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Descolonización de la historia: ¿cuál historia?

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El Plan de la Patria 2019-2025, que sirve de marco ideológico para la generación de políticas públicas de Venezuela, tiene como uno de sus objetivos centrales«la descolonización como componente fundamental de la ruptura histórica, fundadas en nuestras bases indigenistas, feministas, afrodescendientes, nuestra americanas (sic) y de profundo arraigo nacional bolivariano», tal como se lee en el documento que publica el Ministerio de Poder Popular de Planificación en su página web.

Más allá de lo meramente declarativo, más allá del rebautizo de efemérides y autopistas, más allá de la intención de reivindicar grupos marginados por la narrativa histórica, esta redifinición de la identidad nacional viene a excluir precisamente el elemento aglutinador que nos define como venezolanos.

En un estudio que hizo el IVIC sobre el genoma venezolano (2010), la gran sorpresa fue que el 58,8% de los genes que circulan por el territorio nacional provienen de Europa, es decir tres quintos. Le siguen el aporte indígena (28,5%) y el africano (12,6%). Evidentemente, la expresión fenotípica dirá otra cosa, porque África pesa.  En este proceso de descolonización de la historia que está en el Plan de la Patria, ¿cómo haremos para descolonizar la sangre?

No es la historia

Evidentemente, aquí nos hallamos ante un proceso que tamiza ideológicamente el pasado y que conlleva, inevitablemente, una tergiversación de la verdad histórica. Ello no es ajeno a nosotros, pues los procesos independentistas en todo el continente se originaron, en buena medida, por el peso de un prejuicio antiespañol a partir de la leyenda negra, difundido por la ilustración francesa, el calvinismo y los pensadores ingleses, y comprado por las elites intelectuales y económicas del Imperio Español a ambas orillas del Atlántico.

Así pues, en la historia de Venezuela (y de los demás países de Hispanoamérica) existe un enorme vacío entre la conquista –bárbara como todo proceso de expansión, ciertamente– y la guerra de Independencia –una lucha fratricida que redujo la población de la antigua Capitanía General a la mitad–, oscureciendo nada más ni menos que trescientos años en los que se gestaron los elementos básicos de nuestra identidad: la fundación de ciudades, la difusión del idioma, la evangelización, la introducción de la ganadería, la minería y la agricultura; y la organización territorial de la que surge la noción de «Venezuela» como unidad geopolítica.

Son tres siglos prácticamente borrados de la memoria colectiva y de los libros de texto con los que estudian nuestros muchachos. En otras palabras, trescientos años descolonizados, en los que nada ocurrió y de la que no hay nada de lo que enorgullecernos, sino apenasel proceso del mestizaje, la incorporación de las poblaciones indígenas a la hispanidad, con un idioma universal dueño de una poderosa literatura y de una tradición académica; la gestación de la idiosincrasia del criollo –folklore, gastronomía, creencias–; la creación de instituciones como diócesis,tribunales y cabildos;la aparición de dos universidades, la interconexión y el trazado de los caminos reales para unir las distintas provincias del Imperio, allende los límites actuales de la República, entre otras cosas sin importancia.

Ahora bien, ¿de dónde surge entonces esta necesidad de «descolonizar la historia»? Desde la intelectualidad europea izquierdista hasta las universidades norteamericanas –atenazadas por la culpa de la limpieza étnica practicada por Estados Unidos contra los pueblos indígenas y la segregación racial contra los negros–, pasando por la Teología de la Liberación y los seguidores más ingenuos de la cultura woke, se ha impuesto a trocha y mocha esta idea en gobiernos sumamente hábiles para disfrazar con palabras su ineficacia y sus propias intenciones, aun echando mano de ideas provenientes del hegemón occidental.

El filósofo suizo Josef Estermann, en su ensayo «Colonialidad, descolonización e interculturalidad»(2014) nos ratifica lo anterior: «Desde hace unas dos décadas, se ha vuelto casi inflacionario el discurso que incluye los conceptos de “colonialidad”, “descolonización” e “interculturalidad”, no solo en el contexto de la emergencia de nuevas propuestas políticas en diferentes países de América Latina,sino también en las ciencias sociales críticas». O sea, si leemos bien, la idea crece en los gobiernos socialistas del siglo XXI y en la academia que los respalda y que enmarca el objetivo como una nueva faceta de la lucha de clases.

El nacionalismo arepario

Volviendo al Plan de Patria, en principio, entendemos que este parte de la suposición de  que no fue suficiente todo el proceso de la Independencia del país, proclamada un 5 de Julio de 1811 –sin éxito– y consolidada a partir del 24 de Julio de 1823, con la batalla naval del lago de Maracaibo (aunque la historiografía oficial insista en que la lidia final se dio en Carabobo dos años antes), cuando la Corona de Fernando VII dejó de reinar en todo el territorio nacional.

Esto llama la atención porque el proceso bolivariano precisamente tiene por mito fundacional a un descendiente de españoles, Simón Bolívar, deificado y convertido en una especie de salvador, que nos sacó de una opresión de trescientos años, para lo que fue necesaria un guerra que arrasó con haciendas, fortunas y poblados. Se trata, no obstante, de una independencia fallida que terminó sin la redención de los grupos indígenas –a quienes los nuevos dueños del país les quitaron sus tierras ancestrales, sumiéndolos en mayor pobreza–, de los negros –que no alcanzaron la abolición de la esclavitud, sino dos decenios y medio más tarde– ni de las mujeres, que no lograron su participación política sino hasta 1946, con el voto universal y secreto. En otras palabras, los pueblos originarios, los afrodescendientes y las mujeres oprimidas que reivindica el postulado del Plan de la Patria aún están esperando, a juzgar por la retórica oficial.

Cuando hablamos de Venezuela tal como la conocemos hoy en día, debemos tomar en cuenta de que antes de la llegada de los españoles ese concepto, ese país, esa entidad política no existía. Nada tenían en común las tres familias indígenas que aquí vivían: los caribes, provenientes de la selva amazónica; los arahuacos que se vieron desplazados por estos; y los timoto-cuicas, más emparentados con los grupos chibchas de los Andes colombianos.

El concepto de Venezuela, primero como provincia (1527-1777) –que correspondía a los estados de las regiones Centro Norte-Costera y Centrooccidental, según la nomenclatura de los años setenta– y luego como Capitanía General (1777-1821/23) dentro del Virreinato de la Nueva Granada fue una organización territorial que se decidió en Madrid.

Por otro lado, el documento rector del país para los años 2019-2025 enumera lo «nuestroamericano», neologismo impulsado, entre otros, hace ya varias décadas por el brasileño Darcy Ribeiro, para sustituir los términos colonialistas América Latina, Hispanoamérica o Iberoamérica. ¿Cómo podemos entender una relación con los demás países de habla española sin el elemento aglutinador que esta representa? ¿Qué otras cosas nos unen a venezolanos, peruanos o mexicanos que no sean, además del verbo castellano, la religión y –o sorpresa– la historia común de la llegada de los españoles? Y aún más: ¿qué tiene en común un descendiente de cumanagotos de nuestra Barcelona con otro desciende de timoto-cuicas de nuestro Trujillo, sino es el vehículo lingüístico hispánico que precisamente bautizó esas ciudades con el nombre de urbes situadas en la Península Ibérica?

La identidad nacional no fue una empresa indígena ni de los africanos que se vieron obligados a venir; ni siquiera de los capitanes generales españoles, sino el producto de una imposición hecha a partir de la independencia por los mantuanos criollos; la misma clase dominante a la que pertenecía Bolívar y una buena parte de los llamados libertadores y sus herederos, que predicaron contra los demás países, especialmente contra Colombia, a lo largo de estos dos siglos una rivalidad «de campanario», como dice Marcelo Gullo, pero que en realidad terminó siendo un nacionalismo de arepa, donde la nuestra sabe mejor que la de al lado.

El disfraz y la retórica

Cuando ahondamos en los documentos oficiales que tienen que ver la aplicación real de los objetivos nos topamos con más contradicciones y mitos, como el que exhibe el llamado Plan sectorial de los pueblos indígenas, que comienza con un epígrafe atribuido a Nicolás Maduro en que se afirma: «Nuestros pueblos indígenas, antes del colonialismo, fueron pueblos que vivieron en paz, en comunidad, en socialismo…».

El mito de un Jardín del Edén aborigen, perdido cuando los españoles les dieron a probar a nuestros ancestros el fruto del bien y del mal, forma parte también de esa visión romántica y tergiversada que nada tiene que ver con lo sucedía en Tierra Firme antes del tercer viaje de Colón a Paria. La narrativa mítica borra, por ejemplo, las guerras tribales que mantenían caribes y arahuacos, lo que llevó a estos últimos a dispersarse y eventualmente aliarse con los capitanes españoles para luchar en contra de caciques guerreros con acendradas costumbres caníbales.

Sobre esta característica del caribe, uno de los primeros médicos que llegaron al Nuevo Mundo, Diego Álvarez Chanca, escribió en 1494 –apenas dos años después del primer viaje colombino– un crónica sobre esta etnia y sus prácticas antropofágicas donde dice: «Esta gente [los caribes] salta las otras islas, que traen las mugeres que pueden aver, en especial mozas y hermosas, las cuales tienen para su servicio e para tener por mancebas [=concubinas]. (…) Dicen también estas mugeres que éstos usan de [=ejercen] una crueldad que parece cosa increíble, que los hijos que en ellas han [=tienen] se los comen, que solamente crían los que han en sus mugeres naturales».

El grito de guerra caribe contra los arahuacos –familia étnica a la que pertenecen la mayoría de los indígenas venezolanos de hoy en día, como los guajiros– era  «ana karina rote aunicon paparoto mantoro itoto manto» que significa «solo nosotros somos gente; los demás son nuestros esclavos». Este lema ha sido usado por el Ejército, pero con traducción convenientemente alterada: «Solo nosotros somos gente; aquí nadie es cobarde ni nadie se rinde». No obstante, ¿dónde está el sentido humanista del soldado al declarar que los otros no son personas? La ignorancia y la venda ideológica dan para todo.

Igual sucede con la asociación del aborigen y el color rojo, pigmento desconocido por los pueblos originarios de la hoy Venezuela y que apareció aquí traído posteriormente por los pobladores europeos. A fuerza de representaciones artísticas alineadas con el progresismo se ha institucionalizado como elemento cromático de la vestimenta indígena, convenientemente aprovechada por el propio gobierno. ¿Indigenismo o manipulación subliminal?

Extemporánea y presentista asimismo resulta la calificación de «socialista» que el Plan hace aplicándolo a la vida prehispánica, a la vez que se soslaya el hecho de que un pueblo que considera al otro como «esclavo» poco tiene que ver con esa visión romántica de la igualdad que invoca constantemente la izquierda.

Estamos pues, ante una retórica vacía, que llega a afirmar que viene a darles visibilidad y protagonismo a los pueblos originarios, pero que no vaciló en desincorporar a los diputados indígenas de Amazonas a la Asamblea Nacional de 2015, por «supuestas irregularidades», situación que nunca se dilucidó y que los dejó sin representación parlamentaria, sin que se buscara una solución o se repitieran las elecciones.

Dale tu mano al indio… 

Al indigenismo venezolano le sucede lo mismo que al del resto de América, tal como dice la profesora uruguaya Mónica Luar Nicoliello: reivindica al indio muerto y poco le importa el que está vivo. Así vemos que en la descolonización de la historia, ya aplicada a la vida práctica, se le cambia el nombre a la autopista Francisco Fajardo y se le da el de Guaicaipuro –no hablemos aquí de la estatua que le hicieron–; pero al indígena que se atraviesa en el Arco Minero no se le brinda protección, como tampoco al cumanagoto pepenador de Anzoátegui, ni menos al que se muere de sida, como se ha reportado con los guaraos del Delta.

Yendo más allá, en esta «descolonización de la historia» poco importa si el indio está vivo o muerto; basta con «volar en alas de la fantasía» para sacarse de la manga cacicas que no existieron, como Apacuana, cuya estatua de senos y glúteos exagerados sustituyó al león de Santiago que evocaba el nombre de la ciudad.

La narrativa oficial, esa que parece inspirada en la canción de Daniel Viglietti e inmortalizada por Mercedes Sosa, tiene pocos escrúpulos para echar mano de otras indígenas que sí vivieron, pero cuyas historias han sido falsificadas, como el caso de la dizque cacica gayona Ana Soto (sic), cuyo nombre revela su bautismo y cuya resistencia indígena, a decir de los mismos cronistas de la ciudad, se limitó a ser asaltacaminos en la zona norte de Barquisimeto: una especie de Robin Hood –pero sin épica– devenida en heroína, que sustituyó al segoviano Juan de Villegas –fundador de la ciudad y cuya estatua fue destruida– como epónima de una parroquia del oeste de la capital larense.

Para «descolonizar la historia», para darles un puesto a los pueblos originarios y rescatar de ellos lo que sea positivo y bueno para la conformación de la venezolanidad, para construir sobre elementos sólidos, hace falta tener una Historia; una historiografía verdadera, valga la redundancia, que no desconozca ni condene partes de nuestro ADN, que esté desprovista de ideología y, sobre todo, que rehúya ––como el Diablo al salterio– de los mitos, las tradiciones inventadas, la falsificación de los símbolos, el romanticismo novelero… En otras palabras, de la mentira. Necesitamos, pues, una historia que afirme y acepte, sin miedo, el hecho de que nuestro país es producto de la colonización española –buena o mala, pero nuestra–, y del mestizaje con aborígenes, africanos e inmigrantes venidos de todas partes; que entienda los procesos históricos desde todos los puntos de vista, no solo desde la dialéctica decolonizadores y colonizados, sino también de los que ganaron y los que perdieron en todas las guerras y gestas del pasado.

Solo aceptando estas realidades se entiende a Venezuela.

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