Cuando era niño, en los setenta, allá en mi escuela barquisimetana el acoso escolar no tenía ese nombre rimbombante anglosajón con el que se le conoce ahora y que tanto preocupa al sistema educativo. Así pues, al bullying de hoy lo llamaban simplemente y sin duda alguna el caribeo… Decir que el Chino Martínez o el Pelón Torrealba eran los caribes de la U.E. Bararida o de la María Pereira de Daza nada tenía de racista, pero sí mucho de histórico: la palabra recordaba las arremetidas que hacían esas tribus belicosas –el término lo usaba el libro Silabario para describirlas a estas nada más–contra los conquistadores, pues con ellas no había salida fácil, como dice la canción de Yordano.
El 11 de abril la ministra del PP para la Educación, doña Yelitza Santaella, anunció un cambio masivo de nombres de las escuelas adscritas al sistema público venezolano, para alinear a los epónimos a la ideología indigenista que suscribe el gobierno. La ministra –muy descolonizada ella a pesar de su apellido de origen sevillano, ¡olé!–, soltó la perla de que 6.415 escuelas –ni una más ni una menos– dejarán de llevar los nombres de los que conquistaron el territorio nacional (sic) a cuenta de la corona unificada de Castilla y Aragón, para adoptar los de los caciques que hicieron la guerra –a fuerza de flechas y carrerones que les metían a los españoles, y no un mero chalequeo inocentón– con la única finalidad de evitar, a toda costa, que se conformara lo que hoy conocemos como Venezuela.
A todos nos cayó por sorpresa, porque ¿de dónde sacaron tantas escuelas que arrastran desde la Colonia (sic) denominaciones que vienen de la época de la morocota?
La noticia se dio a conocer desde una unidad escolar de la parroquia El Valle, que fue la primera –y la única de la que se tengan noticias hasta ahora– que cambió su epónimo Diego de Losada, fundador de la ciudad de Santiago de León de Caracas (1567), por el de la maestra Judith Liendo –cuya tribu aún está por determinarse– no en el momento de su anuncio, sino ya en enero del 2023, según lo reseña el diario electrónico Revoluciona. De Liendo sabemos que es una maestra abnegada, que bien se merecía un homenaje por lo que construyó en las mentes de sus alumnos… Ella se merecía una escuela nueva y no ponerla en la situación de «quítate vos pa’ ponerme yo».
En el acto también se hallaba el ministro Ernesto Emilio Villegas Poljak –cuyo primer apellido recuerda al fundador de Barquisimeto, mientras que el segundo sí pertenece a una tribu, pero no maquiritare ni guarao, sino esta vez de Israel–, quien también anunció la entrega en todas las escuelas de un libro llamado El poder de nombrar y renombrar. Manual para la descolonización de la toponimia de Venezuela, (El perro y la rana, 2023) escrito por Reinaldo Bolívar –apellido vizcaíno, si mal no recuerdo–, rector del Centro de Saberes Africanos y Caribeños y ex canciller de Venezuela para África (2005-2013).
El texto arranca con una estremecedora dedicatoria: «Al Gran Jefe Caribe Guaicaipuro, primer líder de la Nación Venezolana» (sic). Más allá de la sorpresa, ante tamaña afirmación, cabe entonces preguntarnos: ¿acaso existía siquiera el concepto de nación, toda vez que el que tenemos ahora es una creación del siglo XIX, siendo que Guaicaipuro existió trescientos años antes? ¿Acaso el cacique teque sabía que lideraba a Venezuela, vocablo que, como decía Ángel Rosenblat es cualquier cosa menos indígena, aunque el autor del libro insista en que sí? ¿Acaso la Venezuela actual es caribe? ¿Y qué pasó con los arahuacos, los canarios, los peninsulares, los árabes, italianos, portugueses, rusos, africanos, colombianos y pare usted de contar, cuya sangre corre por las venas de los que hoy conformamos este país?
Un giro de 360 grados
No se necesita ser un gran economista para saber cuánto dinero le cuesta a una escuela cambiar de nombre y eso que solo suponemos comprar un pote de pintura para tapar y renombrar, sobre todo, en el estado de indigencia y laceria, como diría mi abuela, en el que se halla el sistema público de educación básica. Pero, Bolívar en su libro desestima esas preocupaciones presupuestarias –en el caso de los cambios de nombre de país, como los de Turquía o Suazilandia– que según un reportaje de la BBC que él cita es de 10% del gasto público. Parece poco, pero tengamos en cuenta –sin ánimo de comparar cambures con lechosas– que este año, según un reportaje de Tal Cual, en comparación al 2023, el presupuesto que recibió la Fundación de Edificaciones y Dotaciones Educativas (FEDE) fue 39% menos, pero con el mandato –de pasapalo– de reparar y construir 41% más de escuelas que el año anterior… Según el pensamiento alicia del gobierno, ¡con real y medio, si lo quieres y lo deseas de corazón, se puede!
Sacando cuentas a lápiz –en mi época estaba prohibido usar la calculadora en clases– podemos decir que en 2023 cada una de las 1.395 escuelas incluidas en la partida recibiría ese año 182.000 dólares para su reparación, al menos según lo que dice Tal Cual, porque la página de FEDE no se actualiza desde 2022. Por el contrario, en 2024, para las 2.379 habría apenitas un poco más de 41.000 dólares para cada una… Ahora, réstele usted lo que significa perder 10% del cambio de nombre: al menos 4.000 dólares para comprar pintura, borrar, poner el epónimo, hacer el respectivo mural alegórico, cambiar la papelería y el gran jolgorio, con acto cultural incluido, para ensalzar la hazaña… Mientras tanto, los maestros ganan la miseria de 16 dólares al mes y no hay agua en los pocos baños que sirven. Pregúntese usted cuántas escuelas dejaron de repararse o construirse por la ocurrencia de cambiarles el nombre a todas, porque 6.415 escuelas parece ser todo el universo de los planteles de Venezuela.
Pero, claro, un país, un estado, o contimás una escuela están urgidos por cambiar de nombre, porque hay que revolucionarlo todo, porque ahí está el quid del asunto: hay que generar sesudamente un cambio total de 360°, de esos que les gustan dar a ciertos columnistas afectos al chavismo y poner la vida patas arriba para luego caer en el mismo sitio. No se trata de un mero dislate, sino de hacerles creer a todos que algo se está haciendo y que ese algo, aunque sea una palabra, va a mejorarnos, a darnos más comida, a obtener medicinas en los hospitales, a recuperar el paraíso perdido que teníamos antes de la llegada de Colón.
¿Alguien se ha preguntado cuánto nos costó la gloriosa desvarguización del ahora flamante estado La Guaira? Un episodio intrascendente que nos dejó patitiesos. En el Correo del Orinoco, el cronista del principal puerto de Venezuela explicó en su momento que esa palabra es de los indios nuestros, aunque Rosenblat asegure que es un término quechua, wayra, que significa «viento» y que llegó a nuestras costas de regreso de la conquista del Perú… Por cierto, antes se escribía Guayra, como lo atestigua un letrero en la misma Casa Guipuzcoana… Ummm… Lo peor del caso es que los venezolanos son afectos a sus nombres tradicionales: la avenida Victoria en Caracas se niega a llamarse Presidente Medina a pesar de que el cambio viene de la época en que la televisión a blanco y negro era el último grito de la moda, y el Ávila, imponente como es, también insiste en seguir usando su apellido español y no el Guaraira Repano que le impusieron. En ambos casos, el nombre en vez de cambiar, se alargó, como le pasa ahora al reino de eSwatini (antiguamente conocido como Suazilandia, que era más fácil de decir y escribir), a cuya mención siempre hay que añadirle la explicación. ¡Y que lo diga Sri Lanka que sigue exportando el famoso té de Ceilán!
Por el estilo, Bolívar en su libro tiene una larga lista de nombres por cambiar, desde aquellos que recuerdan ciudades españolas –Valencia y Barcelona, por supuesto, pero también Trujillo y Mérida, lo que implicaría la descolonización de esos estados también– hasta los que se refieren a los santos católicos, porque borrar a España es, en cierta forma, borrar también el catolicismo… ¿Cómo entender a Yaracuy sin San Felipe el Fuerte o a Cojedes sin San Carlos de Austria? Aun más… ¿Se cambiará el apellido la ministra? ¿Cuándo comenzarán a indigenizar o africanizar –ya a esta altura es lo mismo– los nombres de los ciudadanos, como pasó en su momento en algunos países de África, como la Guinea Ecuatorial, de cuya Universidad Nacional el señor Bolívar recibió una medalla de oro?
Las revoluciones son muy dadas a este tipo de maquillaje lingüístico, tan parecidas a esas curas milagrosas, metafísicas, como la de cierta tradición judía en la que al moribundo le cambian el nombre para que el ángel de la muerte no lo encuentre y se vaya por donde mismo vino, como si un cáncer o un enfisema leyera los rótulos en las puertas de las habitaciones de las clínicas…
Muchos caciques pa’ tan pocos indios
Ahora bien, a juzgar por el primer –y único que encuentro en la web– cambio de nombre registrado, es decir, el de Losada por el de Judith Liendo, nos están faltando caciques para tanto plantel, a menos que se pongan a inventar –como ya lo han hecho, como fue el caso de la supuesta esposa de Guaicaipuro, Urquía, con su nombre vascongado de lo más chévere. Así que a lo mejor veremos la Escuela Concentrada «Indio Figueredo» #3 o el Grupo Escolar Maniña Yerichana, adornada con una foto de Hilda Abrahamz montada en un piedra de Canaima y todo. Dudo de que los funcionarios del MPPE se hayan puesto a investigar y hayan encontrado, por ejemplo, el nombre de Jofris Márquez, último hablante del paraujano en el estado Zulia, una de esas lenguas indígenas a punto de desaparecer, no ya por la malvada acción del imperio español, sino por la desidia oficial, o simplemente porque las lenguas, cuando los niños no la hablan en la casa o no sirve para navegar en Internet o ir al mercado a comprar alpargatas, se extinguen.
Nadie niega que los conquistadores se hicieron del territorio de la ahora Venezuela por medio de la guerra y de los pactos con otras tribus, casi todas arahuacas, que reaccionaban así a la antropofagia de los caribes, práctica que horrorizaba a los mismos cronistas de la época. ¿Que si fue violenta? Nadie lo pone en duda… Como terribles y sangrientas han sido todas: desde el Islam extendiéndose desde Arabia a la Península Ibérica, las de Gengis Khan arrasando Eurasia y la Julio César en las Galias… Ningún territorio de ningún país se ha ganado repartiendo flores ni revistas Atalaya… Eso lo saben bien los admiradores de Napoleón, Putin o de Mao Tse-tung. Mas, el asunto es que la Venezuela que hoy habla español, la de sus 23 estados y la que el MPPE dice representar y defender, se formó a partir de una cédula real en 1777 escrita por el rey Carlos III y que unía Caracas a Nueva Andalucía (Cumaná), Maracaibo, Guayana, Margarita y Trinidad… Esa Venezuela del presente tiene su origen en los frailes, campesinos y capitanes del siglo XVI que también fundaron ciudades, establecieron cabildos, construyeron caminos, y que a lo largo de 300 años levantaron iglesias, hospitales y universidades, y procrearon familias, cuyos genes representan 60% del total del genoma de nuestra población.
Claro, gente como los funcionarios que propulsan la descolonización de la historia dirían que quitarse de encima el lastre del colonialismo no tiene precio, porque se estaría afianzando la soberanía nacional, al romper y borrar definitivamente la m… que fue la conquista. El único problema es que nosotros, con nuestro mestizaje y nuestra cultura, somos producto de ese mismo proceso. Dicho de otra forma: «puede que sea una m… pero, les guste o no, es nuestra m…».
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