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Dice Mafalda (a pesar de no ser politóloga)

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Por estos días se hace casi obligatorio escribir sobre la pandemia. No son pocos ni menores los desacomodos que ha suscitado en el planeta el esparcimiento del bichito, parido en China, según parece, puesto que las versiones sobre este punto y otros muchos son diferentes y hasta contradictorias, no en balde dicen los entendidos que la Sociedad del Conocimiento es al mismo tiempo (y no se trata de una paradoja) la Sociedad de la Desinformación y hasta la Sociedad de la Ignorancia.

No obstante lo anterior, dadas las repercusiones e importantes conjeturas que plantea el coronavirus para los terrícolas, en esta ocasión pretendo escribir sobre la crisis política venezolana, a propósito de los acontecimientos ocurridos hace poco más de una semana, los cuales demuestran que ningún virus, por más dañino que parezca, es capaz de atenuar la pugna política nacional.

El país roto 

Desde ya hace demasiado tiempo, pero sobre todo en los últimos seis años, nuestra sociedad se encuentra mal casi que por donde se la mire, según lo dejan ver numerosos estudios, pero sobre todo la vida de sus habitantes, marcada por la precariedad en todos los escenarios por los que transcurre su día a día en este país roto, conforme a la imagen que, me parece, mejor le calza para describirlo.

Como suele decirse, la crisis política es la madre de todas las crisis. Su último episodio lo constituye la extraña aventura del Gedeón, intentada, según se cuenta –las versiones se multiplican, obviamente– por grupos asociados a sectores de oposición, incluyendo la participación extranjera (tómese en cuenta que el caso venezolano tiene su lugar en la geopolítica mundial), con el propósito de desalojar de Miraflores a Nicolás Maduro.

Es esta una prueba más de que una buena parte del liderazgo nacional, de uno y otro bando (con las excepciones del caso, afortunadamente), considera que vale resolver el conflicto de cualquier modo, dado que lo plantean exclusivamente en términos en una lucha por el poder, en la que las ideas y propuestas son lo de menos y nada importa que los platos rotos del deterioro social los pague la gente de a pie.

Hace rato que el proyecto chavista se desfiguró desde el punto de vista político, defraudando la esperanza que representó en sus inicios, hace dos décadas, en virtud de una gestión muy distinta de lo que ofreció el candidato Hugo Chávez.  Actualmente no cuenta con mensajes ni propósitos verosímiles y escasamente dispone de una épica mustia, desmentida casi siempre por la terquedad de los hechos, conforme diría Lenin. Su gestión se ha ido pareciendo en distintos aspectos al viejo socialismo real, con injertos provenientes de un capitalismo más bien salvaje, según lo muestra, por citar solo un ejemplo, la explotación del Arco Minero. Su visión de las cosas obedece al más crudo pragmatismo, bajo la fórmula del “conforme vaya viniendo vamos viendo” y en función de intereses grupales y personales, cosa que hace en clave autoritaria, las más de las veces sin siquiera tomar la precaución del disimulo.  En fin, la sensación que deja en los ciudadanos es la de un gobierno que se mantiene en el poder gobernando hacia ninguna parte.

Por otro lado, los sectores de oposición evidencian no tener una buena lectura de lo que ocurre en el país y en consecuencia, adolecen de una narrativa que explique lo que pasa en la calle y en los hogares de toda la gente y le marque un rumbo de hacia dónde quiere ir este país herido por tantas circunstancias.  Por otro lado, muestran grietas internas inexplicables que dificultan llegar a posiciones y estrategias comunes, lo que ha impedido, obviamente, capitalizar el inmenso rechazo existente contra Maduro. Su dirigencia olvida que, como bien lo señalaba el recordado Pedro Nikken, poco antes de su fallecimiento: “Las victorias que la oposición democrática venezolana ha logrado conquistar han sido todas por la vía electoral. Las derrotas más severas se han producido cuando la oposición se ha apartado de ella. Son esas derrotas las que más han contribuido a afianzar un régimen como el que estamos sufriendo”.  En suma, el mencionado evento del Gedeón pareciera reiterar que “todas las opciones están sobre la mesa y también debajo de la mesa” y se le cargan a su cuenta, aunque queden aún muchas cosas por explicar en lo que en buena medida luce como un jeroglífico.

En un artículo publicado hace poco en la revista SIC, el jesuita Alfredo Infante señala que “Venezuela naufraga entre poderes ciegos. El ejercicio político se desconectó de la realidad y cuando creemos que hemos llegado al fondo aparecen nuevas estupideces y torpezas políticas que nos hunden más”. Me luce que tiene razón.

El resultado de todo lo anterior es, entonces, un país descreído y el surgimiento de la antipolítica como política. En otras palabras, estamos abriendo la puerta para intentar desenredar nuestros problemas mediante una vía no democrática, por lo general, violenta.

Diálogo (y elecciones)

Según revela la historia, contada por los politólogos, al final de casi todos los conflictos políticos siempre hay un diálogo que en algún momento conduce a unas elecciones. Lo conveniente es, añaden, hacerlo pronto, pues los costos serán más bajos y, lo más importante, menor la pérdida de vidas humanas.

La política, cierto, es la lucha por el poder y alude a la manera de obtenerlo, pero no es solo eso.  En el contexto democrático es, más que nada, el arte de armar los compromisos básicos necesarios para darle un sentido de dirección a la sociedad y procurar el bien común. Es la vía para digerir las discrepancias, impidiendo que vayan más allá del mero forcejeo y sin que generen procesos que perturben la convivencia colectiva. Supone, en fin, el respeto por la pluralidad y la disidencia y es el mecanismo que hace más previsible y confiable la vida social, el que le reduce los sobresaltos, aceita la normalidad de cada día y pone árnica en las disputas propiciando las soluciones pacíficas.

Así las cosas, el fracaso en el diálogo es una derrota para todos. No hay otro invento a la vista para coser la vida nacional. Se suele decir que ningún país se destruye, pero como escribió alguna vez el intelectual mexicano Carlos Monsiváis, a las generaciones que lo habitan sí se las puede llevar la chingada.

Dialogar, pues, a partir, sobre todo de la consideración del drama que vive la mayoría de los venezolanos, que, como apunté, habita en un país incierto y cada vez más violento (basta que miremos la mala señal que despunta en lo que está ocurriendo en Petare). Es en su nombre por lo que hay que resolver la crisis (y perdón por la perogrullada). Soy consciente de que la experiencia nacional en materia de diálogo ha sido repetidamente frustrante. Pero lo mejor que podemos hacer es insistir, cuidar la convicción de que el camino es por ahí. Creer que sí se puede. En este marco, soy de la idea de que, como lo ha escrito el filósofo español Daniel Innerarity, el optimismo no es una opción, sino una obligación moral.

Pensado en términos colectivos, el optimismo va ligado a la fe en la política como instrumento para juntarnos, pactar y multiplicar nuestras fuerzas. Para volver a pensar en el futuro, que se nos perdió hace tiempo porque Venezuela se nos volvió pura coyuntura, mera cotidianidad con adornitos originados en un discurso mentiroso y desfasado. Somos una sociedad que no tiene cómo mirar más allá del lunes que viene. Que carece, en fin, de un libreto viable y acordado acerca de su destino en el mediano y largo plazo.

Opinan Quino y Mafalda

Mientras el país se cocina en su propio conflicto, el siglo XXI sigue obrando por su cuenta, asomando, sin preguntarnos, los códigos que explican y orientan la evolución del mundo, dejando ver radicales transformaciones tecnocientíficas que aluden a los cimientos mismos sobre los que se asienta la vida de los seres humanos, traduciéndose en enormes desafíos desde el punto de vista político, económico, cultural, social, ético. Frente a ellos Venezuela no encara otra opción, insisto, que represente algo distinto a desenvolverse en clave urgencia, como si el control de la inflación representara un mejor porvenir, dejando para quién sabe cuándo la tarea de construir, conforme a los signos de la época –tan marcada por la denominada Cuarta Revolución Industrial–, una mirada compartida en la que todos encuentren su sitio y tengan la ocasión de poder vivir en una sociedad que no parezca calle ciega, sino horizonte.

No sé si exagero, pero me parece que el país se encuentra plantado ante el futuro mirando hacia atrás. Quino, el padre de Mafalda, diría que, de este modo, seguimos construyendo la destrucción del futuro. Y estoy seguro de que la propia Mafalda se vería en la necesidad de recordarnos que el futuro queda hacia adelante.

 

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