OPINIÓN

Del colapso a la catástrofe educativa venezolana

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

Probablemente la tarea de describir el colapso del sistema educativo venezolano sea especialmente compleja y dolorosa. En un primer plano, es posible consignar algunas cifras que pueden ilustrar la gravedad de lo que está ocurriendo: el sistema de educación pública sirve cada vez a un menor número de niños y adolescentes. Se trata de un proceso regresivo. En la medida en que el porcentaje de menores escolarizados decrece, más nos aproximamos, en términos numéricos, a las realidades de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Del total de alumnos que debería tener el sistema educativo, apenas un poco más de 30% permanece activo. En los últimos 12 años, la caída que se ha producido es simplemente pavorosa: de 20 puntos, aproximadamente. La advertencia hecha por Unicef debería encender las alarmas: más de 2,2 millones no tienen acceso a la escuela. Y ese número sigue creciendo a diario.

Una parte de esa dramática disminución –alrededor de la cuarta parte–, tiene su causa en la migración. Pero una mayoría considerable, entre 500.000 y 600.000 menores, no van a la escuela porque no disponen de las mínimas condiciones necesarias para hacerlo: o no se llegaron a inscribir nunca o dejaron la escuela en algún momento del recorrido escolar.

Pero la baja creciente de la cobertura (un sistema educativo que, en su desempeño, es cada vez más excluyente) es solo la superficie del problema. Decenas de testimonios a los que he tenido acceso, provenientes de distintas regiones del país, dan una idea de las condiciones y de la calidad de la educación que recibe la mayoría de los escolares. Una primera cuestión que se debe considerar y que es fundamental es el bajo nivel educativo de un alto porcentaje de los docentes que, a su vez, no han recibido una formación suficiente –especialmente entre los más jóvenes–; o no han tenido oportunidad de actualizarse; o no tienen las calificaciones mínimas necesarias para ejercer la docencia porque, en realidad, en vez de docentes de formación y oficio, no son más que enchufados. A esto hay que sumar a los que han huido del país, pedagogos del mejor nivel, que no han podido ser reemplazados o que han sido sustituidos por personas que no cuentan con las capacidades pedagógicas necesarias para liderar un aula. Basta con ver a los incompetentes que aparecen en Venezolana de Televisión dando clases, para estimar el deterioro del sistema educativo en su conjunto.

Pero es obligado detenerse también en la situación de la mayoría de los alumnos hoy: mal alimentados o bajo condiciones de hambre permanente; sometidos a diarias adversidades para llegar a sus centros educativos; sin acceso a libros de texto y a materiales educativos imprescindibles para realizar las actividades en el aula; a menudo, obligados a quedarse en sus casas porque sus padres no tienen cómo llevarlos a la escuela; muchas veces amenazados por bandas de delincuentes que los acechan en las calles; sin contar en sus casas con los mínimos recursos necesarios para investigar, hacer consultas o simplemente estudiar, porque viven en espacios mínimos y densamente habitados. Me han contado de niños que, con 8 y 9 años de edad apenas saben sostener un lápiz entre los dedos y que con dificultad logran escribir su propio nombre en una hoja de papel.

Esta precariedad alcanza también a los docentes que reciben por su trabajo salarios de montos absurdos, inservibles para afrontar los precios dolarizados de la hiperinflación. Más que trabajar, lo que hacen es un sacrificio que, por si fuera poco, está sometido a las presiones de supervisores que actúan como comisarios políticos y que, todavía hoy, se proponen colonizar y hacer del sistema educativo venezolano un capítulo más del anómico, ilegítimo, ilegal, fraudulento y corrupto régimen de Nicolás Maduro. No exagero: hay maestros y alumnos en Venezuela que deben caminar 30 y 40 kilómetros cada día, para desplazarse a sus lugares de trabajo, con zapatos remendados y casi inservibles, y hay también –maestros y alumnos– que no pueden llegar a sus aulas porque no tienen un par de zapatos con el que cumplir con el propósito de dar clases o recibirlas, o porque sus padres no tienen cómo transportarlos o porque en sus zonas el transporte público ha dejado de operar.

A estas cifras y testimonios del colapso hay que agregar las otras variables: centros educativos donde no hay electricidad o falla la mayor parte del tiempo; donde el acceso a Internet no existe o es irregular; centros en los que, desde hace meses, no llega una gota de agua ni tampoco un camión cisterna, y donde los baños han debido clausurarse por el estado de suciedad en que se encuentran; o que, continuamente, son vandalizados por bandas de delincuentes, que no solo roban, sino que también destruyen mobiliario y la infraestructura.

Todo el colapso someramente descrito hasta aquí es previo a la irrupción de la pandemia. Así las cosas, la reciente pretensión del régimen de saltar a un modelo de teleducación es simplemente ridícula y carente de sentido. Si menos de 40% de los hogares tienen acceso a Internet; si la conexión falla en buena parte del país; si más de 90% del territorio tiene problemas con el servicio eléctrico –o no tienen o falla la mayor parte del tiempo–; si los docentes no han sido formados en las herramientas de la teleducación; si Conatel a menudo bloquea el acceso a plataformas como Youtube, donde hay miles de millones de recursos educativos; si más de 50% de las escuelas públicas no cuentan con equipos ni softwares para fines pedagógicos, entonces la meta del gobierno oculta otra intención: dar un salto atrás que conduzca al país, del colapso actual a una catástrofe educativa de todavía más grandes proporciones, cuyas consecuencias castigarían a Venezuela por las siguientes cinco o seis décadas.


Ilustración: Leonardo Rodríguez, IG @leonardo_rodriguez_artist