La próxima presidencia de Donald Trump en Estados Unidos preocupa. Se le asocia al recrudecimiento de guerras comerciales con China y con la Unión Europea que podrían ralentizar la economía global, provocando inflación y desempleo en muchos países y deteriorando sus niveles de bienestar; se teme que abandone a Ucrania a manos de su agresor (su amigo Putin) y, con ello, exponga al resto de Europa peligrosamente a la vocación imperial de ese déspota; se prevé un apoyo acrítico a la guerra de arrase que adelanta actualmente Netanyahu contra el pueblo palestino, así como otras medidas que podrían alborotar aún más el avispero en el Medio Oriente y en otros lugares del mundo. Nada conducente a la paz, tranquilidad y convivencia en libertad que se aspira para el mundo actual. Su rechazo a las iniciativas por contener el cambio climático y para reemplazar los combustibles fósiles podrá hacer retroceder, significativamente, el alcance de las metas propuestas en defensa del planeta, con graves consecuencias para las poblaciones más vulnerables y para las futuras generaciones. Y, en lo interno, se teme que su gestión restrinja algunos derechos básicos de sectores de la población, como el aborto de las mujeres o el derecho al voto de ciertas minorías, persiga a sus contrincantes políticos y exonere o despenalice agravios importantes contra la cosa pública, siempre que involucre a partidarios suyos.
Como posible consuelo, se alude a la impredecibilidad de Trump, sin ideas consistentes en torno a sus propuestas que no sean las de enaltecerse a sí mismo. Por demás, se esperaría que el marco institucional del Estado gringo, así como el que debe gobernar las relaciones internacionales, la actitud moderadora de la Unión Europea y de otros, contengan o anulen sus ocurrencias más extremas. Por tanto, puede que la sangre no llegue al río y que nos sorprendamos con una gestión bastante más benévola de la esperada. Es posible, pero sus declaraciones públicas en campaña apuntan en dirección contraria. Ha dicho que terminaría la guerra en Ucrania en un solo día –sólo posible cediéndole a Putin lo que quiere–, que perdonará a quienes protagonizaron el violento asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, que buscará vengarse de quienes lo han agraviado (derrotado) públicamente y procurará exonerarse sí mismo de todos los crímenes que “injustamente” se le imputan, y que despedirá a cuanto funcionario público o jurídico se interponga en sus planes de “hacer grande a América otra vez” (MAGA). En fin, el propio autócrata embelesado consigo mismo y sin los frenos o limitaciones que uno esperaría de su propio partido y de sus aliados cercanos, amparado por una Corte Suprema que vota a su favor, gracias a los nombramientos que hiciera en su anterior gobierno. Por demás, contará con mayorías en el Senado y la Cámara de Representantes, leales a su persona, no al sistema. Y todos somos potenciales afectados, dado la preponderancia de Estados Unidos en la esfera mundial.
Pero quizás lo que más asusta de Trump es la manera cómo construyó su triunfo electoral, ya que habrá de perfilar su conducta como presidente. Presagia mal su lenguaje de odios, de abiertas mentiras para inducir temor entre los más ignorantes, de bulos para desviar la atención, culpabilizar y despreciar a otros, con un claro sesgo misógino y en contra de los derechos adquiridos por las comunidades LGTB, y de menosprecio por los valores de respeto y de convivencia entre diferentes que, se supone, definen una democracia liberal, entre tantas posibilidades. Asquea su degradación de los inmigrantes y de ciertas minorías, su intolerancia a las diferencias, y sus insultos, descalificaciones y ofensas a sus rivales. Pero con ello ganó, no sólo el voto compilado de los colegios electorales, sino también el voto popular.
La mañana del miércoles 6, mi esposa e hijos se lamentaban, indignados, de que triunfara alguien que había incitado los sentimientos más bajos de sus compatriotas —resentimientos, prejuicios, temores chovinistas y búsqueda de venganza contra quienes le fueron señalados como causantes de sus contratiempos o frustraciones— y fuese derrotada una profesional altamente calificada, con una fructífera experiencia política, que basó su campaña en unir a los estadounidenses en torno a la construcción de un futuro mejor para todos, de mayores libertades y de respeto por sus derechos. Les pareció insólito que los ideales de una sociedad abierta, universal y respetuosa por el otro fuesen menospreciados en un país hasta hace poco tenido como puntal democrático. Que en la tercera década de siglo XXI no se diese ahí por sentado esos ideales, consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, basamento insoslayable de toda propuesta liberal. Dice muy mal de los valores imperantes entre nuestros vecinos del norte. Porque, independientemente de lo que uno pueda pensar del votante de Trump, lo que se coló como metamensaje de su campaña fue lo destructivo, el empeño por culpabilizar a otros y castigar a quienes –según la carga de embustes proferidos— han impedido la “grandeza de América”. Y en ese retorno al ideal de pureza de un mítico Estados Unidos de antes, habrán de desaparecer toda conquista o derecho que, bajo el amparo liberal, lo habrían desdibujado.
Para los venezolanos, el triunfo de Trump se nos presenta como un déjà vu. Con iguales resortes, pero activado con retóricas y mitos diferentes, Chávez logró conquistar, democráticamente, el poder. Y es que discursos de odio pueden construirse, tanto con perjuicios de derecha como con mitos de izquierda. Luego, con el aplauso mayoritario, fue desmantelando progresivamente la institucionalidad democrática, de garantías a las libertades individuales. Populismo, se llama eso. En sus vertientes más extremas, de discriminación y ejercicio abierto de la violencia contra el otro, asume formas fascistas.
Hay historiadores que comentan paralelismos en los inicios de siglo de centurias anteriores, que conmovieron los cimientos sobre los que se asentaba el mundo europeo. Al comienzo del siglo XVII las guerras de sucesión en España, la emancipación de ésta de los países bajos, la rivalidad incipiente de Inglaterra y las guerras religiosas que salpicaron estos procesos, vieron aparecer nuevos estados-nación y anticiparon el declive de la supremacía española. Un siglo más tarde, las guerras napoleónicas devastaron buena parte del viejo continente, pero dejando las simientes de una institucionalidad moderna con base en los códigos napoleónicos. Cien años después Europa vivió su destrucción en lo que se conoció como la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial que, además, sirvió de caldo de cultivo de movimientos de vocación totalitaria, como el fascismo y el comunismo. Obró a su favor el desarraigo que significó, para muchos, pasar de ser campesinos a obreros ante el empuje incesante del desarrollo industrial, así como la búsqueda de certidumbres y la reafirmación de identidades nacionales o políticas en el marco de la descomposición de los grandes imperios. En ello, fue provechosa la pesca de voluntades y adhesiones con base en discursos de odio, culpando a los judíos y otros, y de exacerbación chovinista, para justificar proyectos dictatoriales que representarían los “verdaderos” intereses de sus respectivos pueblos. Se suponía que la terrible tragedia a que ello condujo prevendría al mundo civilizado contra toda posibilidad de que volviese a ocurrir. Pero el descrédito de la democracia, hoy, y los avances de la ultraderecha en muchos países, así como el auge subrepticio de autocracias como las de Orbán, Erdogan y otros, no dan seguridad alguna de que ello sea así. Ahora triunfa Trump, en el país más poderoso del mundo, con base en esas mismas tretas. Su triunfo pone en manos de la Unión Europea, pero también de otros países como China, una enorme responsabilidad en evitar que las aguas se salgan de su cauce, con consecuencias imprevisibles para el futuro. Confiemos, también, porque no hay de otra, en la resiliencia de las instituciones estadounidenses, incluida la capacidad de su gente por impedir que sean traspasados ciertos límites (guardrails) que resguardan la democracia liberal.
En Venezuela se presenta la paradoja de compatriotas contentos por el triunfo de Trump, porque piensan que sacará a Maduro. Nuevamente, la impredecibilidad del próximo presidente estadounidense hace difícil saber a qué atenerse. Porque podría dejarse seducir por su afección por quienes considera líderes “duros”, “fuertes”, como Putin, y que lo llevó a revertir su actitud hacia Kim Jong-un por la de un nuevo amor. Lo más parecido a Chávez es, precisamente, Trump. María Corina Machado, como debía, lo felicitó como ganador, no porque estuviese bajo el influjo de tal ilusión, sino porque es imprescindible contar con el apoyo de Estados Unidos para superar nuestra tragedia. Debe cuidarse, empero, de que las promesas irresponsables de éste secuestren la agenda política opositora. Porque ocurrió antes.
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