Ilustración: Juan Diego Avendaño

El 29 de noviembre pasado murió en Kent (Conn. USA) Henry Kissinger (nacido Heinz Alfred, en Fürth, Alemania), Asesor de Seguridad del presidente Richard Nixon y luego Secretario de Estado de Estados Unidos (1969-1977). Acababa de cumplir cien años, convertido en oráculo de una forma de hacer política. En nombre del “realismo político” promovió el “deshielo” con la Unión Soviética, la apertura de China, el fin de la guerra de Vietnam; y también el golpe de estado contra Salvador Allende en Chile. Sin duda, fue uno de los artífices del mundo político (todavía no total y globalmente integrado) que conocemos.

Al término de la segunda guerra mundial, derrotadas las potencias contrarias al humanismo y la democracia, se creyó posible (Carta de la ONU) construir un nuevo sistema político internacional, basado en valores universales (la dignidad humana, la justicia y el respeto al derecho, la libertad, la igualdad y el progreso social), compartidos por estados de distintos regímenes, para convivir en paz y seguridad y practicar la tolerancia, y promover el avance económico y social y elevar el nivel de vida de todos los pueblos. Se crearon instituciones como instancias de encuentro y de superación de conflictos. Pero, las esperanzas de asegurar un futuro mejor para los hombres duraron poco. Casi de inmediato surgieron superpotencias que se enfrentaron por el predominio mundial y aparecieron nuevos factores dispuestos a participar – con los medios, recursos y armas disponibles – en los juegos del poder, aun cayendo en contradicción con los principios que decían sustentar.

Los creadores del derecho internacional (Francisco de Vitoria, Francisco Suarez, Alberico Gentili y Hugo Grocio, principalmente) se empeñaron (s. XVI y XVII) en fundar las relaciones entre los estados (sobre todo europeos) en base a principios y normas de carácter universal, derivados esencialmente del derecho natural. Durante los tres siglos siguientes se dieron pasos en esa dirección, entre éxitos (como la creación de organizaciones internacionales) y fracasos (como el estallido de grandes guerras). En el siglo XIX comenzó su vigencia global, al ser adoptado por las naciones americanas (tarea en que destacó Andrés Bello) e imponerse en las antiguas de Asia. Luego en las de África, tras la descolonización, en el siglo XX. Después de la última conflagración mundial, se retomó el camino y se ampliaron los temas regulados. Ese proceso se intensificó con la caída del muro de Berlín. Con todo, el reconocimiento de la legitimidad no ha sido fácil.

Desde la antigüedad algunos pensadores, por lo general en el círculo de los monarcas, sostuvieron que la actuación del estado debía acomodarse a la situación existente y, específicamente, al interés del gobernante. Sin duda, tal conducta – por parte de los primeros dueños del poder organizado – precedió a la doctrina. La primera exposición conocida de ésta corresponde a Chanakya (375-283 a.C.), llamado Kautilia (“engañoso”, “deshonesto”), asesor de Chandragupta fundador del Imperio Maurya (322-185 a.C.). Se le atribuye el Artha-shastra, importantísimo texto antiguo sobre el estado. En él sugirió el empleo de cualquier recurso efectivo (incluido el asesinato) para obtener los objetivos pretendidos. Dieciocho siglos después Nicolás Maquiavelo (1469-1527) describió la realidad del poder de su tiempo. Los príncipes actuaban atendiendo a las circunstancias, con “realismo”, generalmente alejados de cualquier norma moral. Los orientaba la consecución de un fin (sin importar los medios) y la doctrina de “la razón de Estado” (desarrollada después extensamente).

Precisamente cuando parecía afirmarse la validez y vigencia del derecho internacional – tomaba fuerza la rama del derecho humanitario!– se planteó la necesidad de superar situaciones anómalas e insostenibles con soluciones derivadas de las realidades existentes. Jugaron papel primordial las tesis de Willy Brandt, canciller de Alemania Federal (1969-1974), sobre las relaciones con la Unión Soviética y sus satélites del este de Europa (Neue Ostpolitik, Nueva Política Oriental); y de Henry Kissinger sobre la distensión (“el deshielo”) del Occidente con el bloque comunista y la incorporación de la República Popular China a la comunidad internacional. El realismo de ambos (seguido por muchos otros), tenía un antecedente de prestigio: el del príncipe austriaco Klemens von Metternich, impulsor y verdadero director del Congreso de Viena (1814-1815) que con el propósito de restablecer “el orden en Europa”, pretendió crear un auténtico equilibrio entre todas las potencias (Rusia, Prusia, Austria, Inglaterra y Francia).

Al mismo tiempo, otra tendencia, el “cinismo”, se ha propagado en las relaciones internacionales. Caracteriza a algunos gobernantes, especialmente de regímenes autoritarios o populistas. El término no tiene igual significado que en la antigüedad (“desprecio hacia las convenciones sociales y las normas y valores morales”). Más bien, “la desvergüenza (descaro, desfachatez) en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables” (DLE). Con frecuencia se traduce en atribuir al contrario las propias intenciones o errores o en afirmar a favor lo que se critica al contrincante. Implica falsedad, mala intención. Con plena conciencia (a veces “ilustrada”), se actúa incorrectamente.  El fenómeno ha sido estudiado por el alemán Peter Sloterdijk en el ensayo Crítica de la razón cínica (1983). Pero, es muy anterior: en el Congreso de Berlín (1883-1884) las potencias justificaron el reparto de África en “la extensión a sus pueblos de los beneficios de la civilización”.

Actos de cinismo llenan muchas páginas de la historia contemporánea. Durante la segunda mitad del siglo pasado, se mantuvieron en vigencia doctrinas que pretendían justificar con falsos argumentos las intervenciones de las superpotencias: la doctrina Brézhnev (URSS) en “la defensa del socialismo” y la doctrina Johnson en “el peligro de los intereses esenciales de Estados Unidos”. Apenas hace unos días, al iniciarse la operación del ejército israelí en la Banda de Gaza, el jefe de Hamas, instalado en Qatar, denunció la violación por Israel de las normas del derecho Internacional. Podría haberlo hecho alguno de los gobernantes que apoyan aquel movimiento. Pero, lo hizo – en gesto cínico y desafiante – el principal dirigente de la organización responsable de la comisión de crímenes y atrocidades (invasión de un estado, asesinatos y daños de personas, destrucción de bienes, toma y retención de rehenes civiles) todas acciones prohibidas y sancionadas por el derecho internacional.

El 24 de febrero de 2022 las tropas rusas irrumpieron en Ucrania con el propósito de instalar un nuevo régimen (sumiso a los dictados del Kremlin) y anexar el territorio. Contra normas precisas del derecho internacional invadieron un estado soberano, cometieron atrocidades contra civiles ucranianos e, incluso, arrebataron a miles de niños que trasladaron a Rusia donde fueron entregados en adopción a familias que no los conocían. Actuaron con dureza y brutalidad. Setenta años antes con igual violencia habían procedido los soldados chinos cuando invadieron las tierras del Tibet, un país pacífico que entonces (desde 1912) y antes por siglos había mantenido su independencia. Podrían citarse muchos otros ejemplos de comportamiento similar. Constituyen afirmación de la “validez” de la fuerza en el manejo de las relaciones internacionales. Algunos califican esa forma de obrar como “brutalismo”, en referencia al proceder de los irracionales, aunque se cumple de manera consciente y voluntaria.

Esa forma de proceder no es nueva. Debe recordarse que la guerra (hasta la considerada justa) supone violencia y ruina. Lo advirtió Grocio; y también Hobbes. Aunque aún en los tiempos antiguos hubo quienes trataron de evitarlas, la furia y la crueldad extremas, innecesarias, siempre surgieron y caracterizaron la manera como algunos pueblos hacían la guerra. Habría que agregar que para los derrotados que sobrevivían se prolongaba en esclavitud. Las invasiones de los mongoles (siglo XIII) diezmaron poblaciones enteras, en una orgía de terror. A pesar de las disposiciones reales, la conquista de algunos reinos americanos (siglo XVI) se obtuvo a caballo y con la espada. Y tras el reparto de África (siglo XIX), las potencias europeas aseguraron su dominación con la muerte de miles de nativos y la destrucción de sus culturas. El brutalismo ha sido, pues, permanente en la historia y se ha practicado en muchos lugares.

Parece que el cinismo y el brutalismo imperan en la política internacional. Figuran ciertamente entre las prácticas preferidas por gobernantes de muchos estados. En contraste, hace apenas unas décadas se pensaba ingenuamente (en buena parte del mundo) que se abandonarían aquellos procedimientos. Aunque no desaparecieron y se observaron en distintos escenarios (invasión de Hungría en 1956 o de Kuwait en 1990), eran menos frecuentes y condenados por la comunidad internacional. Pero, ahora, en la era del planeta interconectado, regresaron y son aceptados. Son expresión de la negación de principios, valores y normas absolutos y universales propia del relativismo moral dominante.

X: @JesusRondonN


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