Cada año la especie humana que tiene el idioma español como lengua materna o adoptada, unos 543 millones de hispanohablantes aproximadamente, se vuelca en regocijada algarabía a celebrar el 23 de abril, el Día del Libro y del idioma de Cervantes como una forma superior de recordarle al resto de los seres humanos que hablan otros idiomas que nacer y crecer (leer y escribir en español) es un privilegio que enorgullece y enaltece a quien se hace acreedor de dicha lengua cada día más profusamente adoptada por cientos de miles e incluso millones de hablantes.

Pienso en el relativo crecimiento de la cada vez más creciente legión de traductores del español a otros idiomas. Especialmente pienso en quienes dejan sus mejores horas, días y años en la sagrada tarea de trasladar el sentido de ingentes palabras de una lengua a otra tratando denodadamente de preservar el significado y sentido más aproximado y literal posible a la lengua receptora de la eventual traducción. ¿Cuántos libros de traducen e imprimen diariamente a lo largo y ancho del vasto mundo de Babel? Son legión, sin dudas. Los lectores existen por virtud de la preexistencia de libros en cualesquiera formatos que editan los vertiginosos e incesantes procesos de elaboración y producción de libros que versan sobre los temas más inimaginables.

Obviamente, leer representa al día de hoy, a la fecha de este siglo digital-virtual, el más elevado escalón social, psico-antropológico de hominización al que homo sapiens ha logrado coronar. Es indudable, el individuo que lee se aleja cada vez más del salvajismo y barbarie a que nos confina la oscurantista práctica de la indiferencia y el desinterés ágrafo y analfabeta. Pongamos por caso, si por determinada razón -tal como me ha ocurrido no pocas veces- me descubro sintiéndome triste y aquejado de melancolía, no lo pienso dos veces, opto por tomar un libro de algún anaquel de mi biblioteca y me entrego a la enigmática deriva de su lectura. Los efectos balsámicos y alicientes nunca se dejan esperar. Cada vez que percibo en lontananza que en mi horizonte anímico y emocional se asoma la tristeza sin pérdida de tiempo abro las páginas de un libro. Es como abrir una puerta a otra dimensión de expectación obviamente desconocida que al cabo resulta un grato descubrimiento subjetivo que riega mi espíritu con agua fresca de ese Jordán interior o de ese Nilo intangible que lleva mis velas imaginarias a puertos desconocidos pero siempre gratificantes.

Sí, sin duda; leer desenajena, desaliena las mentes que un día quedaron prendadas a una cierta «verdad» apodíctica que se alojó en nuestro espíritu un día bajo la modalidad de dogma o de certeza ortodoxa. La lectura limpia y remueve de nuestras almas sensibles aquellos escombros literalmente inservibles que arrastramos como ideologías, clichés, cartabones o certidumbres políticas o culturales. ¿Quieres encaminar tu alma hacia la tierra promisoria de la libertad interior? pues, abandónate al gozo indescriptible de unas páginas bibliográficas. La lectura te hace libre, de ello no hay duda ninguna. Lástima que la vida sea tan breve y el arte tan largo, como reza el latinajo. Es inequívoco: leer redime, quema las naves de las verdades consagradas e instituidas por los poderes terrenales del hombre. Se lee, naturalmente para desacralizar, para desinstituir, para desinstitucionalizar los saberes, conocimientos y verdades aparentemente rígidos e inamovibles que por siglos y milenios han sometido al hombre a todo tipo de servidumbres y tiranías. No es mentira que, como dice el dicho popular: «quien tiene más saliva, traga más harina». De igual modo, quien lee más tiene más derecho a saber más; empero, mientras más leemos, más ignorantes nos tornamos. Verdad socrática, si la hubiere.

Toda lectura, en rigor, si de verdad es auténtica como debe ser toda lectura y no un amago de ella, tiende a fomentar en el silencio más rotundo un verdadero diálogo de dos espíritus y de dos almas que convergen en una zona sagrada de comunión y complicidad sensible que no admite de modo alguno un «tercero excluido». Leer a un autor vivo permite al lector constatar que se está en el mundo real empírico del tiempo histórico que le tocó vivir y, como contrapartida dialéctica, leer a un autor ya fallecido sea del siglo V antes de nuestra era o (a.C.) proporciona al lector la posibilidad real de conversar dialógicamente con los muertos que nos siguen «hablando» a través de la grafía expresiva congelada en los caracteres tipográficos de la hoja édita. A este tipo particular de diálogo lo denomino yo la «dialógica trascendental entre autor y lector». De donde se colige que en la lectura genuina el lector requiere estar solo para trascender la soledad y alcanzar una gratificante compañía que funda otra relación mayestática.


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