El ciclo económico se expresa primeramente en oscilaciones de las tasas de crecimiento en términos reales, una particularidad usualmente repetitiva en el tiempo, aunque desdobla profundidades variables y prolongaciones desemejantes. Para los clásicos de la economía política, la respuesta idónea a los problemas planteados por las fluctuaciones económicas era dejar que las fuerzas de la oferta y de la demanda restablecieran el equilibrio. Una postura que no fue capaz de aportar explicaciones y menos aún soluciones a lo sobrevenido en la Gran Depresión de 1929 –la caída de la Bolsa de Nueva York y sus repercusiones sobre la economía mundial–.
En ese contexto, el gran economista John Maynard Keynes propuso medidas alternativas a los principios y postulados del libre mercado, auspiciando con ellas una decisiva intervención estatal que dio un giro definitivo al pensamiento económico. Keynes –que no era teórico del socialismo– salvaba el capitalismo desafiando a la ortodoxia convencional. Para él la caída del consumo solo se podría remediar con el incremento del gasto fiscal y por tanto del déficit presupuestario en períodos declarados de recesión, con lo cual se estimularía la demanda agregada. Así pues, la intervención estatal en un momento determinado (énfasis añadido), devolvió la estabilidad al sistema capitalista, afianzando de tal manera una nueva doctrina que aún hoy sirve de sustento a las políticas públicas de diversos gobiernos.
Naturalmente y como suele ser el caso en todos los emprendimientos humanos, el regreso a los axiomas de la economía clásica se hará inevitable en la medida que una excesiva intervención del Estado, lejos de apuntalar el sistema o de precaver nuevos desequilibrios, se convirtió en factor de inestabilidad como demuestran los hechos. De allí que la corriente económica y política inspirada en el liberalismo económico clásico –el neoliberalismo finisecular–, haya irrumpido con tanta fuerza y sobre todo como respuesta idónea a los dilemas de los últimos tiempos. Sus defensores auspician el libre mercado, tanto como una drástica limitación del papel del Estado en la economía y una reducción importante del gasto público y de la presión tributaria. En los últimos cincuenta años, notables pensadores como Milton Friedman, F. A. Hayeky Robert Nozick –cuyas ideas fueron incorporadas en numerosos programas gubernamentales–, contribuirán poderosamente a la recuperación de la hegemonía clásica, obviamente bajo diversos matices y resultados dispares.
Pero el capitalismo como sistema que se sustenta en la propiedad de los medios de producción, en modelos que promueven la obtención de máximos beneficios derivados de la inversión privada y de las relaciones obrero-patronales –también del intercambio con otros agentes económicos–, viene siendo objeto de nuevas revisiones, sobre todo en lo atinente a la dimensión social del problema. Hoy se cuestiona una forma de capitalismo que parece haber ignorado el hecho de que la empresa como unidad funcional, más allá de sus atributos económico-financieros –aquellos que entre otras cosas se traducen en el afán de maximizar ganancias o de realizarlas en el menor tiempo posible para cumplir con los bancos–, constituye igualmente una entidad de carácter comunitario –aunque a muchos en este espacio no nos guste el término por sus connotaciones políticas–, no solo por lo que se refiere a sus trabajadores, sino también por sus clientes, por la ciudadanía en su conjunto, cuyos elementos humanos son inocultables.
De allí que Klaus Schwab –fundador del Foro Económico Mundial (WEF)– insista en su visión de esta forma menguada de capitalismo que ya no es sustentable. Para Schwab dicha forma tampoco es capaz de hacer frente a la desigualdad creciente que actualmente moviliza a la sociedad global. Hacen falta muchas medidas para eso, nos dice en el entorno de su propuesta. Primero los temas relativos al cambio climático, donde es necesario que las empresas reconozcan los efectos negativos de sus productos para que se hagan responsables del daño medioambiental que acarrean. Y por lo que se refiere a la inclusión y la justicia social, es importante reconocer a quienes se sienten abandonados, aquellos que temen perder sus empleos bajo el impacto de la cuarta revolución industrial. Para todo ello subraya Schwab la responsabilidad que tienen las empresas de reciclar sus desechos sólidos y líquidos, así como mejorar la formación de sus empleados y elevar sus estándares de vida. También deben ocuparse del bienestar de sus comunidades cercanas.
En este orden de ideas, Schwab adelanta opinión sobre las recurrentes protestas, los movimientos populistas y el giro a la izquierda de los partidos llamados progresistas –algunos hasta hace poco aparentemente más cercanos al centro ideológico–. Cree que lo que estamos viendo, especialmente en Estados Unidos, “…es una reacción al neoliberalismo extremo [el lado opuesto al populismo radical y antisistema, decimos nosotros] y la maximización de beneficios. Está además el factor de las redes sociales que permiten la movilización de quienes se sienten lastrados por la injusticia social…”. Y concluye: “…la conciencia social ha cambiado de una forma tremenda…”. Algo esperanzador, pudiéramos decir, en tanto y en cuanto los empresarios comienzan a exteriorizar un aplicado comportamiento –algunos todavía en el plano de las buenas intenciones–.
De la crisis financiera de 2008 y sus secuelas en materia económica aún no enteramente resueltas, hemos pasado a una crisis social que no se debe subestimar. A la artería de los bajos tipos de interés, se agrega una enorme deuda que se extiende por todas partes, algo que tarde o temprano arrastrará consecuencias; por añadidura, vivimos bajo niveles de incertidumbre política que abrogan los esfuerzos de planificación de cualquier negocio en el largo plazo. Y en cuanto a las políticas públicas, no parece apropiado retomar los extremos progresistas o liberales que encauzaron el debate en épocas pretéritas; más que la dogmática de izquierdas o de derechas, es tiempo del pensamiento equilibrado, inteligente e incluyente, de las soluciones prácticas que asuman el verdadero sentido de lo social y de la conservación de los recursos naturales como fórmula para asegurar una mejor calidad de vida. Pensamos que hoy más que nunca debe arrogarse la esencia de aquella frase que preconiza: “Tanto liberalismo como sea posible y tanto Estado como sea necesario”, siempre –añadimos nosotros–bajo las pautas y principios de la democracia como sistema de gobierno y de un capitalismo humanizado y socialmente responsable como sistema económico.
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