De Oriana a La casa de agua, La Fortaleza recupera una tradición de cine venezolano intimista, de alcance universal. El filme pertenece a una corriente de la estética nacional, dotándola de los nuevos sentidos de la modernidad.
Su director, Jorge Thielen Armand, encabeza la segunda generación de creadores en el milenio, tras la ola de cineastas rupturistas de la primera década. Es un recambio alentador y estimulante con proyección internacional.
El joven realizador participó en Venecia con su ópera prima, La Soledad, así como pudo competir en el prestigioso Festival de Rotterdam, gracias a la sensible consistencia de La Fortaleza, distribuida gratuitamente en la muestra de los Países Bajos, organizada por Trasnocho Cultural.
Jorge trabaja con su amigo Rodrigo Michelangeli, músico y artista multimedio. De igual modo, lidera un equipo de colaboradores fijos e itinerantes, desde sus primeros pasos en la industria local.
Tal sistema de producción independiente redefine el concepto setentero de la escuela del super ocho y de la alternativa de las cooperativas de otrora.
En efecto, los rodajes del incipiente autor recuerdan las propuestas colectivas de las pandillas de Diego Rísquez y las sociedades de Jacobo Penzo durante el montaje de El afinque de Marín.
Jorge se rodea de familiares, de incondicionales, de panas de la infancia, buscando conexiones domésticas y subjetivas, en viajes artísticos que superan los límites de la diáspora.
El director vive fuera del país, en Canadá. Sin embargo, como la mayoría de sus colegas, hace largometrajes para elaborar el destierro y el exilio, honrando un compromiso de visibilizar los problemas de su ex patria, de la Venezuela del desplome socialista.
La Soledad narró la historia de una quinta donde creció la familia del realizador en Caracas. Venida a menos y convertida en ruina, aquella morada representó el abandono y el declive de la república.
La idea será retomada por El Paraíso de Patricia Ferreira, una directora de la misma época.
La Fortaleza expande las heridas de La Soledad, al contar una posible versión del lado oscuro del padre del director de la película.
La cinta, por tanto, borra deliberadamente las barreras entre la realidad y la ficción, recreando la vida del progenitor de Jorge Thielen Armand.
El señor se interpreta así mismo, en el papel de un hombre al borde del aislamiento, la crisis de madurez, el alcoholismo, la esquizofrenia y el síndrome de la adolescencia prolongada.
Lo vemos chocar su automóvil en una borrachera, ser echado de la casa por sus padres, y finalmente decidido a reencontrarse en el sur de la geografía, por los predios de la Gran Sabana.
Cargado de un morral y de una botella de ron, emprende una odisea al fondo del abismo. El paisaje marca su destino, como en las cintas de Carlos Oteyza y Claudia Pinto, influidas por la belleza pornográfica de los tepuyes.
El contraste con la miseria del personaje es brutal. Una de las metáforas del libreto.
El protagonista resume las imperfecciones de su condición humana, al frente de unos parajes monumentales.
En la selva, el padre intenta organizar su existencia en otra casa abandonada de la familia, cubierta por la maleza, el óxido y la erosión de los ríos.
El personaje descubre una posibilidad de escape en la extracción de recursos del Arco Minero.
Reinicia un ciclo maldito de conquista y depredación, condenado a un infierno de botellas, ficheras, corrupciones y ajustes de cuenta, a punta de bala.
La locura y la introspección fotográfica reinventan los corazones de las tinieblas de Conrad, Coppola y Herzog, sobre todo el Werner de Aguirre: la Ira de Dios, bien citado en el desarrollo del subtexto.
La ilusión utópica, como es costumbre en la pesadilla criolla, terminará mal o concluirá en más desencanto.
Ocurre la tragedia de una muerte inesperada y de un incendio del lugar de las memorias familiares en el Amazonas. Por ende, la nostalgia no parece aportar una salida.
La Fortaleza nos habla de una redención menos heroica, menos mesiánica, menos ambiciosa de un Fitzcarraldo tropical.
El desenlace permite y cristaliza la auténtica reconciliación del filme, la del padre con el hijo, dentro y fuera de la pantalla.
A través de Skype, ellos se comunican a la distancia, reconociéndose en el espejo, cual selfie poético y reverberante.
El padre se ha transformado, ha decidido crecer y deslastrarse de sus complejos juveniles. Sentado en una ventana, con una vista a un pueblo discreto y desierto, deja correr sus lágrimas agridulces.
La Fortaleza describe un estado de resurrección en el estancamiento, en el vacío, en las antípodas.
En sus paradojas reside el mejor cine de Venezuela, de impacto en festivales, en nuestras retinas y en nuestra memoria.