Sería extraordinario que Shakespeare hubiese develado cómo hizo sus obras o tener la oportunidad de escuchar a Dostoievski hablar en una conferencia sobre cómo realizó Crimen y castigo. Imaginen a Cervantes dando datos de su mayor obra, Don Quijote, o Dante explicando La divina comedia. Lamentablemente, por las leyes de los tiempos ninguno de ellos pudo hacer esta tarea. Pero gracias a las de otros tiempos, quedó registrado cuando el señor Thomas Mann en 1939, con 64 años de edad, fue invitado a dar una introducción de su mayor obra, La montaña mágica, a los estudiantes de la Universidad de Princeton.
Thomas Mann, como todo un caballero, se desparramó a explicar la creación del libro y las experiencias que lo acompañaron en el transcurso de la escritura. Mann comienza a explicar que en 1912 su mujer enferma de una infección de pulmón, no muy grave; pero requirió que pasara algún tiempo en la alta montaña de Davos, mientras él se quedaba en Múnich con sus hijos. En el mes de mayo visitó a su esposa por varias semanas. Thomas Mann aclara en su charla y cito textualmente:
“Cuando ustedes leen el capítulo, al principio de La montaña mágica, titulado “La llegada”, donde el huésped Hans Castorp cena con su primo enfermo Ziemssen en el restaurante del sanatorio y no solo recibe las primeras pruebas de la excelente cocina, sino también de la atmosfera del lugar y la vida —aquí arriba, entre nosotros—, cuando ustedes leen ese capítulo, tienen una descripción bastante exacta de nuestro reencuentro en ese ambiente y de mis primeras impresiones de entonces”.
En esta declaración Thomas Mann nos dice cuál fue el arranque, la chispa de ebullición de la novela. Luego, en su discurso, señala que, tras diez días, por la humedad y el frío que sintió en el balcón de la habitación, cogió un odioso catarro. Enseguida los especialistas lo atendieron y así se unió a su mujer. Declararon que estaba enfermo de los pulmones y que tenía que someterse a una cura de seis meses, algo a lo que Thomas Mann no le hizo caso, pero que le dio pie para escribir La montaña mágica, haciéndose la idea de lo peligroso que era aquel entorno para la gente joven. Al respecto, aclara en su discurso: “Ese mundo de enfermos de allí arriba, tan cerrado, tiene tal poder de ensimismamiento, que ustedes lo habrían percibido quizá al leer mi libro”.
Esto que dice Thomas Mann me hace recordar el caso de un amigo, quien 6 años atrás había conseguido un trabajo importante en Asia y tenía que estar fuera del Reino Unido por más de 14 meses. Decide rentar un cuarto en Home Care (Casa de cuidados) para su padre, donde este debía compartir espacios con otros adultos mayores y podía cruzarse con personas que sufren de Alzheimer; pero no estaban en su edificio. El padre de mi amigo hacía todo a la perfección; a los 72 años era un hombre enérgico, siempre de buen humor y sin ningún achaque. Recuerdo que hablé con mi amigo 4 meses después de su partida y le pregunté por su padre y me respondió: “Está que no lo reconozco: todos los días le duele algo distinto y hasta sospecha que está perdiendo la memoria”.
Siguiendo con Thomas Mann, el autor decide convertir esas impresiones y experiencias de Davos en un relato. Le vino enseguida tras terminar la novela del príncipe Alteza Real. Días antes de su visita en aquellos parajes concibió que el mejor título para lo que quería contar era La montaña mágica. Y se propuso hacer un contraste humorístico a la Muerte en Venecia: una corta historia. Se planteó hacer una mezcla de la muerte y el divertimento que había comprobado en aquella montaña.
Sin embargo, le asaltó una íntima sospecha acerca de los peligros de expansión de ese relato, de la tendencia del tema a convertirse de algo de peso y desmesurado, en cuanto a los conceptos. Pero aquella idea luego de visitar Davos no le fue del todo fácil; durante años escribiría las Consideraciones de un apolítico, una obra de introspección y de percepción de las contradicciones y las controversias europeas en debate. Luego del servicio armado espiritual al que se vio obligado durante la guerra escribió Señor y perro, intentando retomar de nuevo La montaña mágica, pero se veía interrumpido por ensayos críticos.
Finalmente, en otoño de 1924 aparece La montaña mágica, en dos tomos. Thomas Mann confiesa que cuando la obra fue publicada no tenía la menor confianza en su posible proyección al mundo y se hacía preguntas como (y cito): ¿Era de esperar que un público apremiado y azuzado económicamente estuviera dispuesto a seguir los nexos soñadores de esa composición de pensamientos desplegados a lo largo de 1.200 páginas? Durante el trabajo pensaba en la cita de Goethe: “Que no puedas ponerle fin, te hace grande”.
Debo decir que Thomas Mann se equivocó cuando pensó que la novela que había escrito por la visita de su esposa enferma en aquella montaña de Davos nunca conseguiría lectores, pues nos dejó unas de las mejores obras de literatura mundial. La montaña mágica me produjo alegría y una gran estimulación la primera vez que la leí. Si hay alguien que todavía no ha leído La montaña mágica, le recomiendo que lo haga, ya que luego de leerla se sentirán que están verdaderamente iniciados en el mundo de la literatura. Thomas Mann nos enseña en esta obra sobre la vida, la enfermedad y la muerte, el misterio del ser humano. Pero, sobre todo nos enseña que el secreto de la vida está en el arte.