«Las cometas se elevan más altas contra el viento, no a favor de él».
Winston Churchill
Lo que une a los nuevos presidentes que han asumido recientemente gobiernos de Ecuador, Argentina y Guatemala, es, sobre todas las cosas, la necesidad de fortalecer tanto el respeto a la alternabilidad democrática como la solidez de las instituciones democráticas, indistintamente de la orientación política de quienes asumen la presidencia y de que nos guste o no el candidato que haya resultado vencedor en las contiendas electorales de esos países.
Particularmente ilustrativo resultan, por ejemplo, el talante denigrante y ofensivo de la saliente vicepresidente Fernández de Kirchner, o el retraso de más de nueve horas para que Bernardo Arévalo asumiera la presidencia de Guatemala. Este episodio en particular recordaba la toma de posesión de Violeta Chamorro en la Nicaragua del 90, cuando un Daniel Ortega derrotado se resistía a entregar el poder, y las fuerzas democráticas del continente tuvieron que presionar y manifestarse para garantizar una transición, como lo hicieron en este caso Luis Almagro, Josep Borrell, numerosos jefes de Estado y de Gobierno, y altos funcionarios y representantes que estaban presentes en Guatemala para el acto de traspaso de mando.
Incendios de documentos y archivos, como vimos en Argentina poco después de la toma de posesión de Javier Milei, que harían pensar que el gobierno saliente ha decidido deshacerse de información relevante, o los intentos de desestabilización nacional que han perpetrado las bandas armadas de narcotraficantes en Ecuador y que está enfrentando el presidente Daniel Noboa con apenas 50 días en el poder, son signos inequívocos de la descomposición del sistema democrático, y de su fragilidad, muchas veces provocada adrede por quienes precedieron a los actuales presidentes en el gobierno.
Porque, el común denominador de estos tres casos de outsiders que llegan a la presidencia es que enfrentan a poderes corruptos, enquistados, y sin ningún tipo de respeto por las formas republicanas que permiten la convivencia democrática a través de la constitución, las leyes, la separación e independencia de los poderes públicos y otros principios y valores que en nuestra región parecen haber caído tan en desuso, que dejaron de ser un norte. Pareciera que, la erosión de la institucionalidad de los Estados, lejos de ser etapas superadas en la construcción y profundización de los sistemas democráticos son un síntoma del siglo actual.
El problema es que ese nivel de degradación lleva a nuevos estadios de degradación. Y cuando ha sido promovido desde el Estado, como fue claramente el caso en Argentina, Ecuador y Guatemala, se está atentando, con alevosía, contra la seguridad y el bienestar de la población.
Por ejemplo, analistas políticos expertos en la materia, coinciden en que la inseguridad en Ecuador viene en aumento desde que Rafael Correa pactó con el grupo criminal Latin Kings y ordenó el cierre de la base estadounidense que formaba parte de un acuerdo en la lucha contra el narcotráfico. Como consecuencia, Ecuador se encuentra hoy a merced de mafias y grupos criminales dedicados al narcotráfico, y a ser declarados organizaciones terroristas, que desafían el Estado de derecho, la Constitución y las leyes.
Otro tanto se puede decir acerca de la galopante crisis económica causada por el gobierno de Alberto Fernández –otro aliado del socialismo del siglo XXI– quien a punta de gasto público no controlado y otras medidas populistas, quebró la economía argentina, desató una inflación desbordada y una deuda externa impagable, que ahora debe asumir y corregir el nuevo gobierno, aplicando una serie de políticas de austeridad fiscal.
En el caso de Guatemala, que, al contrario de los otros dos, su gobierno no fue aliado del populismo de izquierda que se ha expandido por la región, la ausencia de independencia de la fiscal general pone en entredicho las alegaciones que pretendían inhabilitar al presidente electo como legítimo sucesor.
Ahora bien, lo que parece folklore de países subdesarrollados, o casos de malas políticas internas, si se abre el compás y se analiza desde una perspectiva más amplia, resulta evidente que forma parte de un mismo libreto que desdeña la democracia y que está diseñado para destruir la fibra social e institucional de los países. Sus autores, sean del signo ideológico que sean, tienen como fin último su perpetuación en el poder tanto como las dictaduras de Ortega en Nicaragua o Maduro en Venezuela. “Ganar tiempo es el fin último del poder vitalicio”, dice no sin razón, una muy respetada amiga conocedora en profundidad de estos regímenes autocráticos. Es lo que ha hecho y promovido Cuba durante 65 años, o China, o la Rusia de Putin, o el Irán de los Ayatolas. Y si lo promueven es porque eso en definitiva además contribuye a debilitar el sistema de valores promovido por Europa, Estados Unidos y sus aliados, en una época en la que estamos transitando a un nuevo (muy precario e inestable) equilibrio de poder.
En un artículo titulado “Delirios de distensión” recientemente publicado en Foreign Affairs, el profesor Michael Beckley argumentaba que si el Partido Comunista chino deja de promover autocracias en el mundo, corre el riesgo de verse afectado internamente por olas revolucionarias, y a lo externo, por el establecimiento de gobiernos que promoverán los derechos humanos y en consecuencia estarían inclinados a criticar y sancionar a China, y que por el contrario, si Estados Unidos deja de proteger y estimular el nacimiento y fortalecimiento de democracias, muchas terminarían por desaparecer detrás de la “cortina de hierro china”.
Por eso, apostar al debilitamiento de la democracia o a su no recuperación, apostar al apaciguamiento gatopardiano pensando en las prebendas inmediatas personales, o creyendo, como Neville Chamberlain, que sacrificando Checoslovaquia evitaría un mal peor, es apostar contra sí mismo, porque la historia está plagada de ejemplos en los que en definitiva gana la guerra, o gana la pobreza y la persecución de la población, o gana el mundo gobernado por las tiranías.