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Delincuencia y política: el Foro de Sao Paulo

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Está en curso una desgraciada tendencia, en muchos lugares del planeta: el abrazo, sin disimulos, sin escrúpulos y sin rubor, entre políticos y delincuentes. Cualquier historiador podría levantar la mano para sostener, y con razón, que los vínculos que han unido a los hombres de poder con el poderío de los delincuentes se remontan hasta la Antigüedad. Pero en los últimos tiempos, no solo en América Latina, se ha producido un cambio sustantivo: en varios países la delincuencia ha asaltado el poder.

Hay que entenderlo: lo que está ocurriendo sobrepasa al fenómeno de la corrupción. Ya no se trata de la antigua y reiterada operación, según la cual, un mafioso con recursos a su disposición, especialmente financieros, “compra” favores, contratos, prebendas, complicidad, omisión o impunidad de policías, jueces, carceleros, parlamentarios y autoridades. La práctica, a través de los siglos, ha sido la del ocultamiento: corruptor y corrompido operaban en las sombras. Intentaban mantener sus relaciones y acuerdos, fuera de la vista de los demás. La corrupción era inseparable del secreto. La participación de intermediarios tenía como objetivo proteger la identidad del político o el poderoso que vendía sus decisiones (como, por ejemplo, la de no actuar o dejar el campo abierto para la acción de los delincuentes).

Lo nuevo o relativamente nuevo es que la delincuencia ha invadido el campo de la política. El auge de la política-basura (la política basada en denuncias, invasión de la vida privada de los adversarios, escuchas telefónicas, acusaciones del más diverso tenor, uso de lenguaje procaz, prácticas de espionaje, delaciones y más), se ha sumado al odio que destilan las redes sociales, donde circulan señalamientos gravísimos, con frecuencia de fuentes anónimas, que se hacen virales, en algunos casos, con la intervención de maquinarias destinadas a ese fin.

La destrucción de la política, es decir, el desconocimiento reiterado de su imprescindible necesidad, de su pertinencia social, de su credibilidad y de su legitimidad, despeja el terreno para que delincuentes -mejor dicho, delincuentes políticos-, envueltos en los ropajes del izquierdismo, el populismo, el nacionalismo, el socialismo y otros ismos afines, accedan a la política como vía de ingreso a los bienes que produce el trabajo de las personas, las empresas y las sociedades.

El uso de todas las formas de lo violento y lo ilícito para conquistar el poder fue patentado por el leninismo, que lo puso en práctica en la Rusia de 1917: hacerse con el control matando, asaltando propiedades, violando niñas y mujeres, destruyendo bienes -especialmente aquellos que tenían un carácter simbólico-, expropiando y más. Lenin formuló unas prácticas, en las que los matones estaban llamados a cumplir un papel fundamental: el de arrasar con la política, desterrarla de lo público, para que en su lugar se instauraran prácticas como el engaño, el sabotaje, el atentado, las golpizas y asesinatos, el ataque terrorista, la invención de expedientes, la persecución y aniquilación de los disidentes, la sistematización del espionaje, el acoso de los defensores de la libertad, la eliminación de la libertad de prensa y mucho más. Insisto: en el origen mismo de la práctica comunista quedó establecida la incorporación de la delincuencia y los delincuentes como las herramientas fundamentales de conquista y gestión del poder.

En la historia de la izquierda en América Latina -salvo excepciones- la acción de lo ilícito ha sido reiterada en la mayoría de los países: secuestros, asaltos a bancos, ataques terroristas, acciones de sabotaje, devastación de bienes privados y públicos, asesinato de empresarios, funcionarios, militares o policiales, conformación de grupos de guerrilla que han causado pérdidas humanas y patrimoniales cuyo alcance es incuantificable. Lo asombroso, y esta es quizás la más perniciosa irradiación del leninismo, es que mucha de esa actividad delictiva, ha sido justificada y legitimada, en alguna medida, por discursos de pretensiones académicas o de carácter político-social.

Que el Foro de Sao Paulo se haya erigido en una especie de casa matriz de lo ilícito; que haya articulado una red de gobiernos encabezada por corruptos; que se haya dado a la tarea de corromper a jerarcas de las fuerzas militares y policiales de varios países -Venezuela y Nicaragua, de forma exitosa-; que haya incorporado a su membresía a organizaciones dedicadas al narcotráfico y el terrorismo como las FARC; que actúe como operador de regímenes abiertamente fuera de la ley como los de Ortega y Maduro; que active mecanismos para proteger a prófugos de la justicia como Rafael Correa y Evo Morales; que cante loas a delincuentes como Lula da Silva y Cristina Fernández de Kirchner, no debe sorprendernos: está en su genética.

Ni debe sorprendernos que en varios países del continente hayan sido detenidos funcionarios venezolanos -policías, miembros de grupos paramilitares, malandros de largo expediente- que fueron diseminados por Maduro, con el objetivo de estimular la desestabilización. Tampoco debe sorprendernos que tenga distribuidos por toda América Latina agitadores, adeptos, militantes del resentimiento, psicópatas, grupos de delincuentes y pequeñas células que, apenas se presenta una oportunidad, salen a las calles, no a protestar sino a demoler; no a formular una propuesta, sino a prender fuego, martillar, acabar con bienes y vidas, sin justificación ni lógica alguna. Salen a la calle a imponer la violencia. A mostrar la capacidad de los delincuentes de dominar a la sociedad. Salen a recordarnos por qué, en los últimos tiempos, un sujeto como Diosdado Cabello se ha convertido en un factótum del Foro de Sao Paulo, y Caracas, el lugar donde se reunieron a finales de julio, y donde se reunirán el próximo mes de enero.

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