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Del atuendo de la virtud ciudadana al uniforme de la pobreza

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Desde hace cierto tiempo, he venido enfocando mis artículos desde una perspectiva cultural; el objetivo es claro: uno de los aspectos cruciales que deben ser rescatados en el país es la cultura y no podemos posponer esa labor para un futuro, por cercano que se vislumbre. Incluso, ya es tarde, el desgarre de la sociedad necesita suturas milagrosas.

Sin embargo, he “cambiado el tercio”, como se dice en lenguaje taurino, y hoy quise escribir sobre el desplazamiento del concepto de ciudadanía hacia una concepción muy distinta: el populacho.

Decía el viejo Aristóteles, siempre Aristóteles, que el ciudadano es aquel que tiene la posibilidad de participar en la función deliberativa o judicial en su respectiva polis. Y llama polis al conjunto de tales ciudadanos suficientes para vivir con autarquía. Especifica muy bien que el ciudadano en una democracia, con frecuencia, no es ciudadano en una oligarquía. Aristóteles añade que son ciudadanos los hijos de ciudadanos, como también aquellos que las obtienen mediante una revolución.

Ese ciudadano debe tener la virtud del hombre de bien y el buen ciudadano; dicho en breves palabras, la virtud del hombre de bien es la sensatez, la templanza, la bondad; es ser buen administrador, además de ser prudente en el ejercicio del mandato.

También Aristóteles, en el Libro III de la Política, analiza los distintos tipos de gobierno y cómo degeneran. La monarquía al pervertirse se convierte en tiranía, donde el tirano solo vela por sus intereses. La aristocracia degenera en la oligarquía donde mandan los pocos y malos, no los mejores. Y, por último, la timocracia, la politeia y la república degeneran en la democracia. Lo más llamativo para nuestro tiempo, donde la “democracia” es el ideal de las sociedades avanzadas, que este modelo de gobierno degenera en el gobierno de la muchedumbre.

Es imperativo enfatizar que, al hablar de cada modelo, lo entendido por los griegos y por los romanos no coincide con las definiciones que hoy manejamos en nuestros países. Aun así, no se debe perder de vista que el ciudadano, bien en la concepción aristotélica, bien en la Venezuela actual, debe ser poseedor de la virtud del hombre de bien y del buen ciudadano, como se dijo al comienzo de este artículo.

Un breve recorrido por nuestras constituciones, 26 en total desde 1811 hasta 1999, nos hace ver que la ciudadanía en Venezuela se ha quedado en una mera acción declarativa. Y digo declarativa, porque el ejercicio de la ciudadanía no puede concentrarse tan solo en la acción de votar. Ser ciudadano conlleva ejercer los derechos, así como también respetar los deberes. Ser ciudadano es actuar con libertad, con honestidad, con templanza, con transparencia. Uso una palabra muy querida por los griegos, tener sindéresis, del griego «syntéresis » que alude a la capacidad del alma para diferenciar el bien del mal, para captar y reconocer los primeros principios morales.

Al mencionar la sindéresis no es posible desligarse del concepto de Paideia, también de los griegos; para decirlo en breves palabras, por Paideia se entendía la transmisión de valores y saberes técnicos inherentes a la sociedad. No hay una palabra que encierre todo el significado de ella. Se concentraba en los componentes de la formación que harían a la persona apta para ejercer sus deberes cívicos. Nada como leer de nuevo ese legendario y valioso texto de Werner Jäger: Paideia: Los ideales de la cultura griega, para comprender que la ciudadanía no se reduce a un solo momento de la vida de la polis, al momento de una elección; no, en palabras de Jäger “apropiarse de la Paideia significaba lograr ser un individuo educado, como se reconoce en la tradición y en las creencias de su comunidad, que puede defender los valores de su cultura y argumentar en favor de ellos a través de la oratoria o la escritura”.

Intento englobar el significado diciendo que para servir a la polis era indispensable educarse y participar de la vida pública, es decir, esa vida pública nos señala también la cultura; no hay escisión entre ambos aspectos; al contrario, integraban un único proceso y caracterizaban al ciudadano virtuoso.

Dando un salto de siglos, recordemos también cuando Ortega y Gasset, en su famosa obra La rebelión de las masas, en una profética visión, habla sobre la irrupción del hombre-masa en las sociedades, especialmente en la sociedad europea de su tiempo, y los Estados que este crea. Pero ¿quién es ese hombre-masa? Digámoslo en palabras del propio filósofo “El hombre-masa (…) sintiéndose vulgar, proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias superiores a él”.

Veo con suma frecuencia cómo se cita a Huxley, a George Orwell como escritores visionarios, pero quienes lo hacen no reparan en un filósofo de la talla de Ortega y Gasset, quien, con agudeza y profundidad, analiza los síntomas y consecuencias gravísimas de la pérdida de contenidos y objetivos en la sociedad donde irrumpe, ante nuestros rostros, una realidad vacía, con meras opiniones reinando sobre la episteme. ¿Premonitorio o completamente objetivo?

Ineluctablemente me viene a la mente Platón, quien criticaba la doxa, pero, sobre todo, menospreciaba a todos aquellos que creían posible convertir el falso conocimiento y la simulación de sapiencia en “un medio de lucro personal o de ascendencia social”. Estos disfraces de ciudadanos doctos fueron llamados por Platón doxóforos; en sus palabras eran «aquellos cuyas palabras en el Ágora van más rápidas que su pensamiento». Y esta nueva sociedad, siglo XXI, es protagonizada por el hombre-masa, por los nuevos doxóforos.

@yorisvillasana

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