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Democracia anormal

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La nuestra es una época de democracia anormal. Algunos piensan que basta con volver a cierta normalidad política para que el rumbo de la democracia tome su cauce ordinario; otros piensan que ha llegado el momento de crear algo diferente o radical. Quizá no nos hemos percatado de que, de un lado u otro, ya no están hablando de la misma forma de gobierno cuando dicen “democracia”.

Tanto académicos como fuerzas políticas coinciden en que la democracia está en crisis. Para los actores políticos, el origen de la crisis, o bien está en los que gobiernan ―la concentración del poder en Nicaragua o Venezuela―, o bien está en los que buscan arrebatarles el poder ―en México, el discurso presidencial insiste en que los “conservadores” impiden la transformación del país―.

Desde la academia, si bien han identificado tres factores que amenazan a la democracia, a saber, pulsiones autoritarias, populismos y tendencias iliberales; la diversidad de ideas y conceptos que han acuñado para explicar la actual crisis da cuenta de la complejidad que ella encierra. En este sentido, a partir del clásico término de “democracias delegativas” podemos encontrar, entre otros aspectos, democracias fatigadas, débiles, iliberales, autoritarias, frágiles.

¿Pero qué democracia está en crisis? La normal, es decir, esa forma de gobierno sobre la que hubo acuerdo acerca de sus principios básicos ―libertad individual e igualdad política― y sobre sus instituciones ―representativas― que hacen realidad la voluntad popular expresada a través del sufragio universal. La democracia normal es la que se consolida después de la Segunda Guerra Mundial acompañando al estado de bienestar y que mantiene sus principios básicos en el posterior Estado Neoliberal Global.

En la democracia normal, el “quién” y el “cómo” forman un consenso. El “quién” de la democracia era el más amplio número de ciudadanos caracterizados por sus libertades y su derecho a la participación política a través del “cómo”, es decir, aquellos procedimientos que les permiten participar en la toma de decisiones colectivas, por ejemplo, las elecciones. Las campañas electorales se dirigían a la ciudadanía, pero hoy esto ha cambiado, pues el “quién” está en disputa.

Tanto si se presentan como oposición como si son parte del gobierno, los actores políticos han dejado de tener consenso sobre el “quién” democrático. En la actualidad, cuando aquellos actores dicen “mexicanos”, “colombianos”, “chilenos” y no dicen ciudadanos, quieren decir “pueblo”, esto es, un ente fragmentado de la ciudadanía sobre el que buscan legitimar su acceso al poder mediante eso que llaman democracia, o sea, las elecciones.

En la democracia normal, el poder es un lugar vacío que buscaba ser ocupado por fuerzas políticas que “representan” a la ciudadanía, aunque sea de forma parcial. En la democracia anormal, el poder es un espacio vaciado de esa representación y que los partidos políticos buscan colmar con una parte del todo. En la democracia anormal el discurso político hace de esa parte ―los pobres, los nacionales, los excluidos, los ofendidos― la única legítima para tomar decisiones colectivas.

Muchos no se han dado cuenta de que esto significa la desaparición del consenso sobre lo que debemos entender por democracia. Mientras que para populistas basta con el apoyo ―legítimo, por cierto― de su pueblo para llegar al poder, para algunos autoritarios basta con el sustento de las fuerzas políticas y sociales correctas para mantenerse en el poder. Ya no es necesario hablar de derechos, libertades o participación; basta con decir “elecciones”, “patriotas” o “pueblo” para hablar de democracia.

Hemos errado al creer que para explicar la actual crisis democrática, debemos pensar en la democracia formada por un núcleo que, de alterarse, implica su degeneración. Pero si la solución es volver a la democracia normal, ello implicaría cerrar las vías para la denuncia de exclusiones e injusticias legítimas porque efectivamente hay un “pueblo” que ha sido ignorado por el consenso hegemónico de la democracia normal.

De ello se han aprovechado algunos actores políticos, a través de la polarización y la fragmentación, para desfigurar a la democracia. Arropados con la bandera de su “pueblo”, no alcanzan a entender que sin límites a su poder no habrá democracia. Por ello, no podemos dejar de denunciar sus amenazas, pero mientras pensemos que la vuelta a la democracia normal sea la solución, no sabremos cómo hacer frente a aquellas amenazas.

La idea de la democracia anormal, esto es, la idea de que hemos perdido el consenso sobre el significado de la democracia, y su disputa por el “quién”, es una oportunidad de atacar viejas desigualdades mediante nuevas potestades. La idea de la democracia anormal busca enfatizar el hecho de que la democracia, sus valores e instituciones, es el resultado de sus impugnaciones. Nos encontramos en ese momento: más vale que sepamos cómo transformarla, para no perderla.


Alberto Ruiz Méndez es doctor en filosofía y profesor en la FFyL, UNAM, la Universidad Anáhuac México y la Barra Nacional de Abogados en México. Coordinador del Proyecto ¿Debilitamiento o consolidación de la democracia en América Latina? Estudiante posdoctoral de la Universidad Autónoma Metropolitana.

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