Joe Biden fue certificado como 46º presidente de Estados Unidos “entre gallos y medianoche”, en sentido estricto, lo que no puede pasar inadvertido para ningún venezolano, por la fuerte connotación que se atribuye en este país a los eventos que ocurren en esa circunstancia.
El contexto no puede ser más sugestivo: el presidente Trump habría ganado las elecciones del 3 de noviembre en forma abrumadora y alegado que le están robando su triunfo en una no menos avasallante operación de fraude electoral masivo, con la cobertura de los medios de comunicación que le son desaforadamente adversos.
No hay que probar la parcialidad de los medios a los que se aplica el viejo adagio “lo que es evidente no requiere demostración”; pero no hay ni uno solo de ellos que mencione la palabra “fraude” o los alegatos del presidente y sus seguidores sin añadir de inmediato que estos se hacen “sin pruebas”, que son acusaciones infundadas, con lo cual no se limitan a informar sino que juzgan y condenan.
Se ha repetido mil veces y hay que seguir repitiendo que esto es montar un atropello sobre otro, porque el principio más elemental del Derecho reza que las personas deben ser escuchadas y sus reclamos justos deben ser atendidos; lo contrario, abre el camino a las vías de hecho. Por esto califican de “incitación a la violencia” cualquier alegato de fraude.
Tampoco es necesario probar la censura en los medios, no solo contra el presidente Trump sino contra millones de sus seguidores, porque esta es rampante y descarada. En principio, la verdad se revela a sí misma de forma irresistible, por esto, el motivo de la censura es que la mentira no puede competir limpiamente con ella.
Hay que preguntarles a los venezolanos que niegan el fraude en Estados Unidos y se unen al coro que clama por las pruebas, si ellos saben, conocen y les consta que en Venezuela se haya perpetrado alguna vez un fraude electoral en lo que va de siglo. Si es así, ¿cómo lo saben? ¿Dónde están las pruebas?
Ocurre que la retahíla de evidencias colectadas aquí son coincidencialmente las mismas presentadas allá, más la decisiva intervención del voto por correo, masificado por el temor al virus chino, lo que hace inexplicable el acto de presencia en manifestaciones exigiendo que se cuente hasta el último de estos votos en ausencia.
Pero las pruebas pueden ser no admitidas, desestimadas, insuficientes, al punto que no se pueda demostrar ni siquiera que el mundo exista. El comunista italiano Antonio Gramsci, que vuelve a estar en boga, decía que “el público en general ni siquiera cree que pueda haber un problema semejante al de si existe objetivamente el mundo exterior; sólo hay que plantear la cuestión en estos términos para suscitar un ataque irreprimible de risa”.
Immanuel Kant considera que la falta de una prueba contundente de “la existencia de las cosas fuera de nosotros” es el “escándalo de la filosofía” y el terreno abonado para el escepticismo. Martín Heidegger, filósofo nacionalsocialista, que comenta esta tesis de Kant, dice que más bien el “escándalo de la filosofía” es el hecho de que “se esperen y se intenten sin cesar semejantes pruebas”.
Las pruebas que se presentan en los tribunales son estrictamente convencionales, sean documentos, testimonios o experticias; por su parte los medios de comunicación no tienen atribuciones ni competencia para exigir pruebas. Deben limitarse a mostrar los hechos y declaraciones que sean noticiosos y nada más, sin juzgar, por esto la conducta que tienen es criminal, porque se burlan impunemente de la fe pública.
El fraude no es contra un presidente derrocado, el verdadero agraviado es el electorado, 75 millones que votaron por él pero también los demás, que tienen derecho a un sistema justo, transparente y confiable. Visto que en los Estados occidentales el principio de legitimidad del gobierno se basa en elecciones populares, el ataque enemigo contra estos se dirige muy atinadamente contra el sistema electoral. Si este pierde credibilidad, se tambalea el edificio.
En los países de Europa del Este después de la II Guerra Mundial los partidos comunistas impusieron su dominio exclusivo mediante elecciones caracterizadas por el fraude y la violencia, bajo el amparo de la URSS, con un esquema que vemos reproducido en Iberoamérica y Estados Unidos, con variaciones que combinan distintas formas de lucha, articulando disturbios callejeros, guerrilla urbana con participación electoral y una propaganda insidiosa.
La supuesta toma del Capitolio es una acción de manual (capítulo dedicado al agente provocador) en que se ven claramente todos estos elementos, dándose la mano dirigentes de partido, funcionarios corruptos, elementos insurgentes y los altoparlantes de los medios, que todos, unánimemente, sin exigir pruebas, culparon al presidente Trump, aunque es imposible establecer el móvil, en qué lo podía beneficiar una acción de esta naturaleza.
“Dime a quién favorece el hecho y te diré quién la realizó” es una frase que en Venezuela popularizó José Vicente Rangel, no la derecha, y desde que los nacionalsocialistas incendiaron el Reichstag para acusar de ello a sus enemigos políticos, los socialistas han actuado siempre de la misma manera: culpan a otros de lo que ellos hacen.
Joe Biden, que a veces deja escapar la verdad por error o inadvertencia, como cuando confesó haber montado el mayor fraude electoral de la historia, atinó a decir que se estaba produciendo un asalto a las instituciones, algo rigurosamente cierto, porque ellos lo estaban perpetrando. Un acto dramático como la toma de La Bastilla, el asalto al Palacio de Invierno o al cuartel Moncada, que tiene el impacto simbólico que requiere toda revolución.
Lo original de la revolución americana es que se realiza mientras los revolucionarios niegan que la estén realizando, en un caso extraordinario de contra lenguaje, porque a la vez que subvierten el orden los conjurados se presentan a sí mismos como si ellos fueran los mayores defensores del establishment. Pero, ¿cómo hacer compatible el ataque al racismo sistémico de las instituciones americanas con la defensa de “nuestras” instituciones?
El problema es que la farsa no puede prolongarse, como decía Abraham Lincoln, fundador del Partido Republicano: “Se puede engañar a todo el mundo algún tiempo, a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo”.
Los socialdemócratas eliminaron la elección indirecta del presidente de la República prevista en la Constitución para imponer de facto la elección directa, tomaron por asalto al Poder Ejecutivo mediante la violencia y el fraude, tienen la Cámara de Representantes y el Senado, pretenden ampliar el número de Magistrados de la Corte Suprema para, con los tres poderes, adelantar su agenda globalista.
Aborto, esterilización, eutanasia, “matrimonio” genérico, uso de drogas, internacionalismo, serán la Ley de la Tierra, con lo que remozan, una vez más, las viejas consignas revolucionarias de abolir “Dios, familia y propiedad”, hasta la misma idea de nación. El terror, censura, persecución, proscripción de quienes no se arrodillen ante el Nuevo Orden y repitan la verdad oficial es el orden del día.
Los supersabios del Valle del Silicón y de la Universidad de Harvard se proponen salvar al mundo, paradójicamente, con el exterminio de la mitad de su población, al menos en esta primera etapa, porque la humanidad, más allá de toda duda, está depredando al planeta.
Los nuevos reyes de la élite global vienen cargados de regalos, bienes y servicios supuestamente gratuitos, filántropos omniscientes y omnipotentes.
Quienes matan a Dios tienen su condena: erigirse ellos mismos en dioses.
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