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Imagen Pixabay

La celebración reciente del Día Mundial del Ambiente es ocasión propicia para reflexionar sobre los desafíos y oportunidades planteados a la Venezuela futura por las transformaciones dirigidas a contener los efectos adversos del cambio climático. Una de las metas centrales al respecto es eliminar la dependencia de los combustibles fósiles como fuente energética. Los llamados gases de efecto invernadero que resultan de su quema, como la emanación de partículas contaminantes, han sido señalados como los enemigos a ser erradicados para preservar el ambiente, tan crucial para el bienestar futuro de la humanidad. Ello supone dos formidables retos para la Venezuela posible, una vez desplazadas las mafias destructivas que la han arruinado y puestas las palancas del Estado a cargo de un equipo competente y responsable, que la quiera.

El primer reto apremia a nuestros fundamentos económicos: la Venezuela moderna se amamantó con la renta obtenida por la venta de estos combustibles en los mercados mundiales. Ahora, a propósito de los Acuerdos de París de 2016, las economías principales se han propuesto superar el estilo tecnológico intensivo en energías fósiles, reemplazándolas por energías mucho menos dañinas del ambiente. Entre las metas asumidas está la emisión cero (neta) de gases de efecto invernadero para 2050. En su cumplimiento, países europeos se han comprometido a dejar de producir vehículos automotores de combustión interna para 2030. En algunas de sus ciudades, ya se está prohibiendo su circulación. Estados Unidos, China y Japón persiguen metas similares. Ello plantea una antelación de lo que, en la jerga del mercado petrolero mundial, se denomina “Peak Demand”, es decir, el momento a partir del cual comenzará a reducirse la demanda de estos combustibles en el mundo. Esto significa que se irá cerrando, a partir de entonces, la ventana para la venta de crudo en los mercados internacionales, fuente de sustento nuestro hasta ahora.

Por supuesto que la desaparición de la demanda por petróleo no va a ocurrir de la noche a la mañana. Pero Venezuela se encuentra muy mal preparada para aprovechar sus enormes reservas de crudo durante el período del que todavía dispondría. En primer lugar, porque la destrucción de la industria petrolera, en manos de Ramírez y de los militares que le sucedieron, ha reducido drásticamente su capacidad productiva. Elevar su producción actual (menos de 500.000 b/d) a más de 2,5 millones de b/d tomará, al menos, entre 6 y 8 años. Y requerirá atraer significativas inversiones extranjeras al sector, ofreciendo un marco impositivo bastante más laxo que el actual: Venezuela está lejos de constituir, hoy, “la última pepsicola del desierto” en materia petrolera. Muy posiblemente, la calidad de nuestros crudos –pesados y agrios– llevará a vender a descuentos, amén de que la época de precios altos difícilmente retorne. En consecuencia, el Estado percibirá mucho menos de la explotación petrolera, aún recuperándose el sector.

Por demás, la imperativa derrota de la inflación demandará sustituir el financiamiento monetario de los déficits públicos, por financiamiento internacional. Los organismos multilaterales capaces de proveer estos fondos –Venezuela está en default, marginada de los mercados financieros extranjeros– exigirán, como condición, una profunda reforma del Estado. Visualicemos, entonces, en lugar del petroestado tutor, paternalista, del pasado, con sus alforjas bien llenas para atender cualquier compromiso, a un Estado más pequeño, pero más eficiente, un Estado promotor capaz de dotar al país de condiciones propicias al desarrollo de una economía competitiva, inclusiva y sostenible, no basada en la renta petrolera. Y ello nos adentra en el segundo gran reto a enfrentar.

El “estilo” productivo y comercial del país ha sido, hasta ahora, altamente contaminante con relación al tamaño de su población. Nunca hubo reciclaje de desperdicios, el transporte colectivo deficiente hizo depender de medios de transporte individuales, el precio (prácticamente regalado) de los servicios públicos y de la gasolina llevó a su despilfarro abierto (cuando había). Nos acostumbramos a una economía muy dispendiosa en recursos y en energía.

Insertarnos provechosamente en las corrientes de cambio que están ocurriendo a nivel internacional implica, entre otras cosas, aprovechar recursos, talentos y potencialidades que, en su mayoría, siempre estuvieron ahí, pero desestimados por las facilidades que otorgaba el portentoso ingreso petrolero: el “Estado Mágico” del que hablaba el antropólogo Fernando Coronil. Ello permitiría un fuerte impulso a la agricultura de exportación –deliciosas frutas tropicales, cacao, camarones, arroz, café orgánico– en los cuales Venezuela mostró ser competitiva en el pasado. Adicionalmente, la variada geografía nacional ofrece una riqueza enorme en términos turísticos. Pequeños negocios en red –posadas, comida criolla, tours de aventura, artesanía—auguran “paquetes” turísticos muy atractivos. Piénsese en las oportunidades abiertas a operadores turísticos conectados con las fuentes del turismo internacional. Numerosas iniciativas exitosas al respecto fueron sepultadas en el pasado por la ruina chavista. Y, como insistió la Dra. Carlota Pérez en foro reciente, estas iniciativas tendrán mayores posibilidades de prosperar y la vida del productor del campo será mucho más atractiva, de contar con servicios eficientes de apoyo, tanto en lo personal (educación, salud), como comerciales, provisión de insumos y recreacionales, gracias a una red eficiente de servicios de Internet.

Luego está la enorme resiliencia de la industria manufacturera sobreviviente. Apuntalar sus fortalezas y al tejido industrial y de servicios complementario, y resolver los enormes cuellos de botella y demás obstáculos que han constreñido su expansión, debe estar en la agenda del Estado Promotor.  En fin, existen numerosas oportunidades que sería irreal intentar resumir acá, que se le podrán presentar a Venezuela para un desarrollo posrentístico, competitivo, en sintonía con la preservación ambiental, de lograrse desplazar, cuanto antes, a la camarilla que usurpa el poder.

En esta reinserción fructífera a la economía mundial a partir de los retos y oportunidades que plantean los cambios instrumentados para contrariar el cambio climático, la existencia de un rico reservorio de talento en los más de 6 millones de venezolanos regados en diáspora por el mundo debe convertirse en un plus. Muchos quizás ya no regresen, aun produciéndose los cambios esperados, otros tendrán escaso interés, pero habrá bastantes dispuestos a ayudar en aspectos afines a la provisión de inteligencia comercial, distribución y promoción de productos nacionales. Otros, desde sus actividades actuales, podrán prestar asesorías y ofrecerse en proyectos conjuntos para resolver problemas locales. En fin, los venezolanos de la diáspora podrán convertirse en antena de los cambios que se están produciendo en el mundo y servir de canales para la transmisión de ese know-how al país. Su eslabonamiento con investigaciones de las universidades nacionales, donde sea factible, y con iniciativas privadas, será esencial.

En fin, el Estado Promotor al que nos referimos deberá propiciar el emprendimiento y el fortalecimiento de las capacidades innovativas y tecnológicas de distintos sectores. Descentralizar la toma de decisiones, auspiciando la corresponsabilidad de las comunidades organizadas y de la iniciativa privada en la provisión eficiente de servicios públicos, como en la contraloría social de su gestión, y proveer mecanismos expeditos, justos y ágiles para la solución de controversias, será central para un desarrollo inclusivo, de justicia social. Ello deberá inscribirse en el retorno al ordenamiento constitucional, tantas veces vulnerado, y al respeto pleno de los derechos humanos y de los compromisos asumidos en defensa del ambiente. Hacer de estas posibilidades una realidad implica desalojar a las mafias fascistas de Maduro y sus militares corruptos, del poder.

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