Reducir las desigualdades y garantizar que nadie se queda atrás es el décimo de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el año 2015. El primero es poner fin a la pobreza y el segundo “hambre cero”. Nadie a estas alturas, a 7 años de distancia del año 2030, es optimista en el cumplimiento de estos y otros objetivos, como la acción por el clima, salvar los ecosistemas, lograr la paz, la justicia e instituciones sólidas. Parece que la codicia, la búsqueda del poder, el afán de lucro y otros propósitos son más poderosos.
Los más recientes informes de las Naciones Unidas y sus dependencias acusan en sus evaluaciones que, aunque la pobreza se ha reducido un poco, la desigualdad se ha incrementado, el hambre está lejos del cero, en las cumbres del clima predomina la decepción, la justicia muestra signos de debilitamiento, la deforestación avanza, los mares se siguen ensuciando, el desempleo continúa muy elevado y las guerras siguen matando gente, arruinando territorios y haciendo más ricos a los fabricantes de armas.
“El mundo está viviendo el mayor número de conflictos desde la creación de las Naciones Unidas.Aproximadamente 2.000 millones de personas viven en países afectados por conflictos”, afirmó António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas en el prólogo de su Informe de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2022. Allí recordó que “para finales de mayo de 2022, unos 6,5 millones de refugiados habían huido solamente de Ucrania, en su mayoría mujeres y niños”. No recordó que la cifra de migrantes y refugiados venezolanos supera los 6,81 millones, según fuentes de la propia ONU.
El tema de la desigualdad extrema es muy serio, puesto que cuando los sistemas políticos no alimentan la esperanza de la gente en la idea de que con esfuerzo y preparación se pueden lograr mejores niveles de vida, la desconfianza se extiende peligrosamente. El bloqueo estructural a las expectativas deteriora la democracia, pero también causa aprietos a las dictaduras, pues la sociedad de la información extiende la idea de que un mundo mejor es posible.
Lo cierto es que parece que no hay lugar para el optimismo si no se producen grandes transformaciones en la manera de producir, distribuir y consumir los bienes y servicios, y los enfoques a la satisfacción de las necesidades humanas.
El Laboratorio de Desigualdad Mundial (World Inequality Lab -WIL-) publicó recientemente un informe que descarna la realidad. “Las desigualdades contemporáneas de ingresos y riqueza son muy grandes”, afirma. “El 10% más rico de la población mundial actualmente recibe 52% del ingreso global, mientras que la mitad más pobre de la población gana 8,5% del mismo”. “La mitad más pobre de la población mundial apenas posee riqueza, poseyendo solo 2% del total. En contraste, 10% más rico de la población mundial posee 76% de toda la riqueza”.
La desigualdad entre las personas no es similar en las distintas partes del mundo. En los países donde existen cleptocracias las desigualdades sociales son enormes, como en Rusia donde 1% de los ciudadanos rusos más ricos posee 48% de la riqueza. En China 10% de la población concentra 68 % de la riqueza. La India, Turquía, Siria, Irán o Irak son también sociedades muy desiguales.
En los países donde gobiernan teocracias, sultanatos, emiratos y estos tipos de monarquías no parlamentarias, como la de los países árabes, la riqueza se concentra en las familias gobernantes. También es muy elevada la desigualdad en los países pobres del sur de África y Suráfrica es el país más desigual del mundo con una sociedad donde 10% de la población posee más de 80% de la riqueza, según un informe del Banco Mundial.
En América, el país más equitativo es Canadá y Estados Unidos ve crecer la desigualdad, pero América Latina mantiene desde hace tiempo el baldón de ser el continente más desigual del mundo, a pesar de que sus países han sido gobernados alternativamente por democracias y dictaduras. Los países menos desiguales son Costa Rica, Uruguay y Argentina. Los más desiguales son México, Honduras, Guatemala y Chile. Venezuela, donde gobierna una cleptocracia, ya es el país más pobre, superando a Haití, y el ingreso del 10% de la población con ingresos más altos es 70 veces mayor que el del 10% más pobre, según los informes de la Encovi.
Un tema importante a abordar es la desigualdad territorial a lo interno de los países, pues es mucho mayor en las provincias alejadas de las que concentran población y riqueza. En los países de gran equidad, como los que se encuentran al norte de Europa, la desigualdad de ingresos de la población no es acentuada cuando se ve en perspectiva territorial, en cambio la concentración de la riqueza en los países desiguales es mayor en los lugares centrales y la pobreza crece a medida que se ingresa al interior del país, también sube la desigualdad.
César Augusto Siso Lucena y Rafael Antonio Mac-Quhae publicaron en la revista Terra, año 2018, un artículo titulado “Desigualdad territorial en Venezuela. Una aproximación a través de indicadores socioeconómicos”, donde afirman: “La desigualdad en Venezuela parece estar influenciada en gran proporción por la concentración del poder político, las instituciones y la toma decisiones en una sola porción de territorio, menoscabando las posibilidades de grandes espacios de obtener beneficios de la renta petrolera y de los planes de desarrollo que se han generado en el país, especialmente aquellos propuestos a partir de la década de los setenta, y que tenían como objeto una mejor distribución de los ingresos y un mejor aprovechamiento de los recursos naturales”.
En Venezuela, el socialismo del siglo XXI ha causado una grosera desigualdad social: mientras las grandes mayorías se hunden en la pobreza, unos pocos llamados boliburgueses concentran la riqueza nacional y la exhiben ostentosamente, algo que en mi pueblo llaman “burros con plata”, pero mucha plata.
Como se puede apreciar, la desigualdad no es exclusiva del capitalismo o del socialismo, de la democracia o la dictadura y no respeta razas, credos o climas. Se trata de algo más profundo y tiene que ver con el materialismo y la concepción que se tenga de la persona humana, como sujeto de dignidad o como mero factor de producción y de consumo.