No deja de ser curioso que hasta espíritus que poco o nada tienen de progresistas suelen aceptar con cierta comodidad el término de igualdad, o desigualdad, para designar las diferencias en la repartición de las riquezas en la sociedad y se erizan y engrinchan cuando se habla de clases y de luchas entre ellas, por supuesto si tienen la parte del león en esa distribución.
Porque si a ver vamos uno pudiera decir que a ratos son sinónimos, y en otros hay ciertamente matices, puede haber desigualdad sin pobreza, verbigracia. Pero incluso, a la inversa, para algunos se da el caso de que la desigualdad puede ser un incentivo a la conflictividad mayor que la pobreza. Pero en cualquier caso son signos inequívocos de la desigual repartición de los bienes terrenales y, por ende, en mayor o menor medida, incentivos a la desavenencia y los enfrentamientos sociales.
Simplificando un poco las cosas pareciera que la desigualdad sustituye a las clases, y a la lucha de clases, para no contaminarse con el lenguaje de los comunistas, aunque éste es propio de las ciencias sociales. Cuestión de sensibilidad, de maneras menos contaminantes de decir. Se dice trabajadores y no proletarios.
El otro día un caballero en la televisión se excusaba por utilizar la palabra “dialéctica”, seguramente ignorante de que es una milenaria expresión filosófica y no la propiedad exclusiva de Marx y su combo. Pero bueno, yo no tengo duda de que, con matices, ambos términos indican la inocultable y deplorable distribución desigual y cruel de los bienes terrenales del hombre, local y global. Dígalo usted como quiera.
Que la desigualdad puede ser explosiva, tanto como la simple pobreza, se puede ejemplificar históricamente y con historia reciente. El caso chileno para no ir más lejos. El país más desarrollado de América Latina, con niveles de pobreza sumamente bajos y una serena y ya prolongada democracia que se daba el lujo, propio de las democracias muy robustas y prósperas, según Bobbio, de pasar de derecha a izquierda, y viceversa, sin mayores sofocos, cosa que él creía saludable. Bueno, ya sabemos con qué violencia explotó esa próspera calma, meses de conflictos callejeros excepcionalmente violentos, necesidad de cambiar la Constitución y ascenso al poder de una izquierda nueva forjada en las calles. O, para ir más lejos, la violencia francesa, desmesurada también, en una de las grandes economías y en el país padre de la modernidad, cartesiano.
Pero dejémoslo hasta aquí. Tan solo quería decir que la Venezuela de hoy, siempre extraordinariamente desigual, lo es hoy más que nunca; quizás el país más desigual del continente y seguramente de los más desiguales del planeta. Ahora bien, al gobierno y algunos “enchufados” y ricos de siempre les ha dado por crear una burbuja, exacta palabra, de extremos lujos para su propio consumo, para “embellecer” la capital envilecida o atraer a algún turista desorientado. Para hacer creer que “Venezuela se arregló”. Burbuja que convive con la miseria más grande, con millones de expatriados y de hambrientos. Eso está a la vista.
Lo que nos preguntamos si esa desigualdad intolerable no podrá ser el detonante de la revuelta social que pende potencialmente sobre nosotros al menos durante quince años, sobre todo en un país siempre cojitranco, pero que al menos había llegado a una cierta modernidad y había constituido clases medias hoy totalmente deshechas. ¿Lucha de clases?, ¿desigualdad extrema? Llámela a su gusto.