Como venezolano, me duele y me avergüenza que mi país esté sujeto a sanciones internacionales y que aquellos que usurpan y gestionan mal el poder sean objeto de órdenes de captura por involucrarse en el tráfico de cocaína, y que estén siendo investigados por la Corte Penal Internacional por cometer crímenes de lesa humanidad de manera sistemática.
Me duele aún más que casi 8 millones de mis compatriotas hayan tenido que abandonar el país por miedo, falta de oportunidades o pérdida de fe en su futuro. Yo salí en el año 2000 por otras razones, pero desde 2013 no he podido regresar; no me renovaron el pasaporte y me impusieron no una, sino dos prohibiciones de entrada y salida del país, cada una por 200 años.
Lamento que un país que exportó democracia y dio esperanza a muchos que luchaban por ella en sus propias naciones, hoy sea socio e imitador de las más descaradas y viles autocracias.
Lamento que, habiendo nacido solo dos meses después del 23 de enero de 1958, hoy vea a mi país lejos de ser libre y mucho menos democrático.
Sobre todo, lamento que ante una realidad y un diagnóstico tan evidentes, haya una mini minoria que se dice opositora trabajando día y noche para normalizar y acomodarse a vivir con quienes son, sin duda alguna, criminales impenitentes.
Qué bajo hemos caído como país. Qué lejos estamos de los ideales y de la epopeya de Bolívar, o de aquellos que, a partir de 1958, inculcaron normas y prácticas democráticas.
Enfrentar a mafias arraigadas, dispuestas a hacer lo que sea para no perder la impunidad que les garantiza el poder, no es un juego fácil ni con éxito garantizado. Pero colaborar con ellas, exigir que se les trate con clemencia y minar el camino de quienes sí están dispuestos a enfrentarlas es de una bajeza y cobardía indescriptibles.
El problema de Venezuela no son las sanciones, y mucho menos las acusaciones e investigaciones bien fundamentadas. El problema es acostumbrarnos a vivir bajo el yugo de una casta criminal y señalar con el dedo acusador a quienes buscan ayudarnos a luchar contra ellos o a quienes simplemente cumplen con las tareas que les exige su mandato legal.
Proteger y normalizar a quienes ni por un instante consideran dejar de abusar del poder, cesar la represión o desmantelar estructuras criminales es una vergüenza y una traición a valores y principios que, al menos yo, no pienso ignorar o abandonar. Lo que sí celebro es que no todos en Venezuela están dispuestos a rendirse ante una dictadura, ni mucho menos buscar argumentos para eximirlos de sus muchas culpas.
Las sanciones deben dejar de ser necesarias. Nuestros «gobernantes» no pueden seguir siendo criminales buscados por la justicia internacional. Nuestras élites no pueden ser cofradías de apologistas y colaboracionistas. Por más dura que sea la lucha, debemos guiarnos por principios, saber a quién seguir y ser valientes para forjar un futuro digno para quienes se quedaron y para quienes se fueron y anhelan volver.
@pburelli
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