“Nadie se desayuna jamás con el Estado”. León Duguit
Uno de los rasgos de la personería del Estado es aquel que lo reconoce y califica como una persona moral y, desde luego, ¿una instauración?, ¿una ficción?, ¿una entidad que se constituye por el valor institucional que le es atribuido por el propósito trascendente que es su esencia y su razón? A grandes trazos pudiera ser así, pero percibiendo la necesidad de volver a los inicios para hacer balance crítico, planteado como está el debate en torno a su vigencia, haremos un muy sucinto recordatorio como sigue.
La doctrina no es unánime al respecto, porque no es pacífica sino susceptible de polémica y cuestionamiento. La diferencia estaría en la perspectiva de algunos que solo consideran persona al ser físico y niegan tal condición a nada o nadie más. Solo la persona humana tendría y dispondría de libertad, voluntad y responsabilidad.
Claro que, no pretendo en este modestísimo artículo de opinión, profundizar en un encuentro de criterios doctos signados sin embargo eventualmente por posturas ideologizadas o acaso, dogmáticas. No obstante, evocaré que desde el balcón jurídico es posible, racional y conveniente acordar a toda expresión social, orgánica, funcional y representativa, la capacidad de asumir obligaciones y gozar de derechos, entendidos como facultades concomitantes con su membresía social y política, oponibles a otros u otro y de necesario aprecio y consideración del individuo y del colectivo. La civilidad tiene en la normación y en la institucionalización un elemento de realización, instrumental y capital.
Es, pues, el Estado una creación compleja pero encaminada a procurar servir, desde la terraza del “ubi homo, ubi societas, ibi ordo, ibi jus” al propósito estratégico del hombre que en su fragilidad se reúne con los otros y articula una unidad en la paz y para la paz, y además para su desenvolvimiento, desarrollo y expansión como persona humana y desde luego acreedora de dignidad.
Fraguando el hombre hace hallazgo en el Estado, al que convierte en herramienta, empoderándolo para que lo proteja y lo asista. Una realidad trascendente a menudo suscita forcejeos y conflictividades, pero no por ello el modelo teorético deja de ser en lo estratégico una corporación moral, un actor ético político, perfectible además.
Para mejor comprender vale evocar aspectos doctrinarios inevitablemente, aunque con mesura y sobriedad. Pero allí reaparecen las contradicciones y hasta el absurdo. ¿Quién crea a quién: la ley que daría personalidad jurídica al Estado o el Estado que la tiene como su preciado instrumento que, además, como todo el derecho proviene del mismo Estado?
No es entonces un mero asunto legal pleno de sus ontológicas aporías, sino que luce más bien una ficción doctrinal y haciéndolo explica que la ciencia del derecho instituye para asistir a la dinámica humana y lo hace legitimado por la racionalidad jurídica y sociológica cuya impronta básica es moral.
Savigny, fundador de la escuela histórica que afirma que la personalidad moral es una ficción, deriva, a juicio de uno de sus intérpretes, en un meandro por así llamarlo. “Groppali: Las personas jurídicas o morales no pueden ser sujetos de derechos, porque no están dotadas de conciencia y voluntad. No obstante, al reconocer la utilidad práctica de la personalidad moral, se le acepta para tutelar más ampliamente ciertos derechos de grupos colectivos. Pero mientras las personas físicas tienen una existencia real y objetiva, a la personalidad moral no corresponde nada en el mundo externo y tienen por ello una existencia ficticia; se trata de sujetos artificiosos creados por las leyes”.
Duguit acota: «El Estado es una pura abstracción; la realidad son los individuos que ejercen el poder estatal; ellos están sometidos a la acción del derecho como todos los demás individuos». La doctrina elucida: “Para Duguit no es posible concebir una colectividad dotada de conciencia y voluntad, y la personalidad, dice él, no puede existir sin esos ingredientes de conciencia y voluntad.
Es larga la lista de tratadistas y, como antes dije, no hay espacio ni tiempo para abundar acá, por lo cual traeremos a Hauriou, quien mira el asunto desde otra acera, y nos parece racional y convincente.
Maurice Hauriou, que junto con Renard fundarán la llamada Escuela Institucional que se sustenta en la realidad de una hacendosa experiencia social, distingue el carácter finalista de la organización social y construye un referente válido. Sigue la doctrina: “En el apéndice primero a sus Principios de Derecho Público y Constitucional, aborda el problema de la personalidad moral del Estado. Para él, el Estado es, en primer término, un ‘cuerpo (corpus) constituido’, porque tiene una base de organización representativa; está gobernado por órganos, cada uno de los cuales representa al todo. Tiene, además, la pretensión de realizar una individualidad espiritual. En segundo lugar, dice Hauriou, una vez constituido el Estado como ‘cuerpo’, es necesario que se manifieste un carácter moral en el interior de ese ‘cuerpo’, que consistirá en la organización formal de la responsabilidad política de los órganos del gobierno en relación con los miembros del cuerpo. El juego de las responsabilidades en el interior de un cuerpo constituido, corno es el Estado, evidentemente es el que puede mejor conferir al mismo el carácter moral para constituir una personalidad perfecta».
Concluyente, Hauriou hará énfasis en la doble condición propia de la personalidad del Estado que, al tiempo que es una institución social y fundamentalmente política y así moral, es simultáneamente un ente jurídico, capaz y responsable.
Apurados llegamos a lo que constituye el punto central de este sentir, que no por doxa dejará su compromiso con el episteme. Esa entidad compleja que es el Estado es concomitantemente testigo y actor de una actividad que se desarrolla dentro de los límites de la fenomenología societaria y se llama política.
Dicho de otra forma dicho; el hombre y más aún la sociedad que lo incluye y demanda, como ha sido repetido mucho antes, es un sujeto político, interdependiente, racional, comunicativo, material pero espiritual y ese proceso que él adelanta, individual y colectivamente, es de impronta política, siendo que se asume entre los intereses, conflictos, acuerdos y convivencias.
El Estado, por cierto, es político por la misma razón por la que lo es el hombre y es moral por cuanto está llamado a cumplir un rol que le fue asignado por el hombre en el mayor y más importante acto político de la historia, el pacto social.
Ese pacto social que me atrevo a calificar como la obra maestra del artista de la política, es igualmente una construcción ética que establece parámetros de conducta e incorpora una valoración societaria al espacio público, en el que se ha de expresar el ser humano como ciudadano y, además, como el fin que es en sí mismo, templo de su propia dignidad.
El Estado lleva pues en su ADN una genética moral que estará presente en su ser profundo so pena de extraviarse o desnaturalizarse. La política y el derecho son ciencias morales y sobre eso se anuda el sentido de que el Estado debe ser sin embargo en su praxis, en su accionar, una persona moral signando su pragmática de un contenido moral que para algunos se confunde con la política para diferenciarlo de la ética.
Pero cuando a través de su piloto, del gobierno entonces, el Estado se manifiesta hacia otros derroteros, se comporta ya no con ese cardinal político que sirve a la convivencia solidaria, al respeto de todos y a la trascendencia. Si el Estado sirve a pocos no es de todos y para todos. Y ello acaece si se ideologiza y al hacerlo compromete su ethos.
¿Cuándo y como se pervierte el Estado y cuál es su diagnóstico actual? Será el tema de la próxima semana.