Las propuestas del régimen operan, antes, como un medio de extorsión que de manifestación de una voluntad de fiel cumplimiento de sus iluminadas promesas. Las ciudades y el parlamento comunales, inicialmente facturadas por la oficina subalterna de la “otra” Asamblea Nacional, se ofrecen como una seria advertencia para los aspirantes oficialistas a alcaldías y gobernaciones, y una oferta de negociación para los no menos impacientes opositores, al mismo tiempo que intentan darle un par de brochazos de legitimidad a las novísimas curules.
En todo caso, legalmente implementado a lo largo de una década y más, desmintiendo al constituyente de 1999, se ha realizado el Estado Comunal y su caprichoso correlato, el llamado poder popular, cuyos excesos (y abscesos) padecemos. Luego, como si fuesen devotos de las formalidades, no está urgido de un detallazo orgánico, con la consiguiente sanción y promulgación de sendos instrumentos, ya que, por un lado, ni el constituyente supuestamente electo en 2017 le brindó siquiera una ley constitucional de acuerdo con lo que acostumbró; y, por el otro, el poder municipal y el estadal cuentan con exiguos presupuestos, únicamente favorecidos los “protectores” más cercanos a una administración (central) tan informal y dispendiosa de los recursos públicos.
Agigantado por las instancias paralelas que se dio, irresponsablemente multiplicadas, el Estado venezolano ha transferido de hecho sus competencias para federalizar la ruindad al máximo, aunque tampoco los funcionarios locales pueden –ya desbordados– lidiar con los extraordinarios problemas de salubridad pública, seguridad personal o hiperinflación, cuyo origen perfectamente conocen. A ellos les contenta solo recibir favores y dispensarlos a la propia clientela que les sirve de soporte político, contribuir quizá más eficaz y brutalmente a la represión de la disidencia cercana, y parcelar un propio modelo de negocios que las circunstancias auspician; además, se saben casi festivamente autoritarios, porque tampoco existe la noción de autoridad pública que versa sobre deberes y obligaciones exigibles.
La descomunal fragmentación territorial que se pretende con el Estado socialista, a la espera de su innecesaria consagración legal, desmontando cualesquiera señas de identidad nacional, obra y obrará en beneficio de ese poder central de una fingida institucionalidad, aunque será más tarde que a las camarillas del poder establecido les preocupe la sucesión. Facilita y facilitará la depredación del resto de la población para sostenerse, cartelizando los más variados intereses, por lo que luce ocioso tildar de fallidas y forajidas las actuaciones que han sido y son deliberadas para desatender hasta las demandas de una modesta bombona de gas, buscando un cupo diferente en la comunidad internacional. No obstante, consolidado el Estado Comunal, parece explicarlo otro destino.
Y es que, a la fractalización política del territorio, a la que quieren darle –apenas– una suerte de manual de procedimientos administrativos, seguirá la agudización de las diferencias regionales y locales, versionando el éxito que ha alcanzado la izquierda de la descomposición en España, por ejemplo, pendiente de descubrir el nacionalismo donde no lo hay. El tránsito del Estado presuntamente fallido al evidentemente depredador, sugiere la futura ampliación y confederación continental de las camarillas bélica y financieramente más capaces, pendientes de un mejor asidero teórico para el Estado Multinacional y Pluricultural. Un modelo para armar, en más de un sentido.
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