderes públicos. Todas se concentran en lograr el dominio de toda la sociedad. Todas operan para que la mayor cantidad de poder quede en manos de un sujeto, el dictador.

Al igual que ese hipotético lector, yo también pienso que esas premisas generales son ciertas. Las dictaduras tienen un apetito característico, una base de conductas comunes, un cuerpo de intenciones compartidas, que las vincula unas con otras. Las dictaduras, en principio, son una familia. Como dijo una vez Miguel Otero Silva a comienzos de los años ochenta, cuando era frecuente comparar a Fidel Castro y a Augusto Pinochet, que de izquierda o de derecha, todas las dictaduras “están hechas del mismo barro”.

Por cierto, en ese ejercicio que se repetía a menudo, que si Pinochet o Castro, había algo revelador: la clasificación más inmediata, la que predominaba entre los periodistas y los lectores se reducía a dos tipos de dictadura: de izquierda o derecha. Las tipologías que manejan los especialistas, por ejemplo, la que distingue formas como el autoritarismo, la teocracia, el totalitarismo, la monarquía dictatorial y otras, eran eso: materia de estudiosos y no del periodismo cotidiano.

En 1983 comenzó un período fundamental para comprender el fenómeno de las narcodictaduras en América Latina: Manuel Antonio Noriega se hace jefe absoluto de las fuerzas armadas de Panamá y establece un narcorrégimen que se prolonga hasta la invasión de Estados Unidos a ese país, en 1989. Muchos todavía somos lo que recordamos el asesinato del médico y líder guerrillero Hugo Spadafora, que fue secuestrado, torturado y decapitado en 1985, después de revelar la existencia de vínculos y negocios entre Noriega y el Cartel de Medellín. Ese crimen, cometido con un salvajismo extremo, finalizó con una grotesca acción simbólica: los asesinos desaparecieron la cabeza de Spadafora, por lo que su cuerpo fue enterrado sin ella. El mensaje de Noriega a la sociedad panameña fue inequívoco: el que se interponga en mi camino podría tener el mismo destino.

La historia de cómo el narcotráfico se hizo fuerte en países como México y Colombia, aproximadamente a partir de los años setenta, ha sido documentada en decenas de libros, algunos de ellos el producto de investigaciones admirables. El periodismo, antes que las instituciones, ha relatado cómo en esos dos países, los que eran perseguidos por la ley ―los carteles de narcotraficantes―, pasaron a la ofensiva, secuestrando, matando, extorsionando, corrompiendo, financiando, penetrando el tejido social y las instituciones, hasta lograr, en numerosas ocasiones, someter a políticos, congresistas, jueces y gobernantes.

El análisis de lo ocurrido en Venezuela a partir de 1999, la instauración de un régimen que paulatinamente se fue constituyendo en una narcodictadura, revela que la de Chávez y Maduro, con respecto a sus precedentes, guarda diferencias que merecen ser consideradas.

La primera de ellas es la relación con el patrimonio, la infraestructura y los bienes públicos de la nación. En la narcodictadura subyace una feroz fuerza destructiva que actúa en dos sentidos: una corriente de esa fuerza consiste en destruir lo que ya existía (esta afirmación, me parece, no necesita demostración; basta con observar el estado de las vías y plazas, de las redes de los servicios públicos, el deterioro de hospitales y escuelas, la devastación de los parques nacionales, y más); la otra, tan importante como la anterior, consiste en no hacer obra, no emprender proyectos o, en unos pocos casos en que los arrancan para contar con una excusa para robar, ejecutarlos para que no funcionen, para que fracasen, para que se queden a mitad de camino, inconclusos, inservibles.

Otro rasgo definitorio de la narcodictadura es su condición ladrona. Tengo que insistir en ello: es patológicamente ladrona. Ilimitadamente ladrona. Obsesivamente ladrona. El territorio, sus riquezas, los bienes que otros han acumulado como resultado del trabajo y el esfuerzo, todo es asumido como objetivo del sujeto dictador y de quienes le rodean. En la narcodictadura el país es un botín y el dictador la autoridad que lo reparte. En la narcodictadura, la corrupción se erige como su razón de ser, el motivador de la existencia.

El tercer carácter que quiero anotar aquí es, en realidad, el más sustantivo entre los mencionados: se trata del desprecio por la vida. No me refiero con esto solo a cuestiones como la represión, la tortura, la muerte de presos comunes y presos políticos. Hablo de la mortandad extendida en hospitales, en salas de espera, en acciones de la delincuencia, en pequeñas lanchas de venezolanos que huyen del país y desaparecen en el mar Caribe, en la selva del Darién, en las trochas que atraviesan la región fronteriza con Colombia, en las aguas del río Bravo, arrastrados por deslaves y desbordamientos que ocurren en los lugares donde el gobierno no ha cumplido con su deber preventivo, en todos los estados del territorio.

Y este es un capítulo, el más extenso, doloroso e invisible de todos, que los venezolanos tendremos que abordar, cuando la narcodictadura sea desplazada del poder: el estudio y riguroso registro de las muertes de venezolanos, de todas las edades y condición, producto de la incompetencia, la arrogancia, la omisión, la impunidad, la corrupción, la incapacidad, la violencia del Estado: en suma, repito, el resultado de su absoluto desprecio por la vida.