Es una dictadura que ha hecho uso de la violencia, la represión indiscriminada, el asesinato en las calles de personas indefensas y desarmadas y ha eliminado, en la práctica, el derecho a la protesta, para mantenerse en el poder. Es una dictadura que ha instaurado una gigantesca estructura militar, policial y paramilitar, dedicada a la violación de los derechos humanos –prisión, tortura y muerte–, para mantenerse en el poder. Es una dictadura que, violando la Constitución y el marco legal, se ha apropiado de los poderes públicos y ha destruido la esencia y la confiabilidad del Sistema Judicial, del Sistema Electoral, del Ministerio Público, de la Contraloría General y de la Defensoría del Pueblo, para crear un estatuto de impunidad y mantenerlo en el tiempo. Es una dictadura que ha conducido a los venezolanos a un estado total de indefensión. Es una dictadura que ilegaliza partidos políticos, encarcela a dirigentes sociales, sindicales y políticos, para impedir que la sociedad se organice. Es una dictadura que cierra medios de comunicación, bloquea señales y organiza ataques a los periodistas para liquidar el derecho de informar y de estar informado. Es una dictadura, de eso no hay dudas.
Pero no es solo una dictadura, semejante a tantas otras que han existido en América Latina y en otras partes del planeta. Hay diferencias, algunas sustantivas, que merecen ser comentadas. Empezaré por esto: las dictaduras se cohesionan, alrededor del núcleo del poder. Eso no ocurre en Venezuela. Cada ministerio, empresa estatal, gobernación, alcaldía, instituto o poder público, salvo en el propósito común de robar y aniquilar a la sociedad, actúa como un feudo, desarticulado del resto, en permanente lucha. Hay casi un centenar de tribus que se disputan los contratos, los presupuestos, los cargos, las prebendas y los escasos beneficios a repartir.
La mayoría de estas tribus está asociada a determinadas mafias. Tribus y mafias resultan indistinguibles. Unas pocas de las tribus actúan en ámbitos específicos. Otras son como corporaciones con tentáculos en varios ámbitos. En cada uno de estos negociados –contratos de Pdvsa, del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, de las empresas de la Corporación Venezolana de Guayana, en aduanas de puertos y aeropuertos, en las fronteras, en el contrabando de gasolina, en las distintas operaciones mineras (oro, coltán, diamantes y otros), en la importación de alimentos para los bultos CLAP, en el otorgamiento de divisas, en la unidad de grandes contribuyentes del Seniat, en la Sundde, en el Saime,en Maderas del Orinoco, en la Corporación Canaima, en Cavim, en la administración de las cárceles, en las partidas del Ministerio de Educación, en las importaciones y en toda actividad que pueda representar alguna forma de aprovechamiento o lucro–, hay mafias, que van desde microorganizaciones conformadas por dos o tres delincuentes, hasta estructuras tentaculares, encabezadas por miembros del alto poder civil y militar, que han despedazado y despedazan las finanzas y los bienes de la nación.
Estas dos primeras que he enunciado –falta de cohesión y multiplicidad de mafias– derivan en una tercera: en Venezuela, las estadísticas oficiales han naufragado. Ni el propio régimen tiene datos y proyecciones del desastre que ha causado. Las prácticas de ocultar la información, de distorsionar los números, de imponer nuevas metodologías sin sustento científico y la pérdida de las capacidades profesionales en el sector público, entre otros factores, han desaparecido los números necesarios para el establecimiento de las políticas públicas.
Un cuarto elemento, probablemente el más grave y peligroso de todos: la dictadura no controla el territorio. Hay numerosos enclaves, en todo el país, que no están bajo su control, aunque creamos lo contrario. En realidad, están bajo el control de diversas mafias. El que esas mafias sean aliadas coyunturales no equivale a que detenten el control. Territorios como la costa de Paria, buena parte de los estados Táchira y Barinas, zonas enteras –grandes barriadas– de ciudades como Caracas, Valencia, Maracay, San Cristóbal, Maracaibo, Carúpano, Valle de la Pascua, El Tigre, Puerto Ordaz, Tumeremo, San Fernando de Apure, Machiques, San Felipe, Morón, Puerto Cabello y más, están tomadas, controladas y bajo el poder de bandas paramilitares y narcoguerrillas potentemente armadas, dedicadas a las más diversas actividades delictivas. Ni siquiera las cárceles de presos comunes están bajo su control.
Un quinto elemento, que debe ser mencionado aparte, se refiere a la deriva de cuerpos policiales y de ciertas unidades militares, dedicadas a la delincuencia –extorsión, secuestro, robo, atracos en la vía pública, sicariato y más–, que aprovechan la falta de supervisión y las guerras internas del poder, para crear regiones de impunidad, donde delinquen a su antojo y sin riesgo alguno de castigo.
El sexto elemento, inseparable de los anteriores, es que el núcleo central del poder no sabe en realidad cuál es el destino de los menguados ingresos petroleros. Una parte se sustrae en el alto nivel. Otra parte se distribuye entre ministerios, empresas del Estado, gobernaciones y alcaldías. Todos esos recursos desaparecen, sin que haya control alguno sobre su ejecución y destino. Las finanzas públicas venezolanas, a partir de 1999 y de forma creciente, se han convertido en un gigantesco hueco negro, de proporciones inimaginables.
Así las cosas, llegamos al séptimo elemento: cuestiones clave, en concreto, como el acopio y distribución de alimentos en el país, están en manos de mafias de distinto tamaño, donde militares, miembros de las UBCH, del PSUV, jefes policiales, de los CLAP y otros, se reparten la torta. Las estimaciones más conservadoras señalan que alrededor de 60% del total de lo que importa no llega a sus destinatarios e ingresa en circuitos ilegales de comercio: reventa a precios de escándalo y contrabando, especialmente hacia Colombia.
Un octavo elemento se refiere a la espinosa cuestión de la producción petrolera, en abierto declive, donde se está produciendo un caso que, ahora mismo, está siendo investigado por autoridades de varios países: producción que no se registra y se vende en transacciones opacas a operadores opacos, produciendo grandes beneficios que no van a las arcas públicas sino al bolsillo de mafiosos maduristas.
El noveno elemento de este reparto del territorio venezolano en mafias se está produciendo en empresas, fincas y agroindustrias expropiadas, en hoteles e instalaciones turísticas, en organismos de transporte público –como los metros–, entidades que han sido literalmente saqueadas y canibalizadas, hasta conducirlas a condiciones de parálisis e inoperatividad.
Un décimo factor, fundamental y que requeriría del análisis de expertos en ciencias de la conducta, es la cantidad de psicóticos que convergen en el régimen. Desde los tiempos de Stalin no se había producido una confluencia semejante: violentos, torturadores, extravagantes que protagonizan constante episodios del «me da la gana», cínicos, mentirosos patógenos, delincuentes y corruptos de ambición ilimitada. ¿Alguna vez se había visto un poder que reúne a sujetos como Chávez, Cabello, Maduro, los Rodríguez, Varela, Padrino López, González López, Hernández Dala, Benavides, Lacava, Bernal, Maikel Moreno, Rodríguez Chacín, Vladimir Lugo, Pedro Carvajalino, Mario Silva, García Carneiro e innumerables otros? ¿Es posible omitir que, en el caso de la dictadura venezolana y su proyección pública, hay un signo de demencia, cada vez más poderoso, evidente y extendido?