Crecientemente desarticulada, la familia venezolana se ha reducido a un núcleo exageradamente elemental de supervivencia dentro y fuera del país. Un elevado y alarmante porcentaje de nuestra población sufre las duras condiciones de desplazamiento y búsqueda de refugio en el mundo entero, al igual que lo hacen aquellos que, sintiéndose atrapados, deambulan por el territorio nacional apostando por parajes más seguros para los suyos.
El hogar de los abuelos ya no es un referente de toda la prole que antaño compartió cumpleaños, bautizos y primocomuniones, soldando muy bien los afectos. Ahora tiene muy profunda la herida de las distancias que jamás lograrán cubrir las aplicaciones telefónicas, pues, salvadas las proporciones, tan difícil es venir al país y devolverse a otro por muy vecino que fuere, como transitar de Caracas a Valencia y viceversa, por los altos precios y riesgos de transportación, aunque hablemos de un vehículo propio, sumado al inexorable desapego entre familiares de la generación siguiente que el tiempo impone.
En España polemizan en torno a una normativa que sintetiza más de quince modelos, prototipos o dispositivos familiares, mientras en Venezuela desaparece la noción misma de la familia por consanguinidad y afinidad, desintegrándose a la vuelta de la esquina. Los más jóvenes huyen del terruño y, más allá o acá de las fronteras, incluso, resignados a no proseguir la vida académica, aportando al PIB de otras latitudes, experimentan un progresivo desarraigo que ya algunos no pueden atajar.
Tratamos del inmenso costo emocional de las transformaciones demográficas que hemos padecido en los últimos años, ejemplificada por una diáspora inicialmente disparada por la intensa represión y represalia derivada de las protestas de 2014 y 2017; antes, tímidamente manifiesta por el quiebre estructural de los ingresos petroleros entre 2012 y 2013, y, hoy, igualmente masiva y continua al consolidarse la crisis humanitaria compleja. Sin embargo, entendida la perspectiva de una guerra psicológica que tan eficazmente nos estremece, también debemos ensayar el problema desde el Estado mismo y uno de sus elementos existenciales.
Realizamos el censo poblacional por 140 años, con la impuntualidad propia de las más difíciles coyunturas, y, consecutivamente, por medio siglo, hasta no hacerse en 2021, silenciadas las autoridades correspondientes frente a un hecho tan grave. De dudosos resultados respecto a las dos lejanas jornadas efectuadas en la presente centuria, por lo menos, los venezolanos no sabemos con una exactitud razonable cuántos somos acá y cuántos viven en el exterior, intuyéndonos como un conglomerado de rápido envejecimiento, tal como ignoramos las cifras educativas, sanitarias, criminales, macroeconómicas, electorales, o de cualquier otro ámbito, susceptibles de verificación: peor, paradójicamente convertidas las estadísticas en secreto de Estado, el que lo deja de ser en la medida que aminora cada vez más significativamente el número de sus habitantes, como la extensión del territorio que controla, en beneficio de la ínfima minoría armada que ha dislocado el ejercicio del poder.
La ausencia, mudez o manipulación de las estadísticas, es algo tan grave como la indiferencia generalizada hacia un fenómeno demográfico que luce son solo obvio, sino que explica la entronización misma del régimen venezolano que ha expulsado cerca de ocho millones de coterráneos, literalmente arrojados a los peligros y demás vicisitudes del extranjero, como proporcionalmente sucedió y todavía sucede en Cuba, en la que miles de sus hijos intentan huir del hambre y la esclavitud. Todo régimen de fuerza capaz de prolongarse, intenta y, más de las veces lo consigue, rediseñar demográficamente al país que castiga, auspiciando procesos que idean y ejecutan con la misma paciencia quirúrgica del que trama la sucesión específica del poder.
Comprobado el copioso desalojo de los venezolanos, no parece difícil conjeturar sobre el aparente despoblamiento de nuestro territorio, la recomposición demográfica y sus beneficiarios. Nada baladí el asunto, afecta nuestra existencia, identidad y ocupación de un lugar bajo el sol.
@Luisbarraganj