Para mí todo comenzó camino a Parramatta, cuando el promotor de la gira, un gran amigo y que estaba sentado a mi lado en la van, me comenta que lo más probable era que el show que íbamos a ofrecer se cancelara porque el epicentro del brote del coronavirus estaba justo ahí, en el centro de Parramatta.
El show se llevaría a cabo en un gran parque al aire libre de la que es una de las comunidades más diversas de Sydney. El acceso era gratuito y se esperaban miles de personas. Iba a ser el último de nuestra gira australiana y el séptimo en una agenda de 40 que teníamos programados para el primer semestre de 2020 en Australia, Estados Unidos, Colombia y México.
En las siguientes horas comenzaron a cancelarse el resto de los conciertos, fueron cayéndose uno a uno como si estuviesen en una gran fila de piezas de dominó. Tres meses de trabajo se desvanecieron en menos de 24 horas. La última vez que paramos por tanto tiempo fue cuando dos miembros de la banda decidieron retirarse, por lo que en ese momento decidimos voluntariamente tomarnos tres meses para lamernos las heridas y repensar un poco las cosas hacia el futuro. Pero esta vez no era voluntario, era por una causa ajena y que nos tomaba totalmente desprevenidos. Los ánimos estaban por el piso y la incertidumbre por el cielo, pero aun así nos quedaban tres días libres en Parramatta. El promotor nos sugirió que dado que el epicentro del brote era justo ahí, lo mejor sería que pasásemos la mayor parte del tiempo de nuestra estadía fuera de la zona. Al día siguiente, entonces, acordamos aceptar la invitación a un brunch en un restaurante venezolano en Sydney y comenzar a turistear como se debe: Teatro de la Ópera, Darling Harbour, Museo de Arte Contemporáneo, etc.
Para ese momento Tom Hanks, quien se encontraba en Australia en esos días, ya había anunciado a todos los medios que tenía el coronavirus, lo cual comenzó la carrera del “quién es quién” de celebridades anunciando el padecimiento de la nueva enfermedad. La incertidumbre que ya estaba por el cielo seguía creciendo de manera exponencial, tal como si obedeciese a la taza de contagio. Sin embargo, a pesar de ello, mi viaje a Australia no podía acabarse sin visitar mi lugar favorito en Sydney: Bondi Beach, una de las urbanizaciones con más onda de esa ciudad, con una playa espectacular que surfistas y tomadores de sol comparten por igual y en frente de ella un oasis, The Bucket List, el típico restaurante de playa pero con un gran ambiente y música increíble. Estar sentado en ese lugar escuchando buena música y frente a esa playa acompañado de una gran cerveza me hacía sentir como la persona más exitosa del planeta en ese momento.
Como mi próstata ya no aguanta como antes, después de la segunda cerveza tuve necesariamente que ir al baño y pasar por delante de la cabina del DJ, donde pude notar por su hablar que era de España. Ya le había “Shazameado” varias canciones durante mi estadía en el lugar, pero cuando colocó “We Got The Funk” de Positive Force tuve que acercarme –¡Oye! ¡Tu música está increíble!–, con lo cual comenzamos una conversación muy amena. Por esas cosas inesperadas de la vida, el DJ resultó ser fan de Los Amigos Invisibles, lo cual sirvió para que me invitara a una fiesta que sucedería en ese mismo lugar un par de horas más tarde y que según él era una de las fiestas “más chic” de Sydney –¡Bingo!
En vista de que la fiesta comenzaba en dos horas aproveché de hacer mi caminata favorita por Sydney, un recorrido que va sobre un risco desde Bondi Beach hasta Bronte Beach, ida y vuelta. Noto que llegando al final del tramo se forma un arcoíris completo de 180 grados, ¿cómo no interpretar eso como una gran señal? Al llegar de regreso al restaurante, ahora club, encuentro una fila muy larga, pero siguiendo el consejo del DJ me acerqué a la puerta y entré como perro por mi casa. A partir de ahí presencié una de las mejores fiestas en las que he estado en mucho tiempo. Música increíble, gente hermosa, disfraces, cotillón y ante nada, muchísima energía, parecía casi como que si el mundo se fuese a acabar. La fiesta comenzó temprano y terminó temprano, por lo que con todo y tomándome el tren de hora y media a Parramatta llegué apenas a las 12:00 de la medianoche al hotel, lo cual significaba que en Ciudad de México eran apenas las 8:00 am, por lo que decidí llamar a mi esposa. Durante la llamada ella me comenta que, con todo esto del virus, yo debería llegar a Ciudad de México y hacer mi respectiva cuarentena en otro lugar fuera de la casa, a lo cual yo me negué rotundamente. Alegué que estaba exacerbando la situación, que no había manera de que fuera a tener tanta mala suerte.
Después de 25 horas de viaje, el 16 de marzo en la tarde llegué a la CDMX (como le llaman acá). Tanto mi vuelo como los aeropuertos estaban llenos de gente que literalmente quería escapar de los lugares que estaban visitando para llegar a sus casas a la brevedad, los cierres de frontera estaban apenas comenzando. Al llegar a casa abracé a mi esposa y le dije: «Tranquila, no va a pasar nada».
Los siguientes días, a pesar del jet lag, consistieron en descansar y sentarme con mi esposa a contarle las historias del viaje; al final, exceptuando el show de Parramatta, la gira había sido un éxito total. Luego vinieron los días de enterarme sobre el virus, sobre lo grave de la situación y sobre lo irresponsable que había sido con el tema de la cuarentena sugerida. La caída de las bolsas, esperar con ansias cómo serían las ayudas económicas del gobierno, todo se tornó bastante estresante. Me van a perdonar las personas que se quejaban de lo que yo empezaba a catalogar como un “banal aburrimiento”, pero me parecía que no habían entendido nada todavía, esto era grave e iba para rato. Es en esa secuencia de pensamientos que me llega un mensaje de Whatsapp de nuestro promotor en Australia: «Alerta panita, ha salido en las noticias de Sydney que hubo un brote de covid-19 en la fiesta en la que estuviste en The Bucket List, toma precauciones».
La sangre se me subió, o se me bajó, la verdad no sé, solo sé que el corazón me empezó a palpitar a mil por hora mientras veía a mi esposa sentada al lado mío, agarrándome la mano mientras mirábamos la tele. Me disculpé para ir al baño para poder leer los links de las noticas que me habían enviado y no importaba cuántas veces las leía, la conclusión era siempre la misma: primero muerto, pero mi esposa jamás se enteraría de esto.
Los siguientes días de la cuarentena continuaron con una mezcla de paranoia y alejamiento de mi mujer. Si amanecía con la nariz tapada por el frío, si me dolía la cabeza por leer con poca luz, si estornudaba por el polen que deja nuestro árbol en el jardín, todo era coronavirus. Incluso, una vez entré a la cocina y me topé con una sensación de algo imperceptible en el aire que me hizo toser mucho y quedarme sin aire, ese día pensé que mi farsa ya había acabado, hasta que me enteré que minutos antes mi esposa había cocinado unos chiles habaneros (una suerte de ají muy picante) cuyos vapores continuaban en el aire. Ya no sabía si el jet lag me causaba el insomnio o si el insomnio me causaba el jet lag, independientemente de que eso tenga algún tipo de sentido. Eran días extraños.
El tiempo de incubación del coronavirus puede durar hasta 14 días, por lo que no fue sino hasta el mismísimo decimocuarto día que llegué de Sydney que pude dormir tranquilo, con la certeza de no haberlo contraído y de no habérselo contagiado ni a mi esposa ni a nadie. A muchos, sobre todo a los que vivimos de una industria que depende de grandes conglomeraciones de gente, nos ha pegado bastante la situación laboral y nos ha costado entender la real profundidad del asunto; pero ahí vamos, poco a poco, amoldándonos y aportando nuestro granito de arena para que todo pase pronto y con el menor daño posible a nuestras sociedades. Al final, todos tenemos que ser pacientes para no convertirnos en pacientes.
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