Manuel Caballero fue el primero en escribirlo en sus crónicas de El Universal: Hugo Chávez es un fascista. Yo lo dije en voz alta con solo verlo en la televisión explicando que por ahora todo quedaba igual que antes de su criminal empeño en asesinar a Carlos Andrés Pérez.
Chávez ilusionó a buena parte de la sociedad civil y a mucha gente de los barrios. Allí, al parecer, alguna gente lo sigue recordando con necia nostalgia porque olvida que el comandante dijo que ser pobre era bueno mientras amasaba 2.000 millones de dólares robados a la nación. A mí, ciertamente, el oscuro y mediocre militar no logró arrastrarme en sus tretas porque supe en el acto que lo que estaba haciendo era ilusionar al país prometiendo una democracia ejemplar, distinta a la podrida democracia arteramente sostenida por adecos y copeyanos. Una verdadera democracia en la que no reinaría la corrupción y la injusticia, mucho menos represiones de ninguna naturaleza.
Proponía ridículos sistemas económicos casi neolíticos como el trueque, la ruta de las empanadas, los gallineros verticales, conucos ecológicos urbanos y otras idioteces para las risotadas planetarias.
Fue cuando refuté la afirmación de que la historia no se repite. ¡Claro que se repite¡ En 1908, la sociedad civil, desde Rómulo Gallegos para arriba o para abajo, como se prefiera, aplaudió a Juan Vicente Gómez, el hombre que iba a poner decencia en los manejos políticos y a frenar las extravagancias de brandy y mujeres que atolondraban a Cipriano Castro. El escritor y telegrafista Manuel Vicente Romerogarcía, autor de la muy discutible novela Peonía, refiriéndose a la salida de don Cipriano dijo: ¡Se fue Atila, pero dejó el caballo¡
90 años mas tarde, Hugo Chávez es elegido presidente de Venezuela. Un siniestro militar golpista que vendría a poner orden en una desventurada democracia bipartidista. Y la sociedad civil aplaudió al fascista que al igual que aquel caballo de Atila que durante 27 años estuvo dando coces en Maracay a todo el que se le atravesara, también dio los suyos hasta que un cáncer colorectal acabó con él solo para que su deplorable e impresentable delfín lo convirtiera en pájaro belicoso. Pero Hugo desilusionó a quienes creyeron en él.
Son muchas las desilusiones políticas que he visto sucederse desde la que laceró el alma de Simón Bolívar hasta hoy. Sin contar las que ofrecen los desmanes que de una u otra manera han vapuleado a países más avanzados o desventurados que el venezolano. Nuestra historia está marcada por tristes desilusiones. Tiene incrustadas en su cuerpo más flechas diocesanas que las que en su bello cuerpo muestra San Sebastián, el beatífico icono gay.
En lo personal, basta con alzar el hombro o mirar de soslayo para que quien nos mira se sienta superior porque recarga su mirada con un desprecio que no nos merecemos, un desplante necio e innecesario. El lenguaje corporal es rico, y es necesario saberlo manejar y considerar. Por lo general emana de los ojos, las manos, todo el cuerpo y habla hasta por los codos (sobre todo cuando la pandemia nos ha obligado a saludarnos codo a codo, lo que personalmente llamo «la mariquera» y me niego a practicarla existiendo la palabra o la reverencia japonesa con solo inclinar la cabeza.
En la desilusión navega inexorablemente la frase irónica, despreciativa que nos dirige repentinamente la persona amiga y provoca asombro, abre una herida que jamás pensamos que iba a sangrar y a aturdirnos tanto. Es un desplome que afecta los sentimientos. Aniquila la solidez de lo que es indestructible: la amistad del amigo, la intransferible palabra de honor; el juramento de amor dicho con dulce y prometedor desafío del tiempo, los engaños ocultos en toda las profesiones. Pero no exageremos. La desilusión puede ser causada por alguna banalidad o simpleza. El Vesubio, por ejemplo, resulta ser una desilusión cuando se le ve por primera vez. ¿Esa ridícula elevación de mil metros fue capaz de devastar a la orgullosa Pompeya y buena parte de Herculano en el año 79 después de Cristo? Y es una desilusión porque no se compadece su estatura con la colosal dimensión de la catástrofe que ocasionó. Es decir, que la desilusión es como el aire está en todas partes. Aparece cuando menos se espera.
La llamaré Carlos por darle un nombre. Carlos llama con frecuencia por teléfono. Cada vez que lo hace es para pedir algo, nunca para agradar. Me desilusiona porque es más abusivo que amigo y no quiero amigos así. Por extensión puedo llamar Carlos a cualquiera de los mandatarios o enchufados bolivarianos porque jamás serán mis amigos.