Cuando un beneficio tangible se eleva al plano metafísico de «derecho humano», se impone un deber ineludible e ilimitado a quienes están llamados a velar por su cumplimiento en todos los casos. Lo que empieza como un supuesto gesto humanitario termina como una exigencia de trabajo forzoso.
Tomemos como ejemplo el supuesto derecho humano a la vivienda. Desgraciadamente, no existe un hada de las viviendas que proporcione cobijo a la humanidad independientemente de sus propios esfuerzos. Aparte de las cuevas y los árboles, todo refugio es producto del trabajo y, en el mundo moderno, del dinero.
Siempre ha habido, y siempre habrá, personas incapaces de valerse por sí mismas. Pero su número no está fijado como si se tratara de un hecho puramente natural, y cuantos más haya (es bastante fácil volverse, o que te vuelvan, incapaz de valerte por ti mismo), mayor será el coste para los demás en el caso de que la vivienda sea realmente un derecho que, por definición, no puede ser abolido. Y ese coste, de hecho, puede llegar a ser muy elevado.
Si señalas este aspecto a un defensor del supuesto derecho humano a la vivienda, es probable que te responda: «¿Así que defiendes que se deje morir de frío a la gente en la calle?». De un modo similar, cuando les explicaba a los estudiantes de medicina que yo no creía que existiera un derecho humano a la asistencia sanitaria, se escandalizaban y me preguntaban si, en ese caso, pensaba que había que dejar morir a la gente sin atenderla.
Entonces les preguntaba a esos alumnos si se les ocurría alguna razón, aparte de que tenían derecho a la asistencia sanitaria, por la que no se debía dejar morir a la gente sin atenderla; y curiosamente, la doctrina de los derechos había ocupado tan completamente su imaginación moral que no podían darme ninguna otra razón. Ni siquiera se les ocurría una razón utilitaria, y mucho menos moral. El lenguaje de los derechos nos hace insensibles. De hecho, convierte el pensamiento moral en una especie de geometría euclidiana. Las personas que piensan así pueden convencerse fácilmente de que la crueldad y la insensibilidad son en realidad sus opuestos.
Todos podemos estar de acuerdo en que es mejor no temer detenciones arbitrarias o torturas; en que debemos ser iguales ante la ley; en que se nos debe permitir expresar nuestra opinión; y en que debemos poder considerar estas cosas como dadas, como de derecho, o como si fueran de derecho (no es exactamente lo mismo, aunque tienen el mismo resultado final). Pero una vez que la noción de derechos se extiende más allá de estas cosas, empieza a tener efectos deletéreos.
Por un lado, socava la gratitud y fomenta el resentimiento. No me siento agradecido por lo que recibo por derecho porque es lo que me corresponde. Pero, lo cierto es que a menudo no me es posible recibir lo que considero que me corresponde, por una razón práctica u otra. No me limito a encogerme de hombros cuando esto ocurre; me siento indignado, resentido o amargado.
El Servicio Nacional de Salud británico es un buen ejemplo. En teoría concede un derecho inalienable a la asistencia sanitaria gratuita para todo el mundo, sin distinción y en función de sus necesidades. En la práctica, ha convertido a todo el mundo en una especie de indigente o pedigüeño ante ese servicio sanitario. Los ciudadanos reciben una cita para consultar a un médico como si les hubiera tocado un premio en la lotería o les hubieran concedido una medalla a la buena conducta: se les recompensa por su persistencia en no colgar el teléfono hasta que alguien finalmente les atienda.
La demanda es mayor que la oferta, pero la rigidez provocada por la concesión del derecho a la asistencia sanitaria gratuita hace que el sistema sea incapaz de adaptarse. Todo lo que puede hacer es aumentar la burocracia, lo que sólo empeora las cosas. Una vez más, lo que comenzó como una noble aspiración abstracta resultó en la práctica algo mucho menos idílico: pero ahora la noción de que se trata de un derecho está tan firmemente arraigada en la imaginación moral de la población que una reforma con sentido se ha vuelto políticamente imposible. Se considera que vale la pena pagar cualquier precio con tal de mantener la ficción de que se preserva el principio.
La propia palabra «derecho» parece ejercer un efecto hipnótico sobre quienes la emplean. Los derechos sólo pueden aumentar su número, nunca disminuir. Una vez que se promulga un derecho, se convierte en lo que los franceses llaman un acquis, es decir, algo que se ha concedido de una vez por siempre y ya ha entrado en el panteón de los derechos humanos, de manera incondicionada y, por tanto, irrechazable. Al fin y al cabo, si un derecho estuviera supeditado, por ejemplo, a un contrato o a una coyuntura económica concreta, no sería un derecho. De este modo, la ampliación del régimen de derechos hace que una sociedad sea cada vez más rígida e incapaz de adaptarse a los retos a los que se enfrenta. El recurso al vocabulario de los derechos embrutece el discurso moral y parece reducir la voluntad o la capacidad de las personas para hacer distinciones correctas. Por ejemplo, el derecho a tener un hijo puede interpretarse bien como la libertad de no interferir en la decisión de tenerlo, bien como el derecho real a que se te proporcione uno si lo deseas y por alguna razón no has podido tenerlo. Es posible creer en el primero de estos derechos sin creer en el segundo; pero en la práctica los dos van juntos y la fecundación in vitro se convierte así en un derecho humano incondicionalmente disponible para todos, sin tener en cuenta las consecuencias.
Un régimen de derechos aumenta inevitablemente el conflicto social, así como el poder del gobierno o de la burocracia para arbitrar entre derechos contradictorios. El discurso de los derechos reduce la voluntad de compromiso de las personas que lo asumen. Recuerdo un asesinato que estuvo a punto de producirse en un bloque de pisos a causa de una disputa sobre el derecho de un hombre a poner su música a todo volumen a cualquier hora del día y de la noche. Para él, su derecho a poner música prevalecía sobre el de su vecino al silencio: su vecino, por supuesto, opinaba lo contrario. No cabe duda de que el aficionado a la música no era un hombre considerado, pero creo probable que su concepción de lo que eran sus propios derechos no hiciera sino exacerbar su egoísmo. «Tengo derecho» implica que no es necesaria ninguna otra consideración moral por parte de quien lo afirma. Bajo un régimen de derechos, lo que está legalmente permitido o prohibido coincide con lo que es moralmente permisible o no. De este modo, la ley lo decide todo y se convierte en el único árbitro de la moralidad; el régimen de derechos destruye el peso de la costumbre porque no se puede justificar doctrinalmente. Corrompe el carácter al externalizar la moralidad.
Los derechos humanos se extienden en la sociedad como la tinta en el papel secante. No hace mucho leí en el British Medical Journal que ya no era sólo la asistencia sanitaria un derecho humano, sino la propia salud. En otras palabras, la mortalidad y la enfermedad son, ipso facto, un ataque a los derechos humanos. Esta idea implica una pérdida total de la apreciación de la dimensión trágica de la existencia humana y, de adoptarse, significaría que llegaremos a parecernos a los azande del Sudán que, según el antropólogo social E.E. Evans-Pritchard, creían que toda muerte estaba causada por algún acto de brujería. El hombre nace inmortal, pero en todas partes muere: el problema es buscar no qué, sino quién es el responsable de su muerte. Los derechos humanos, por tanto, fomentan la paranoia: bajo su reinado, a uno siempre le están negando alguno de sus derechos.
El lenguaje de los derechos humanos socava también la virtud personal porque cambia el epicentro de la inquietud moral de lo que uno hace realmente aquí y ahora, o de cómo uno se comporta realmente, a meras abstracciones. Esa inquietud moral se desconecta de las personas concretas o de las situaciones locales y vuela muy por encima de la tierra, interesándose sólo por las grandes colectividades; la gente se enorgullece porque defienden, por ejemplo, los derechos de los inmigrantes sin pensar en el coste para los demás. Ninguna ciudad, ningún país, tiene derecho a considerar sus propios intereses, tan sólo se pueden considerar los intereses de la humanidad en su conjunto. Es tal como lo previó G.K. Chesterton en 1909: desligada de la fe, la virtud cristiana de la compasión se desbocaría, buscando nuevas víctimas a las que compadecer, pero sólo de forma abstracta.
Los derechos humanos se han convertido así en una especie de sucedáneo de religión. Recuerdo a una joven paciente que me dijo que su ambición era llegar a ser abogada. Le pregunté qué rama del Derecho le interesaba, y me contestó: «los derechos humanos». Creo que la expresión autoconscientemente beatífica de su rostro, su conciencia de que iba a hacer puro bien en el mundo, no era muy distinta de lo que cabría esperar en el pasado de una chica de su edad que anunciaba su vocación religiosa.
«Ah, sí», dije. «¿Y de dónde proceden los derechos humanos?».
«No puedes preguntar eso», me respondió alarmada, como si estuviera empujando la base de un castillo de naipes.
Tal vez fuera una pregunta injusta; al fin y al cabo sólo tenía 17 años, una edad poco propicia para la sofisticación filosófica. Pero era evidente que ya había absorbido, o se había tragado entero, un dogma que le habían inculcado, bien los profesores, bien el zeitgeist, o ambas cosas a la vez. Un dogma que debilita los vínculos de nuestra sociedad y la hace muy vulnerable a los ataques del exterior.
Publicado en el diario El Debate de España