La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), proclamada en París por la Asamblea General de la ONU, el 10 de diciembre de 1948, marcó un punto de inflexión en la historia de los derechos humanos. Si bien es cierto que tuvo un precedente de siglos ―sin duda silenciado― que fue el“Derecho de Indias”, instaurado desde el siglo XV, que atendía a los derechos de los aborígenes de los territorios hispánicos de ultramar. El documento de 1948, traducido a más de 500 idiomas, establece por primera vez los derechos humanos fundamentales “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole” que deben protegerse por todos los pueblos y naciones.
De forma precisa y contundente ―que excluye cualquier tipo de interpretación interesada― se enumeran los derechos de todos los seres humanos, libres e iguales: a la vida, educación, trabajo digno y al descanso, así como a la protección contra el desempleo; a su seguridad y libertad de expresión; a la presunción de inocencia y al reconocimiento de su personalidad jurídica;a ser iguales ante la ley y al recurso efectivo ante los tribunales nacionales competentes; a una nacionalidad, al respeto a sus bienes y propiedades; a la libertad de reunión y de asociación pacíficas; a ser protegido de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, así como a su honra o a su reputación. Además, se contempla el derecho a “circular libremente y a elegir su residencia”.(…) En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo en cualquier país”. Así mismo, se reconoce el derecho “de hombres y mujeres, a partir de la edad núbil” y mediante libre y pleno consentimiento de ambos, a casarse y fundar una familia, haciendo constar que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Finalmente, la DUDH precisa que las limitaciones que la ley establezca tendrán como único fin “asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”.
Tan exhaustiva enumeración de derechos podría proporcionarnos un anclaje sólido que garantice el bien común para una convivencia en concordia. Sin embargo, en nuestro tiempo, se ha consolidado una mentalidad caracterizada por pensar que “tenemos derecho a todo” en una interminable sucesión de reivindicaciones que incluyen, incluso, el derecho a un hijo. Cuando en realidad las personas tenemos derecho a enamorarnos, a realizar los actos que pueden dar lugar o no a un hijo, pero nadie tiene derecho a un hijo porque ninguna persona tiene derecho a otra persona.
Para algunos, el fin justificó los medios, ahora las buenas intenciones, los buenos sentimientos, justificarían el recurso a cualquier medio. Mencionaré sólo un ejemplo: el apresurarse a proporcionar a una mujer de 60 años un hijo, por el único motivo de que “lo anhela”, sin reparar en el alcance ético de los medios a los que había que recurrir, ni considerar las consecuencias para el niño y para la propia madre. No hace muchos años tuvimos en España un ejemplo de antología que fue ampliamente divulgado por los medios de comunicación, como un gran logro de la Medicina. Sin embargo, ninguno ―que yo sepa― contó el desenlace: la madre que, según sus propias declaraciones, deseaba encontrar un padre para compartir la educación del bebé, fallecía, antes de que su hijo cumpliera dos años, de un carcinoma como consecuencia del tratamiento hormonal al que había sido sometida.
Nadie pone en duda los buenos deseos de quienes desean un hijo, ni las buenas intenciones de los profesionales que quieren ayudarles. Pero ni los buenos deseos, ni las buenas intenciones justifican el recurso a cualquier técnica: como arrogarse la delegación sustitutiva de un acto personal; la selección de embriones y la destrucción o congelación de otros, que serían hermanos coetáneos del seleccionado.
En 2017 un aguerrido juez de Kentucky negó la adopción de niños a parejas del mismo sexo, con el argumento de que no existe el derecho a adoptar, existe el derecho a ser adoptado: “El niño tiene el derecho superior de recuperar lo que ha perdido en lo natural: un padre y una madre (…). El niño no es un producto para satisfacer un anhelo emocional (…) El niño es el fin supremo de la sociedad y del Estado”. Fue seriamente criticado “por sus prejuicios”, pero hay que reconocer que tenía razón en sus argumentos, porque ―valga la redundancia― eran “argumentos racionales”.
Sin embargo, nuestro contexto social no está con la “racionalidad”; al contrario, el recurso a argumentos sentimentales es eficaz para lograr la confusión que actúa como narcótico de las conciencias, que permite con un poco de habilidad ―por no decir “demagogia”― justificar lo injustificable, con un lenguaje que resulta “biensonante”, incluso “moralista o moralizante”. Pero por mucho que se repita la mentira no se convierte en verdad… tendremos que afrontar las consecuencias.
Inma Castilla de Cortázar Larrea es Catedrático de Fisiología Médica, vicepresidenta de la Fundación Foro Libertad y Alternativa (L&A). Hasta 2008 fue vicepresidenta primera de Organización del Foro Ermua y, desde entonces, presidenta.
Artículo publicado en el diario español La Razón
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