La humanidad vive momentos en extremo complejos, pero no por la propia dinámica global de conflictos, en un contexto de enorme divergencia de intereses, a la que se ha sumado la pandemia de covid, sino por un hecho transversal y patente que, no obstante, parece ser el menos advertido, a saber, el uso de los principios democráticos y de los mejores valores universales como las armas más efectivas para la desintegración de tejidos democráticos y, en consecuencia, para el sometimiento de rehenes en aquella suerte de guerra «total» contra la libertad.
Si, verbigracia, se considera con detenimiento la argumentación con la que se intenta disimular la deriva totalitaria del Gobierno salvadoreño, se podrá entender el sentido de tal planteamiento, por cuanto el derribo de estructuras y el abandono de prácticas contrarias a la voluntad de la ciudadanía y coartadoras, por tanto, del ejercicio de su soberanía, conforman la idea que ha servido de justificación en la empresa de establecimiento de estructuras y adopción de prácticas que podrían resultar contrarias a la voluntad de los ciudadanos y acabar por coartar aún más el ejercicio de esa soberanía.
La impecable lógica que sostiene las proposiciones de Bukele —peligroso maestro de la argumentación— no tiene en modo alguno unívoca correspondencia con los ideales de libertad y democracia que este dice propugnar. De hecho, los pasos dados en días recientes en El Salvador no parecen conducir a un futuro sustentado en una sólida institucionalidad democrática —o lo que es lo mismo, en poderes independientes y garantes del continuo fortalecimiento del Estado de derecho— y en un amplio consenso en torno a un incluyente proyecto de país, sino a uno labrado por una «mayoría representativa» que cada día representará a menos, hasta que únicamente vele por sus propios intereses, tal como ocurrió en Venezuela tras el ascenso de Chávez al poder.
Este, en efecto, no solo utilizó los resortes de la democracia para hacerse con tal poder, sino también para pervertirla, debilitarla y, finalmente, destruirla; todo bajo la sacra égida de la reivindicación de los derechos del pueblo detrás de la que tantos impostores se han escudado para luego convertirla en una miríada de incumplidas promesas.
Por supuesto, ese perverso uso de los mecanismos democráticos en contra de la propia democracia no es nuevo. No lo ideó Bukele —si es que sus acciones en verdad siguen ese camino, como parecen indicar todas las señales— ni tampoco lo inventó Chávez. El gran problema hoy es que tan inicua práctica se está generalizando y refinando de un modo alarmante, como lo han puesto de manifiesto los giros que han dado legítimos reclamos sociales, en no pocos lugares, al ser usurpados y desviados de sus originales propósitos por promotores de la violencia y del caos cuyos fines son más bien opuestos al bienestar de las mayorías.
La violencia inducida en el marco de las pacíficas protestas que tuvieron lugar en Chile o en Estados Unidos hace unos meses, o la que ahora mismo se está provocando en Colombia para generar confusión y facilitar así una desestabilizadora manipulación, son buenos ejemplos de ello.
Buenos, pero no los únicos, ya que la variedad de ardides que en estas peligrosas horas concurren en la procura del más vil de los objetivos es, por decir lo menos, pasmosa, al igual que el carácter rayano en lo inverosímil de algunos, como aquel que se ha traducido en la creciente incorporación de violadores de derechos humanos a instancias de toma de decisiones estratégicas del sistema internacional de defensa de tales derechos —verbigracia, la reciente del misógino régimen iraní a la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer de las Naciones Unidas, y nada menos que para presidirla—.
Se trata de un marco dentro del cual, por la habilidad de los enemigos de la democracia —que no son «brutos», que sí aprenden de sus errores y fracasos, y que además buscan constantemente novedosas formas de lograr sus propósitos—, buena parte de los defensores de esta se están atando a sí mismos las manos con las tradicionales fórmulas que, aun cuando constituyen el eje del cada vez más lejano y difuso «deber ser», son ahora instrumentalizadas por los primeros de maneras que las transforman en efectivos medios para la materialización de lo contrario.
Venezuela no es la excepción en tan trastocado contexto. Si no se entiende, fácil es imaginar lo que aquí ocurrirá.
@MiguelCardozoM