Uruguay acaba de salir de su proceso electoral, una vez más consolidando su civismo y vocación democrática tras un resultado electoral cerradísimo, que, en segunda vuelta, otorgó el triunfo presidencial a la derecha representada por Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional por el estrecho margen del 1,5% (menos de 38.000 votos, con 38.024 votos en blanco, 53.193 anulados y 395 observados rechazados), según lo confirmó la Corte Suprema, dando paso así a un encuentro frugal, cordial, personal y respetuoso entre el nuevo presidente y su contendor del Frente Amplio, Daniel Martínez, a las pocas horas.
Tras la dictadura que gobernó a Uruguay entre 1973 y 1985 -cuyo saldo en vidas suma un centenar de muertos y alrededor de 170 desaparecidos- ocho presidentes han sido escogidos democráticamente, de forma ininterrumpida. Los tres últimos, antes de la elección de Lacalle Pou, desde el 2005, miembros del Frente Amplio (coalición que oscila entre la izquierda y la centro-izquierda): Tabaré Vázquez, entre marzo del 2005 y marzo del 2010; José Mujica, entre marzo de 2010 y marzo de 2015; y Tabaré Vásquez nuevamente, desde marzo de 2015 hasta el 1 de marzo de 2020, cuando entregará el mando al presidente recién electo.
Ahora bien, el Frente Amplio tendrá que asumir la enorme responsabilidad que supone que la misma organización política que ha gobernado de forma consecutiva durante 15 años se mantendrá como la primera fuerza en el parlamento: 42 diputados (a 7 de ser mayoría) y 13 senadores (a dos escaños del control de la cámara alta). Hay que destacar que el Partido Colorado (formación socialdemócrata) logró 13 diputados y 4 senadores; y el partido Cabildo Abierto (formación conservadora nacionalista) tiene 11 diputados y tres Senadores. Por tanto, el gobierno de Lacalle (hijo de Luis Alberto Lacalle, que también presidió Uruguay) tendrá, al igual que las fuerzas parlamentarias, que encontrar moderación y entendimientos, aceptando que las condiciones de la economía mundial no son las de años previos, que el escenario global es cada día más complejo, y que la sociedad uruguaya, por fortuna, tiene cada vez mayores expectativas sobre sus derechos y sobre su futuro. Veamos algunos de los desafíos que le tocan al nuevo liderazgo uruguayo.
A contracorriente de lo que ocurre en buena parte de América Latina, la República Oriental del Uruguay tiene una baja tasa de crecimiento demográfico. En 2010, el entonces presidente José Mujica lo resumió en una frase sombría. Dijo que Uruguay era un país “en vías de extinción”. El censo de ese mismo año arrojó como resultado una población de 3.286.000 habitantes, aproximadamente, lo que representaba un pequeño crecimiento con respecto al 2004. De acuerdo con las proyecciones del Banco Mundial, en el 2017 había cruzado ya la línea de los 3.457.000 habitantes.
Con una población que todavía no alcanza los 3,5 millones de habitantes, Uruguay es el segundo país más pequeño del continente, después de Surinam: 176.215 kilómetros cuadrados.
Cuando se observa su ubicación en el mapa, la desproporción resulta evidente. Es un país que tiene fronteras con tres inmensidades: con Brasil, Argentina y con la vastedad del océano Atlántico.
Desde finales del siglo XIX, Uruguay goza de un peculiar privilegio: el de ser un país con muy buena reputación. En ese tiempo comenzó a ser llamado “la Suiza de América”. Algunos de sus méritos tienen un carácter histórico. Uno de los más destacados, sin duda, fue el establecimiento en 1877, de un sistema educativo fundado en los principios de gratuidad, obligatoriedad y laicidad, que probablemente ha significado un paso de enormes consecuencias en el desarrollo social y cultural, en una nación que ha dado al mundo a escritores como José Enrique Rodó, Horacio Quiroga y Juan Carlos Onetti.
Pero hay más: en 1917 instauró el derecho al divorcio, lo que significó un ejemplo que no pasó desapercibido, para los legisladores de otros países del continente. Otro hecho de significación: fue el sexto país del mundo y el primero en América Latina en reconocer el derecho al voto de las mujeres, en 1938, adelantándose a la ONU en una década, que lo incluyó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en 1948.
El que sea una nación pequeña, territorial y demográficamente, tiene algunas ventajas que es menester destacar. En 2018, por ejemplo, la Unesco informó que más de 98,5% de los uruguayos estaban alfabetizados, con un porcentaje mayor en las mujeres (98,87%) que en los hombres (98,15%). El Banco Mundial, por su parte, destaca la tendencia de Uruguay hacia una sociedad igualitaria, cuyo alto ingreso per cápita supera los 16.000 dólares al año, con bajos índices de desigualdad y tasas de pobreza llamativamente bajas.
En enero de este 2019, la Cepal señalaba que 10,2% de la población de América Latina vivía en condiciones de pobreza extrema, al cierre del 2017. Esto significa que 62 millones de personas sobreviven con ingresos por debajo de sus necesidades básicas. En ese mismo reporte, la tasa general de pobreza, arrojaba un alarmante 30,2%, lo que significa que alcanza las vidas de 184 millones de personas. Con estos datos como fondo, es que destaca el caso de Uruguay que, de acuerdo a la metodología de Cepal, tiene un nivel muy bajo de pobreza: 2,7%. Esta cifra discrepa con la fórmula del propio gobierno uruguayo, que habla de una pobreza de casi 8%, lo cual sigue siendo un magnífico desempeño, cuando se le compara con el resto de la región, y cuando se piensa que, apenas hace un poco más de una década, en el 2006, la pobreza alcanzaba a un tercio de la población.
Una consecuencia concreta de esos datos, visible para cualquier visitante, es la casi total ausencia de indigencia en las calles de Montevideo y de las ciudades más pobladas. En el llamado Índice de Oportunidad Humana, del mismo Banco Mundial -mide la presencia de elementos que, en las vidas de niños y jóvenes, pueden afectar su desarrollo-, se enfatiza el “alto nivel de igualdad de oportunidades en términos de acceso a servicios tales como educación, agua potable, electricidad y saneamiento”. Más de 60% de la población de los uruguayos pertenece a la clase media.
En un informe publicado por CCN en Español, en febrero de este año, se informaba que, de acuerdo a indicadores de Transparencia Internacional, Uruguay encabeza el ranking de menor percepción de corrupción en América Latina. Son muchos los analistas que coinciden en que, en términos generales, la sociedad uruguaya mantiene niveles de confianza aceptables hacia sus dirigentes políticos: pueden estar de acuerdo o no con sus opiniones y propuestas, pero, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares, no tienen como punto de partida, la sospecha de que se han incorporado a la actividad política con el único propósito de robar las arcas públicas. Ricardo Gil Iribarne, presidente de la Junta de Transparencia y Ética Pública -JUTEP-, organismo creado en agosto de 2015, ha explicado que los esfuerzos de las instituciones por proteger su solidez, la división clara entre los poderes públicos, la capacidad desarrollada por órganos gubernamentales para reaccionar ante los casos que se han presentado, son factores que han permitido mantener la corrupción bajo control.
No ocurre lo mismo con la cuestión de la delincuencia. Entre los años 2010 y 2017, las cifras totales de homicidios variaron entre 104 y 163 homicidios al año. En el año 2018, de modo inesperado, se produjo un salto en la cifra: ocurrieron 218 asesinatos, que han impactado de forma sustantiva a la opinión pública: la violencia se ha convertido en la principal preocupación de los uruguayos. Por primera vez en su historia, la tasa promedio de homicidios ingreso en la categoría de los dos dígitos: 11,8 homicidios por cada 100 habitantes, lo que deja atrás a Perú (7.7), Bolivia (6.3), Argentina (5.2) y Chile (2.5). También han aumentado los robos y los atracos. Los robos violentos pasaron de 9 mil 282 en el 2017, a 14.459 en 2018. Un aumento de más de 64%, de un año al siguiente.
Cuando se contrastan estos datos con el desempeño de la economía, hay un evidente escenario de no correspondencia. Entre los años 2003 y 2010 se produjo un importante crecimiento de 5,4% de promedio anual. Entre 2011 y 2018 bajó a 2,8%. Esto arroja un promedio de 4,1% en esa década y media. Son, en el decir de los expertos, buenos resultados si se confrontan con las dificultades por las que atraviesan las economías de los dos gigantes vecinos, Brasil y Argentina. Uruguay parece haber dejado atrás los tiempos en que su desenvolvimiento dependía, en buena medida, del ritmo de los otros dos países. Tiene una tasa de desempleo que oscila entre 8 y 9%, de acuerdo a datos del oficial Instituto Nacional de Estadísticas. La estimación está por debajo de Brasil (aproximadamente 13%) y de Argentina (aproximadamente 11%).
Uno de los secretos uruguayos es el manejo de unos lineamientos macroeconómicos signados por la prudencia. Se ha logrado diversificar la oferta de productos de exportación. A sus tradicionales exportaciones de carnes bovinas de distintos tipos -refrigerada o congelada-, se han añadido la pasta química de madera, soja y derivados, arroz, productos lácteos, cereales, maltas de cebada, lanas y otros productos, algunos de origen marino. La ampliación también se ha producido en cuanto a los destinos, lo que ha permitido atenuar el impacto de las crisis de Brasil y Argentina. Uruguay ha logrado diversificar su clientela y hoy tiene a China, Estados Unidos, Países Bajos, México, Alemania, Turquía, Italia y otros países, como los destinos de sus exportaciones.
Esta apertura a los mercados internacionales, no solo ha tenido la fortuna de reducir la pobreza y acelerar el crecimiento de la clase media, también ha permitido contar con los fondos necesarios para extender la cobertura de los programas sociales. Leo que casi 87% de la población mayor de 65 años está cubierta por el sistema de pensiones.
Este es un año especialmente estratégico para Uruguay. El Fondo Monetario Internacional ha ratificado su estimación de un crecimiento de 1,9% para 2019, y una proyección de crecimiento hacia el 2020 de 3%. Con estas perspectivas, el país tendrá que continuar afrontando algunas problemáticas de carácter estructural: fallas en las redes viales y, en general, en la infraestructura de transporte; el alto costo de la energía; fallas de los sistemas de agua y saneamiento, cuestiones que obstaculizan un rumbo más acelerado hacia un progreso más sostenible.
La educación es una de las trabas fundamentales que se tendrá que asumir con el pensamiento puesto en las oportunidades que provienen de los intercambios comerciales planetarios y de las exigencias de la revolución digital. Los problemas de calidad, deserción escolar, repitencia, brechas entre primaria y secundaria, conflictos laborales y otros, vienen provocando la alarma de expertos e instituciones que se preguntan con qué capacidades la pequeña nación afrontará los desafíos de las próximas dos décadas.
Finalmente, Lacalle debe mantener un clima de paz social en una región convulsionada. Sus vecinos del Mercosur oscilan entre un gobierno populista de extrema derecha en Brasil, y una Argentina que ha regresado a manos del Peronismo. Todavía es temprano para saber si ese país regresará a la visión Kirchner, dado que Cristina Fernández de Kirchner será la vicepresidenta, es decir, a un modelo de populismo de izquierdas, o si Alberto Fernández gobernará con criterios más próximos a la moderación socialdemócrata.
En Bolivia está por definirse un futuro, sin Evo Morales, con un proceso electoral en el horizonte, pero todavía cargado de elementos inciertos. En Paraguay todavía gobierna una hegemonía de derecha. Entre tanto, en Chile, país que no es parte de Mercosur, pero con incidencia en el desempeño económico de la subregión, se encuentra atravesado por una inesperada incertidumbre. Pero más allá del incierto y variopinto mapa político, las proyecciones económicas de toda la subregión (como en el resto de América Latina) no son las mejores. Argentina, cuya economía es vital para Uruguay, cerrará este año con una caída de 3,9% de PIB, y en 2020 la media de estimados proyecta un retroceso de otros 2 puntos porcentuales. Brasil seguirá transitando un magro crecimiento al igual que Chile. Y en Venezuela, cuya economía, y dada la cercanía política que se construyó entre el Frente Amplio y Hugo Chávez, las perspectivas económicas son francamente desoladoras. Por cierto, la crisis venezolana supone para el nuevo gobierno otro desafío. Ya el Frente Amplio se había movido del apoyo a una amistad tímida o neutralidad crítica, intentando posicionarse como un país amigo y mediador en la búsqueda de salidas pacíficas y consensuadas. Veremos hacia donde lleva las cosas Lacalle, precisamente en un momento en el que la “interinato” de Juan Guaido se prolonga y parece debilitarse frente al régimen de facto y en control del país, que encabeza la coalición militar que respalda a Nicolás Maduro, pese a su espuria reelección en el 2018. En ese sentido, merece la pena destacar que la situación interna, el cambio de poder en Argentina y el contexto regional de crisis, permiten predecir que el relativo endurecimiento frente a Maduro tendrá lugar, pero siempre en un ejercicio pragmático y prudente resultados de las circunstancias.
Ese es el entorno y el contexto en el cual, el presidente Luis Lacalle Pou entrará a gobernar el Uruguay. Un país en una situación diferente, pero no obstante con paralelos y similares desafíos políticos, sociales y económicos, a la que enfrentó su padre, Luis Alberto Lacalle, cuando fue presidente de Uruguay entre 1990-1995.