OPINIÓN

Desobediencia civil y la presencia del pasado

por Ernesto Andrés Fuenmayor Ernesto Andrés Fuenmayor

Dijo Eduardo Galeano: “La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás, por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será”. Las turbulencias vividas en distintos países latinoamericanos las últimas semanas han desorientado a ese profeta, cambiando su rumbo.

Una constelación de problemas ha salido a la superficie, y aunque los sucesos en Chile, Ecuador, Perú, Bolivia y Haití difieren en mucho, tienen dos grandes cosas en común: dejan en evidencia la inmensa presencia del pasado, con sus aflicciones institucionales; y además demuestran cómo la desobediencia civil puede ser efectivamente utilizada para modificar el rumbo de un país. Vayamos por partes.

Chilenos y ecuatorianos han vivido en carne propia el carácter explosivo de una sociedad económicamente desigual. Nadie va a creer que las protestas estén motivadas únicamente por un aumento de precio en un servicio público o en la gasolina, está claro que son producto de la frustración acumulada que la precariedad financiera causa en grandes sectores de la población.

El más fascinante ejemplo es Chile, pues allí se puede observar cómo el crecimiento económico y la reducción de la pobreza no necesariamente se traducen en menores índices de desigualdad social. Los números son elocuentes: en 2017 el 1% más rico del país acumuló 26,5% del capital, mientras que 50% de los habitantes con bajos ingresos dio a parar solo con el 2,1%. Las protestas en Chile podrían verse como el grito de una población que se sabe en camino al primer mundo, pero que intuye la presencia de problemas sistemáticos que deben ser solventados para que el bienestar se generalice.

Esta terrible distribución de las riquezas es quizás la más negativa de las herencias coloniales, ya que se hace presente presente a lo largo de toda la región. Se perpetúa a sí misma a partir de la acumulación, lo cual ha sido la chispa que ha encendido los fuegos revolucionarios que tantos estragos han causado en América Latina. Y aunque algunas revoluciones han sido positivas y hasta necesarias, su existencia es el síntoma de un mal que durante siglos ha entorpecido el avance de estos países. El bajo poder adquisitivo de los chilenos, por ejemplo, con frecuencia los lleva a endeudarse para poder acceder a servicios básicos de calidad como la salud o la educación. Similarmente, el plan de austeridad planteado en Ecuador significaba un golpe al bolsillo que grandes sectores del país, sólidamente organizados, no pudieron aceptar.

Por razones diferentes a estas se dieron las protestas en Perú, Bolivia y Haití. Más que la desigualdad social, allá el detonante fue una fragilidad institucional en la que la falta de transparencia (en el caso de Bolivia y Haití) y la ineficacia para llegar a un consenso (Perú) pusieron al orden republicano en jaque. Una vez más, la presencia del pasado no se puede ignorar. Evo Morales es el vivo ejemplo del caudillo populista que se cree a sí mismo por encima del orden constitucional y por lo tanto justifica el cambio del mismo a partir de sus ideas. Como tantos otros antes de él, entiende la carta magna como una especie de traje a la medida que puede modificar según le convenga. Esta vez la respuesta popular cumplió su objetivo y Morales es historia.

En Perú, la discordia entre poderes llevó a la disolución del Congreso, una vieja tradición latinoamericana. Iniciada en tiempos de liberales y conservadores, esta tendencia tuvo sus ejemplos más célebres en Bordaberry y Fujimori el siglo pasado, y todos recordarán el traspiés dictatorial de Nicolás Maduro en 2017, cuando creó un poder alternativo a la legítima Asamblea Nacional.

Nos queda Haití, el primer país latinoamericano en conseguir la independencia y el que menos tiempos fértiles ha visto desde entonces. Febrero marcó el inicio de manifestaciones populares debido a los altos índices de corrupción, aunque puntualmente por un caso en el que altos funcionarios del gobierno dieron mal uso a un préstamo billonario de Petrocaribe. Los últimos meses miles de personas han exigido la renuncia del presidente Jovenel Moïse, con un saldo de decenas de muertos.

Desde la compra de títulos y altos puestos en tiempos coloniales, hasta el actual escándalo Odebrecht, históricamente se puede hablar de la corrupción como una constante institucional en América Latina. Entender el poder político como un medio para acceder al poder económico ha sido una de las mayores fallas morales observables entre los líderes de estos países. La venta de influencias y contratos ha sido un fenómeno frecuente entre estos y empresarios que, similarmente, ven en su capital la posibilidad de acceder al poder político. Es un proceso de retroalimentación que se ha convertido en hábito, en status quo, debido a su repetición a través de los siglos. Lo que antes hacían los hacendados con la corona, actualmente lo hacen estos señores encorbatados. ¿Cómo no va a ser comprensible que las calles ardan en Haití, uno de los países más pobres y desiguales del planeta, cuando sumas milmillonarias desaparecen sin responsables?

Así que hay paralelos históricos en todos los casos mencionados. Vayamos al otro punto que los disturbios en la región tienen en común: el uso de la desobediencia civil. Este es un concepto que nace alrededor de 1849, en un ensayo del escritor norteamericano Henry David Thoreau, quien se negase a pagar impuestos a un Estado esclavista. Para él, la desobediencia civil debía justificarse a sí misma a partir de la razón y la moral. El desarrollo social y de conciencia debían ser sus objetivos. En consecuencia, el Estado tenía que promover ambos, y al no hacerlo, la desobediencia estaría justificada.

A partir del estruendoso cúmulo de las individualidades, el desorden cívico debería servir como un llamado de alerta a las autoridades. Justamente esto ocurrió en los cinco países mencionados, aunque con menor o mayor profundidad. En Perú la escala del conflicto permitió una rápida solución a corto plazo. Entre los ecuatorianos las protestas se dieron a nivel nacional y, gracias a la efectividad organizacional de la resistencia, el gobierno tuvo que derogar las medidas impuestas. Similarmente, el caos generalizado en Chile ha llevado a la reconsideración ejecutiva de diversas políticas públicas, con lo cual, en el mejor de los casos, el Estado de Bienestar se priorizará.

En Bolivia podemos ver la efectividad de un levantamiento que logró mantenerse constante y organizado. La presión popular llevó a que las autoridades internacionales competentes intensificaran las investigaciones, y ese mismo clamor interno provocó la tan esperada dimisión de un Evo Morales que se había dejado llevar durante mucho tiempo por un apetito gigantesco de poder.

Los haitianos, comprensiblemente hartos de una miseria insostenible, protestan contra un Estado que no pareciera tener al bienestar general como objetivo, sino al enriquecimiento de los gobernantes. Entre los anteriores, este es quizás el ejemplo más fiel a los planteamientos teóricos de Thoreau. El orden estatal debería estar justificado por un orden moral y ético, virtudes ausentes entre las élites ejecutivas haitianas. La desobediencia civil se convierte entonces en una responsabilidad cívica del individuo, quien, según Thoreau, debe demostrar que la superioridad moral será a largo plazo la que prevalezca, aunque la supremacía física estatal salga victoriosa en un primer plano. Aunque suene romántico, las ideas del norteamericano han demostrado ser certeras en diversas ocasiones, como en los casos de Mahatma Gandhi o Martin Luther King Jr.

Es esencial mencionar que Thoreau hace hincapié en la importancia de no perjudicar al prójimo durante el ejercicio de la desobediencia civil. En este sentido, los saqueos y el vandalismo serían inaceptables, nada menos que expresiones delincuenciales disfrazadas de resistencia moral. La desobediencia civil no es destructiva, es un proceso paulatino de organización y aguante frente a aquello que se percibe como una injusticia. La toma de las calles y el enfrentamiento contra el monopolio de la violencia podrían justificarse entonces en ciertos contextos, no así la destrucción y el hurto de propiedad privada.

La desobediencia civil es, en su mejor expresión, una herramienta utilizada por las masas para librarse de tendencias históricas desventajosas. Las autoridades, ante la presión popular, podrían verse obligadas a reconsiderar lo hecho, como vimos en algunos de los países tratados. En Latinoamérica, la presencia del pasado en las instituciones y mentalidades gubernamentales suele traer consigo precariedades para inmensas partes de la población. Ojalá merezcamos algún día no tener que hacer uso de protestas y manifestaciones. Por ahora, quizás la desobediencia sea el recurso más efectivo para librarnos de antagonistas históricos.