La Duna de David Lynch fue masacrada por la crítica, al momento de su estreno, considerándose una de las peores cintas de los años ochenta.
El director cargó con la culpa, siendo uno de los chivos expiatorios de la producción.
El filme cobra una nueva vigencia, a propósito del inminente lanzamiento de la versión de Denis Villeneuve, quien abrió una zanja en la tormenta de arena del Festival de Venecia, después del pase de prensa, donde pudo verse su interpretación de la novela de ciencia ficción de Frank Herbert, cuyo primer intento fallido de traslación corrió por cuenta del chileno Alejandro Jodorowsky.
Existe un decoroso y emotivo documental al respecto, guiado por el maestro de ceremonias de los rituales esotéricos del cine austral. Un personaje parlachín, demasiado cuentero para algunos, cual Big Fish pagado de sus historias, anécdotas y leyendas.
De cualquier modo, según los investigadores, su Duna marcó la historia e inspiró a franquicias posteriores como Star Wars y Aliens, por no hablar de las obvias relaciones con la pieza accidentada de David Lynch.
De mi primer visionado de la Dune con Sting, tengo escasos recuerdos.
Algunas imágenes barrocas quedaron en mi memoria, ciertos delirios creativos se retuvieron en la experiencia, pero no es una cinta imborrable de la infancia, tipo ET o Indiana Jones en el Templo de la Perdición.
Por ello quise volver a verla en Netflix, aprovechando la difusión del contenido en el servicio de streaming.
Recomiendo ampliamente el ejercicio, como fase de calentamiento ante la llegada de uno de los blockbusters del año.
De inmediato, capté diversas cuestiones curiosas. A los villanos, el joven Lynch los pinta como caricaturas grotescas de la dinastía decadente de la familia De Laurentiis, un chiste interno visibilizado en la imagen teatral y expresionista de figurantes acartonados con cejas pobladas.
Mi teoría es que, en medio de las luchas intestinas de la producción, Lynch se vengó cinematográficamente al retratar a sus mecenas como los despóticos miembros de la casa Harkonnen.
David se reservaría la identificación plena con Paul Atraides, el héroe inmaculado, el mesías de la historia de raíces bíblicas y místicas.
También se palpa una proximidad con los personajes femeninos, sobre todo el de la madre y el de la doncella Chani, inmortalizada por la estrella de Blade Runner, Sean Young, una de las reinas absolutas del género en aquella década.
Cinco son los principales defectos de la obra de Lynch: el guion lleno de baches y agujeros, unas actuaciones entre exageradas e impostadas de escuela isabelina pasada por televisión, el escaso ritmo en las secuencias de acción y diálogo, las voces en off, la torpeza narrativa de una empresa de entretenimiento que desbordó al creador.
Antes y luego, Lynch demostró que lo suyo no era fabricar la próxima Guerra de las Galaxias, sino emplearse a fondo en la alternativa independiente del presupuesto medio de sus mejores títulos, con los que ganó fama en Cannes (Corazón Salvaje) y el mundo de las series (Twin Peaks).
Así y todo, Dune deja colar el veneno intelectual de su autor, la esencia de la que una generación se volvió adicta, al punto del fanatismo yonqui, buscando desesperadamente la siguiente dosis de Lynch.
En las más de dos horas del visionado nos reencontramos con los monstruos del demiurgo, con sus retratos disonantes sobre el absurdo de los juegos de tronos y poder, en una metáfora evidente acerca del peso de la colonización de las pasadas y futuras campañas del desierto, explotando recursos materiales, humanos y espirituales.
La secuencia con el barón Harkonnen pertenece al catálogo de los grandes momentos bizarros del director, provocando al personal con uno de sus ensambles de arte surrealista y heterodoxo.
Un cortometraje cien por ciento Lynch, dentro de la estirada arquitectura colosal y pretenciosa de Dino de Laurentis.
Otro instante memorable lo supone la cacería de los gusanos y su incorporación en la batalla final, a través de un diseño artesanal, actualmente en desuso por el impacto del CGI.
Dune se enterró en la taquilla, porque no supo resumir el libro y tampoco recrearlo con una tecnología convincente.
Se contrató a un director de prestigio, David Lynch, al que tampoco se le permitió trabajar a sus anchas.
De su filme rescato un metáfora del vacío y del cambio político, que sigue vigente y que reclaman países como Venezuela, con sus tiranos chapados a la antigua de la casa Harkonnen de Lynch.
Sting no pasó a la historia como actor por Dune.
En cuanto a la música, el aporte real reside en la contribución de Bryan Eno.
Hoy se discute la estética dicotómica de la película, al plantear un dilema moral por medio de clichés de belleza y fealdad.
Por último, el arte y el vestuario merecen un estudio adicional, por la cantidad de hallazgos dignos de una exposición en el MoMA.
Esperamos que Villeneuve corrija los errores de sus antecesores, potenciando el libro de Frank Herbert, así como su alegoría infinita acerca de la contracultura lisérgica, de una rebelión enfrentada a un estado anticuado y monárquico de represión.