He dicho en estas notas que el chavismo y su dictadura no es un paréntesis. Con ello aludo a que Venezuela no es el mismo país que era antes de 1998. Algunos afirman que tampoco es el mismo desde 1989, cuando se produjo el Caracazo o desde 1992, cuando Chávez trató de dar un golpe de Estado contra la democracia. En todo caso, estamos frente a un país diferente.
Aunque el país es diferente, los actores en el poder y los que se oponen se mueven dentro de la concepción instrumental de la política.
En el chavismo, con Chávez a la cabeza y hoy con Maduro, se hizo y se hace política igualando la política con el Estado y este con el poder. Es una verdadera paradoja que quienes hablaran de participación protagónica convirtieran a los sujetos de su narrativa en meros objetos de cálculo que fueron manipulados y manejados como “masa de maniobra”.
En efecto, el Estado se ha convertido en el chavismo, asumido como mero aparato, en la única instancia desde donde se hace política lo que significa una cancelación de la misma, aunque se alimente la narrativa de la tan cacareada democracia participativa y protagónica, pero ya se hizo norma en su narrativa que todos aquellos que hacen política, fuera de la gramática y narrativa chavista son tildados de vendepatria, lacayos del imperio y del fascismo. Meros delincuentes sociales, que pueden ser suprimidos, bien sea con cárcel y hasta con la muerte.
Por supuesto el desiderátum de tal paradigma, si esa expresión cabe aquí, ha sido la sacralización del principio político chavista como verdad absoluta, de tal manera, que el chavismo configuró inicialmente un modelo de gobernar y creó un orden con una profunda carga religiosa y como toda dictadura hizo aparecer su manera de gobernar, retóricamente, una «cruzada de salvación», en consecuencia se materializó una valoración absoluta del mesianismo que de pro si no era un valor nuevo en la cultura política venezolana.
Claro eso no fue un fenómeno solamente venezolano en sus inicios y no lo es tampoco hoy, la versión de Trump se le asemeja bastante y el giro del continente hacia la izquierda mas radical hablan bastante que el fenómeno se ha generalizado, a pesar de la secularización que, parecía, caracterizar el espíritu de época a finales del siglo XX y comienzos del XXI.
El caso es que en medio de la crisis abierta con la crisis de la democracia en la década de los 80 y 90, el chavismo se hizo cargo de las demandas de orden que la sociedad hizo, pero lejos de resolver los problemas que emergieron y que se agudizaron con el desvanecimientos de las certezas básicas que se habían construido durante cuarenta años, el modelo chavista, por el contrario, instaló al país en el reino de la incertidumbre y sobre ello cabalgamos hoy.
Por su parte la oposición, en sus dos versiones, se maneja con un paradigma similar, donde se confunde Estado, poder y política, aún la versión de la tendencia que subraya la importancia electoral se asume que el único espacio para hacer política es el partido político, dejando de lado a las organizaciones de la sociedad civil. Al señalar este planteamiento se menosprecia la incidencia cada vez mayor de nuevas maneras de hacer política, nuevos protagonismos y nuevas narrativas que han emergido producto de la transformación de la cultura política que ha surgido en las dos últimas décadas
La oposición que plantea que las elecciones son la vía fallida para el cambio político asume que la única forma de producir el cambio es desorganizar al Estado (gobierno) desde afuera a través de la utilización de mecanismos de fuerza, bien sea a través de la intervención extranjera o del golpe de Estado por medio de sectores “institucionales de la Fuerzas Armadas”.
Obviamente esta ultima manera de hacer política se hace sobre la base de valores y compromisos de naturaleza ético- religiosos tan intransigentes como en las que se basa el orden chavista con una narrativa igualmente redentorista que lo que hace es “sobrecargar la política de expectativas descomedidas”.
La enseñanza del proceso vivido en Barinas nos lleva a pensar la política en términos realistas, esto es, (y aquí estoy parafraseando a Norbert Lechner), replantear la política como «arte de lo posible», en una visión de la política que se opone a lo imposible: esto significa no repetir un pasado que ya no luce factible de ser materializado.
Barinas y su proceso del domingo 9 de enero significó la posible aparición de una sensibilidad nueva por la democracia real y, por una revalorización de las instituciones y los procedimientos, o sea, de las maneras de hacer política en situaciones de crisis abiertas de las formas autoritarias de poder que se esfuerzan por mantenerse en el poder por encima de sus ciudadanos.
Hacer política, recuperar la política abriéndose a paso al reconocimiento de las diferencias e invocando acuerdos duraderos para un orden durable que liquide, no solo esta dictadura sino la dictadura.