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Denzil Romero en tres libros

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I- El invencionero

Ya con Infundios, Denzil Romero demostraría su extraordinario don narrativo: caracterizado por la concisión argumental, dominio del lenguaje e imaginaría deslumbrante. En 1979, el notable-recordado intelectual (poeta, artista plástico y médico) Carlos Contramaestre me dio la responsabilidad –vía oficio- de leer los originales de El invencionero: compilación de relatos que aprobaré para su edición institucional en la Universidad de Los Andes. Pero, inesperadamente, Monte Ávila Latinoamericana ofreció editarlo y el escritor retiró sus originales de nuestra casa de estudios (1). Esa magnífica y estadal empresa lo cobijó y difundió sus creaciones.

De El invencionero advertí la brevedad de las narraciones, el cultísimo manejo argumental por parte del autor y su recusable propósito de contar más que impactar con finales inesperados. Ya Romero dejaba entrever su inclinación hacia la descripción exacerbada de ciertas atmósferas, empero no al modo hiperrealista garmendiano: su pulsión ficcional nada a nadie debía.

II- La esposa del doctor Thorne

Cuando -en España- Denzil Romero obtuvo el Premio La Sonrisa Vertical, numerosos admiradores de Manuela Sáez (compañera de Simón Bolívar) difundieron, ofendidos, una fortísima protesta: a juicio de ellos, el novelista venezolano irrespetaba la imagen de Bolívar al describir a nuestra Libertadora (así la califican algunos historiadores) como mujer diestra en las artes amatorias.

-«… No se conformaba Manuela con el escarceo del amor sáfico. No le bastaban los toques delicados, ni el cautiverio suave, ni la regalada llaga. No, no se conformaba con el voluptuoso temblor, con los libidinosos cosquilleos y las aplicaciones de los sentidos que la tía Librada le ofrecía. Quería más. Quería un hombre… Un hombre, sí, que la hiciera vivir con su ominosa carne; un hombre que la calmase, que la curase, que la corrompiese; un hombre que la tendiese laxa sobre el sudor de las sábanas y la dejase, ahí, vuelta un estropicio; un hombre que esparciera debilitara, envenenara su perezosa sangre; un hombre que la hundiera en el pantano edénico y la hiciese ser de nuevo légamo primigenio; un hombre que le regalara su larga—gruesa—robusta sabiduría y que la regresase a la tierra y a sus zumos nutricios y al primer batir de las olas del océano, y que la hiciera recuperar de todo el peso y la rotundidad…» (Ob. cit., p. 37. Edición del Círculo de Lectores, Bogotá, Colombia, 1988).

En sus respectivos países, especialmente en Ecuador, pienso que fue errática la percepción que de la novela propagarían ciertos y oficializados «intelectuales».

En párrafos como el transcripto, por ejemplo, podemos apreciar -plenamente- la densidad narrativa romeroniana: representada en una portentosa inteligencia al configurar a un personaje y su entorno. Denzil Romero debió admirar a la heroína de la Guerra de Independencia, una mujer que le daría fortaleza emocional al más notable de los próceres latinoamericanos que la historia registra. Sin dudas, el escritor se documentó: procesó un cúmulo de informaciones y luego vertió a la trama novelesca cuanto pudo ser (aun cuando ficcionada) una indiscutible realidad:

-«…Una de las dos tomó la iniciativa. A buen seguro, fue Manuela. Entonces se besaron en la boca. Plenas, delirantes, primero. Con suavidad, después, en una forma de unión juiciosa, la que da el perfecto amor, al decir de Corneille. Mutuamente, con toquitos leves, apenas deslizando las yemas de los dedos como si hiciéranlo sobre una superficie aterciopelada, se acariciaron las sienes, los párpados, las mejillas, los cabellos, la nuca, el lóbulo de las orejas, el cuello, los pechos, como si quisieran cerciorarse de que en verdad existían y estaban allí, una para la otra. Por largo rato aún se quedaron abrazadas, cual si ese abrazo infantil fuese el acoplamiento total…» (Ídem., p. p. 117-118)

Si Manuelita Sáez fue o no lesbiana, si su «infinita perversión» la impulsó a ejecutar relaciones tenidas por irregulares, es una probabilidad que ninguna (¿crítico?) persona puede vehementemente rechazar o confirmar. Todo lo que sucedería en el decurso de aquellos tumultuosos días está en el firmamento de lo «conjetural».

III- Para seguir el vagavagar

A partir del éxito editorial de su novela La tragedia del generalísimo, Denzil Romero abandonó -para siempre- la escritura de textos literarios basados exclusivamente en su imaginación. Se adhirió a cuanto exigía (todavía lo hace) el mercado editorial internacional: novelas historicistas, donde la documentación sea lo más relevante. Esa -a mi juicio- equivocado y pesetero ultimátum es todavía impuesto a cultores de (ficciones) narrativa en Iberoamérica. Sin embargo, los autores que han claudicado tuvieron algunas libertades: la de, por ejemplo, tergiversar supuestos históricos. Con Para seguir el vagavagar, Romero quiso enfatizar que la temática franciscomirandiana es casi inagotable:

«… En esas solitarias masturbaciones, generalísimo, no te dabas tregua. Tirado entre las sábanas humedecidas, seguías impertérrito imaginando y desimaginando fornicaciones interminables, con Afrodita naciendo de las aguas del mismo Botticelli con su Virgen del Magnificat, con la Santa Justina martirizada de Pablo el Veronés, y con La Venus del Urbino del prolífico Tiziano, rozagante, enrojecida, penumbrosa e iluminada de reflejos». (Ob. cit., p. 121).

En este libro, el autor reincide en su  intencionalidad o regusto por las descripciones «eruditas» de ambientes y hábitos en los cuales –fluidamente- se desenvuelven los hacedores de novelas. El Miranda romeroniano se halla en Italia y experimenta (¿inmorales, acaso?) innumerables situaciones, gozos y triunfos. Es políticamente ovacionado, vive aventuras sexuales y se asombra ante la espectacularidad artística de un territorio mítico:

«… A ratos, dejabas la monumentalidad de la Roma antigua, el Foro y el Coliseo, el antiquísimo Puente Sublicius en la proximidad de la Isla Tiberina o el hermosísimo claustro Cosmatesco del Vassaletto en la Basílica de San Pablo, para meterte en los tugurios y observar de cerca a la plebe ignorante, la única clase social realmente viva que en Roma existe». (Cfr., p. 135).

Al narrar, el hacedor de Para seguir el vagavagar (el lector notará la ironía explícita en el último vocablo del título) se dirige al propio Francisco de Miranda. En el ficciomundo, mi amigo encaró y espetó al prócer para que recordásemos la prolijidad aventurera que lo haría trascender.

@jurescritor

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