A muchos les sorprendió el anuncio realizado la semana pasada, durante la cumbre argentino-brasileña de Buenos Aires, de una nueva moneda común que, en principio, no implicaría la desaparición ni del peso ni del real. No debería sorprender: el sur, que así se llamaría, sería un instrumento contable, más que una moneda tangible. Se trataría, por tanto, de un índice cuyo valor siempre sería diferente al de las monedas que lo compondrían, y se calcularía en función de una canasta de esas mismas divisas o de materias primas. Monedas de ese tipo, en principio, suelen servir para fomentar y agilizar el comercio intrarregional, pero también para proteger a economías vulnerables y endeudadas de los vaivenes del sistema financiero internacional.
Por más que se trate de un instrumento monetario que se adaptaría muy bien a las problemáticas estructurales de América del Sur (fluctuaciones monetarias, dificultad para adquirir divisas fuertes, encarecimientos cambiarios, etc.), no se trata de un invento suramericano. Precedentes hay muchos y es que a menudo se olvida que una moneda tiene tres funciones básicas: facilitar el intercambio de bienes y servicios; la contabilidad y el ahorro. Las llamadas “unidades de cuenta” son “monedas” que tienen asignada una función referencial no necesariamente relacionada con el intercambio o el ahorro: por eso puede darse la aparente paradoja de que, una moneda común no corriente, conviva con las monedas nacionales que la alimentan.
La “moneda de cuenta” más antigua que existe ahora mismo no está vinculada a un proceso de integración: son los derechos especiales de giro (DEG) del Fondo Monetario Internacional. Existen desde 1969 y su valor se calcula tomando en cuenta una canasta de monedas fuertes: el dólar, el euro, la libra, el yen y el yuan. Tienen, básicamente, una función protectora contra la inflación. A comienzos de siglo hubo un intento de convertir los DEG en una divisa de reserva internacional en detrimento del dólar, pero no avanzó. La que, sin embargo, sí evolucionó fue la moneda común más conocida: el euro. Aunque actualmente tiene la triple función monetaria, su antecesor, el ECU, no circuló nunca: se limitó a ser un referente en el espacio europeo.
Quizás, por eso, cuando el ECU se convirtió en euro, se instaló en el subconsciente colectivo global como un ejemplo por seguir. En muchas partes del mundo en las que había procesos de integración en marcha se crearon monedas comunes que, en una gran cantidad de casos, comenzaron siendo instrumentos contables, es decir, monedas no corrientes. En África, por ejemplo, en 1999 empezó un proceso, que debía haber concluido en 2020, orientado hacia la creación del afro: para 2023, únicamente tres de los 55 miembros de la Unión Africana han aprobado el proyecto. Ahora mismo, la convergencia monetaria que parece tener más posibilidades en África sería el eco, la decolonizadora moneda de la Comunidad Económica de África Occidental, que comenzó en 2001.
A principios de siglo, en el sur de Asia (la India) y en la Unión Euroasiática también circularon sendos proyectos fallidos de monedas comunes (respectivamente, la rupa y el altyn). Lejos de ahí, aunque también en Asia, el gobierno japonés promovió en 2005 el AMU, un índice calculado en función de una canasta de hasta 13 monedas del área, que incluye al yen y al yuan, y que, a día de hoy, sigue siendo calculado a pesar de las tiranteces entre Japón y China. América Latina, por último, no se quedó al margen: actualmente, siete países de la ALBA (Antigua y Barbuda, Bolivia, Cuba, Dominica, Nicaragua, San Vicente y Granadinas y Venezuela) comercian entre sí utilizando el sucre, un sistema de compensación promovido en 2008 para baipasear al dólar.
Lo más retador, sin embargo, está por venir: el sur es solo la expresión suramericana de un fenómeno más global. De hecho, hace años que el orden monetario internacional se ha estado resquebrajando y no se trata, tan solo, del petroyuán o de innovaciones tecnológicas (criptodivisas, CBDC, etc.). La deuda mundial (y la moneda es un reconocimiento de deuda) asciende ya a 300 billones de dólares, lo cual equivale a 349% del PIB global. En ese marco, los países tienen cada vez menos margen de maniobra. Además, la pandemia de la COVID-19 y la guerra de Ucrania han agravado la situación. Y ahí el dólar, como moneda internacional de reserva, pero también de crédito e intercambio, resulta cada vez menos atractivo: por eso se buscan tantas alternativas.
¿Y qué buscan los países que buscan alternativas? Pues, por una parte, evitar al dólar en las transacciones comerciales internacionales (revalorizando sus propias monedas y eliminando gastos cambiarios que son innecesarios) y, por la otra, reducir vulnerabilidades, especialmente aquellos Estados que tienen deudas (y, por ende, pagan intereses) en dólares. El modelo que se ha ido imponiendo son sistemas de compensación que tratan de huir de reglas fiduciarias; fomentan alineamientos regionales (y no globales) de las políticas monetarias, y en el contexto de un nuevo orden mundial energético revalorizan la posesión y exportación de materias primas estratégicas, como es el caso de casi todos los países de América Latina.
Fernando Haddad, ministro de Economía de Brasil, publicó hace menos de un año un artículo en el que no solo pedía abiertamente la creación de una moneda común suramericana: sugería la creación de un banco central que la gestionara, y ponía la experiencia del Plan Real brasileño como eventual referente. En agosto de este año, en la cumbre de los BRICS que se celebrará en Suráfrica, es probable que se lance el R5, un índice compartido que debería convivir con el sur, así como el sur lo hará con el real. De hecho, la idea central parece ser que cada miembro de los BRICS promueva su propia red monetaria, basándose en los mismos principios, en su área de influencia: todo un desafío a la longeva hegemonía del dólar.
En los días siguientes al anuncio público del sur, muchos analistas del norte global no tardaron en criticar la propuesta. La mayoría de los argumentos más serios (escala diferente de las economías brasileña y argentina; posición diferenciada de ambas en la economía internacional; fracaso de iniciativas parecidas en otras regiones, etc.) tendieron a partir de percepciones muy formales de lo que es una moneda. El trayecto que le queda al sur por delante es sinuoso. Sin embargo, debiera ser repensado a la luz del contexto geopolítico en el que nos movemos: la capacidad de maniobra de los gobiernos está cada vez más comprometida por endeudamientos y fluctuaciones que se hallan en el origen de muchos males. Miren hacia el sur.
Juan Agulló es profesor del Instituto Latino-Americano de Economía, Sociedade e Política de la Universidad Federal de Integración Latinoamericana (Brasil). Doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París).
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