Lumpen fue el nombre que los antiguos romanos le dieron a la ausencia de luz. De hecho, llamaron lum al esplendor o claridad de la luz, mientras que a su ausencia, su falta o carencia, la llamaron pen. Un lumpen es, propiamente, un «alma en pena», la negación abstracta de todo intelligere y de todo religare, la representación más próxima, más fiel y viviente, de la pobreza espiritual. Sin la luz -la misma que invocara Bolívar al fundar la “Casa que vence la sombra”-, es decir, sin riqueza espiritual, es inevitable el surgimiento y la patentización de la pobreza material. Lo uno inevitablemente conduce a lo otro. En su tratado de Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que “obrar por ignorancia parece cosa distinta de obrar con ignorancia, pues todo malvado desconoce lo que debe hacer y de lo que debe apartarse, y por tal falta son injustos y, en general, malos”. En una expresión, “la ignorancia no es la causa de lo involuntario sino de la maldad”. A menor luz menor moralidad. A mayor ignorancia el prejuicio crece con toda su inmediatez, se desborda el instinto e irrumpe la agresión contra el otro. La sublimación del malandraje -del portugués malandragem– es el imperativo categórico de la barbarie que se consolida como modo de existencia, como determinación del ser social.

En el 18 de Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx define al Lumpenproletariat bajo estos términos: “Bajo el pretexto de una sociedad de beneficencia, se organizó el lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada escuadra dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza. Junto a los roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, los vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, los vagabundos, los reservistas, los presidiarios, los huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, malandros, carteristas y rateros, jugadores, proxenetas, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, mercachifles, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante, con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre”. Cualquier parecido de aquel “bonapartismo” con este “bolivarianismo” no es mera coincidencia.

En Venezuela -y es muy probable que en buena parte de la América Latina-, durante los últimos tiempos, el lumpanato ha devenido objetivación de una cultura mercenaria, al punto de que sus formas tipificantes han logrado penetrar sensiblemente el tejido del Estado, hasta herirlo de gravedad. Las virtudes del quehacer político han dado paso a la trapisonda del arrabal, lo más cercano a las truculentas “culebras” de las cada vez más decadentes telenovelas que se transmiten por ciertos canales televisivos. Hay psiquiatras, con evidentes problemas de resentimiento social, que han hecho del cinismo su ejercicio habitual de acción y reacción política. Como también hay ciertos trogloditas de profesión y fe (en este caso, barbárico, cínico y cruel), por cierto, cada vez más solitarios, que en su desesperación por figurar como sea, promueven la intriga a manera de último recurso para poder preservar lo que de hecho ya no les es posible seguir preservando.

Puede ser que, como ocurre con harta frecuencia en las ya citadas teleculebras, las toxinas de la cizaña surtan su efecto por un tiempo, pero no el suficiente como para que los perjuicios causados durante los últimos veintitrés años a la sociedad entera se mantengan indefinidamente. Tarde o temprano, la carencia absoluta de luz -precisamente, el lumpen- queda sorprendida en la tristeza de su lúgubre verdad: la ausencia de todo principio, de toda consciencia social, de esa manía de mentir que es ajena a todo honor y a toda honra. Y es que, en efecto, el lumpanato que ha secuestrado al Estado pretenderá, subjetivamente, valerse de lo que sea para mantener el poder y retardar así sus compromisos con la justicia. Pero la historia, como la razón, tienen su astucia. Serius ocius. Es una cuestión de tiempo histórico, y todo indica que sus días están contados.

El nuevo consenso social no surge post factum, es decir, una vez que se ha extinguido la hegemonía del régimen anterior y tiene su inicio la recomposición -o la reorganización- de la sobrestructura política de una determinada formación histórica. Si los vicios de la vieja sociedad permanecen intactos, si no se consolida desde ahora un nuevo modo de ser y de pensar, si persiste la decadencia propia de las trapisondas del lumpanato, que terminaron devorando el interior del ser y de la consciencia venezolanas, al punto de hacerlas implotar, gatopardianamente todo cambiará para seguir como está. Es, pues, imperativa la construcción de una política educativa y cultural lo suficientemente capaz de motivar en cada individuo un auténtico cambio civil. Quizá como nunca antes, la fuerza política que se propone superar las miserias del presente tenga la obligación, es decir, el compromiso ético-político, de asumir con sentido enfático la conformación de una nueva ciudadanía, una nueva eticidad, capaz de reconciliar el Volkgeist necesario para la superación del brutal desgarramiento que, no sin premeditación y alevosía, terminó institucionalizándose durante este menesteroso presente. El así denominado “chavismo” no fue la causa sino, más bien, la consecuencia necesaria de una población que fue progresivamente empujada hacia la pérdida de sí misma, hacia el oscuro abismo de la mercenarización, hecha a imagen y semejanza de la vulgar cartelización gansteril. No combatir esa causa de origen significa, en términos de la praxis política, cambiar un cartel por otro, con lo cual el propósito que hoy se pretende concretar se hace vano, ridículo.

La honestidad se presenta como el fundamento del nuevo Ethos. En este sentido, el engaño, la mentira demagógica -inherente al populismo-, no es, por cierto, un buen inicio para acometer semejantes propósitos reconstructivos. Si se quiere superar la deplorable condición actual de la vida cotidiana, no se pueden sembrar falsas expectativas entre quienes conforman la gran mayoría de la población, como suelen hacer los practicantes de esquemas políticos trasnochados. No se puede aspirar al cambio político y social del todo si no cambia cada parte. No hay unidad sin diversidad ni diversidad sin unidad. La modificación orgánica, integral, de la sociedad pasa por la sincera modificación orgánica de cada individuo, comenzando por quienes propician dicho cambio. Es menester emprender el «salto cualitativo», asumir los retos de una vida que reconcilie lo que se hace, lo que se piensa y lo que se dice, una vida para la plena identidad de belleza, bondad y verdad.

Quizá convenga recordar las palabras de uno de esos presos políticos que prefirió dar la vida por sus ideas y valores que “negociar” su salida de la cárcel por un “exilio dorado”.  Contrariamente a lo que harían algunos de los políticos del presente, nunca se vendió ni se hipotecó. Van estas palabras, escritas por Antonio Gramsci: “Es opinión muy difundida en algunos ambientes (y esta difusión es un signo de la estatura política y cultural de estos ambientes) que en el arte de la política sea esencial mentir, saber astutamente esconder las verdaderas opiniones propias y los verdaderos propósitos a los cuales se tiende, el saber hacer creer lo contrario de lo que realmente se quiere. Tal opinión se ha radicado y difundido tanto que cuando se dice la verdad nadie lo cree. En política se podrá hablar de reserva, no de mentira en el sentido mezquino que muchos piensan: en la política de masas, decir la verdad es una necesidad política, precisamente”.


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