En febrero de 1963, se llevó a efecto en Maracay el Seminario Internacional de Empresarios, organizado por la Fundación Creole con la cooperación de la Asociación Venezolana de Ejecutivos y de la Fundación Mendoza. El propósito del encuentro se redujo a examinar la función de la empresa privada en el desarrollo económico y social de las clases populares a través de programas diversos que contribuirían a la formación integral del hombre venezolano. Las jornadas verificadas en Maracay despertaron gran interés y desdoblaron la firme voluntad de los empresarios asistentes de convertirse en elementos activos de la renovación cultural y social del país a través de un proceso de formación espiritual, intelectual y técnica de la población en términos generales, con énfasis añadido en los menos favorecidos.
En palabras de Iván Lansberg, el seminario “…fue un paso de proyección histórica en la conciencia cívica de nuestro mundo empresarial…”. Una nueva actitud que se había perfilado en el tiempo y que devino en discusión abierta y profunda sobre la responsabilidad de la empresa privada en el progreso sociocultural de la nación. La formación del hombre para el trabajo productivo como fuente de riqueza y desarrollo del país fue tema medular del evento, y en dicho proceso iba a ser primordial el contacto del pueblo con la idea de iniciativa privada. Para ello resultaba indispensable realizar la libertad y dignidad del ser humano, lograr que por sí mismo sea capaz de encontrar y efectuar sus valores esenciales, haciéndose dueño de su destino al tomar conciencia del papel que le corresponde jugar en la sociedad nacional; ello entraña el ejercicio de principios morales y espirituales que sirven de fundamento al individuo, a la familia y a la comunidad. Partiendo pues del hombre como centro de las ideas, el seminario abordó el delicado papel de la empresa.
Vale la pena destacar la notable intervención de Arístides Calvani, para quien “…la empresa tiene un hondo significado social. No es solo un medio de ganarse la vida y mantener la independencia de la propia persona y de la propia familia; no es solo la colaboración técnica y práctica de la inteligencia, del pensamiento, del capital; del trabajo multiforme favorable a la producción y al progreso; no es solo un factor importante de la vida económica y una contribución al ejercicio de la justicia social; es también un medio de realización de los fines trascendentes de la persona humana…”. En otra intervención de Oscar Palacios Herrera, se ponía de relieve uno de los más serios problemas de aquel momento (1963): “…Día a día vemos cómo la creciente presión demográfica, cuya mayor intensidad recae precisamente en los sectores de la población de más bajos recursos, está ya deteriorando los elementos básicos sobre los que reposa nuestra convivencia, empezando por la desarticulación de la familia y culminando con el acto anárquico del asalto callejero a mano armada…”.
Sin duda el crecimiento poblacional y sobre todo últimamente el incremento de la miseria colectiva –consecuencia de erradas políticas públicas–, agravan nuestros problemas de nutrición, empleo, educación y productividad. El tema de la familia y su papel fundamental sobre la vida humana y la sociedad donde se inserta sigue siendo materia pendiente en nuestra contemporaneidad –salvo algunas excepciones, el Estado y las diversas organizaciones sociales escasamente protegen a la familia venezolana de nuestros días–.
Si la empresa privada forma parte de la sociedad, queda claro que le corresponde afrontar los problemas sociales de la nación, prescindiendo de las viejas actitudes individualistas de otros tiempos. En tal sentido debe fomentar y fortalecer las condiciones sociales, económicas y políticas que harían posible el desenvolvimiento de la iniciativa privada; nos referimos al estímulo y orientación de una acción social inteligente y eficaz que coadyuve la función empresarial.
El Dividendo Voluntario para la Comunidad –feliz iniciativa de Eugenio Mendoza y un grupo de empresarios conscientes de su responsabilidad para con la historia económica y social del país– fue asunto considerado en el seminario de Maracay –allí cobró plena fuerza y aceptación general–. Destinar parte de las utilidades de los negocios en marcha a programas socio-educacionales constituye una actitud apropiada, necesaria y ante todo compatible con los mejores intereses de la empresa –concluían los asistentes al referido evento–. Hoy más que nunca la empresa privada confronta un reto difícil: por una parte, recuperar la viabilidad económica de las unidades de producción; de otra parte, atender los deberes humanos, los fines éticos y sociales que contribuirían poderosamente a cambiar el actual estado de cosas. En la Venezuela de nuestros días, el reto no es solamente económico, antes bien, se acentúa sobre todo en el campo social e institucional. No habrá bienestar económico mientras no existan condiciones sociales dignas y llevaderas en el país integral, no aquel de las burbujas que agrupan unos cuantos empresarios y pocos consumidores –privilegiados– con poder de compra.
Por encima de los temores fundados de quienes guardan silencio alrededor de temas considerados escabrosos –todo lo que tenga que ver con la política y la cuestión social y humanitaria–, es hora de que el empresariado replantee su función en el progreso económico y social de las clases populares venezolanas –tal como lo hizo en Maracay, en 1963–.
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