El pasado 12 de enero se cumplieron 10 años del nefasto día en que un terremoto, de magnitud 7 -el más potente en la zona, desde hace dos siglos y medio-, devastó Haití. Difícilmente puede describirse la destrucción que tuvo lugar. Casi 320.000 personas perdieron la vida y otras 350.000 sufrieron heridas de consideración. Alrededor de millón y medio de personas quedaron sin sus viviendas. En la historia de las catástrofes, no cabe duda: la de Haití podría ser la que encabece el listado por la mortandad y sufrimientos que ocasionó.
El cuadro difícilmente podía ser peor: se derrumbaron hospitales, iglesias, cuarteles y escuelas. No había insumos médicos, ni agua, ni combustible, ni maquinaria que permitiera las operaciones para rescatar a las personas que permanecían vivas bajo los escombros. Muchos profesionales, como médicos, paramédicos, bomberos, policías, militares, ingenieros y otros que eran primordiales en aquel momento, habían fallecido, estaban heridos o no tenían los mínimos equipos para actuar. En términos prácticos, el país se quedó sin gobierno, sin infraestructura, sin vehículos, rotas las cadenas de mando, sin servicio telefónico y casi sin acceso a Internet.
Los miles de reportajes que se publicaron durante los días siguientes coincidían en la inmensa dificultad que países y organismos internacionales tuvieron que enfrentar para llevar la ayuda a quienes la necesitaban. La torre de control del aeropuerto de Puerto Príncipe se había derrumbado. El edificio sede de la ONU se desplomó con sus funcionarios adentro. Las baterías de los sistemas de radio no tardaron en colapsar. A las pocas horas comenzó a producirse situaciones de pillaje, saqueo y violaciones de menores que habían quedado solos y a la intemperie, así como el robo de las pertenencias de los miles y miles de cadáveres que inundaban las calles.
Nunca antes se había producido una movilización tan grande y amplia de recursos en forma de ayuda humanitaria. El presidente Bill Clinton organizó un encuentro en Montreal, que permitió armar un fondo que superó los 15.000 millones de dólares. A pesar de las críticas, que no tardaron en señalar múltiples fallas en la distribución, no hay que perder de vista una cuestión esencial: no existían los mecanismos para recibirla, almacenarla y entregarla a quienes la necesitaban con desesperación. Se produjeron hechos de extrema violencia, incluso contra quienes llegaron para prestar algún apoyo. El testimonio de médicos y voluntarios que estuvieron allí, coinciden en esto: eran tan desesperadas las urgencias y tan precarias las condiciones en que se operaba, que se hizo lo mejor que se podía.
Ya entonces, la República de Haití era el país más pobre del continente y uno de los más pobres del mundo. Cuando sobrevino el terremoto, su población estimada estaba entre 9,8 y 10,2 millones de personas. A finales del 2018, el país contaba con una población aproximada de 11,2 millones de personas, distribuidas en un territorio de 27.750 kilómetros cuadrados. Este dato revela que se trata de un territorio densamente poblado, con más de 400 habitantes por kilómetro cuadrado. La combinación de pobreza, superpoblación, pobreza, falta de oportunidades, catástrofes naturales, crisis política, violencia (particularmente la violencia de género y delitos de violación contra mujeres, principalmente menores de edad) ha creado un importante éxodo de población. La diáspora haitiana se estima en
2 millones de personas (20% de la población que hoy vive en la isla), creando una fuerte tensión migratoria hacia el República Dominicana, país vecino con quien comparten la isla de Hispaniola, donde se estima ya viven 800.000 haitianos, solo superada esta diáspora por la que vive en Estados Unidos, que se encuentra estimada en el orden de millón de personas. De hecho una de las batallas legales en materia migratoria más recientes en las cortes estadounidenses se dio en torno a la no renovación por parte de la administración Trump del estatus de protección migratoria temporal que beneficia a casi 50.000 haitianos, dado que los tribunales federales (en el caso de Haití junto a otros países designados para este estatus de protección al migrante) han decidido suspender las deportaciones, por considerar que la decisión del gobierno violó las disposiciones legales que crean el estatus de protección migratoria al no justificar su decisión en el hecho de que las circunstancias que dieron origen a la medida se hayan superado.
La historia de Haití ha sido de enormes y constantes dificultades. Se olvida que fue una nación pionera en el continente: en 1804 se produjo la llamada Revolución de los Esclavos, que dio paso a la primera república negra en alcanzar su propósito. Fue el primer país de América Latina en alcanzar su liberación, aunque su reconocimiento internacional como república tardó hasta 1825. El movimiento anticolonial, que tuvo una clara inspiración en el ideario de la Revolución Francesa, logró acabar con la colonia francesa de Saint-Dominigue -que ese era el nombre con el que los franceses habían designado a ese territorio- y dar paso al que se llamó Primer Imperio de Haití.
Hacia finales del siglo XVIII, bajo el régimen de esclavitud, el territorio de Haití producía casi 30% del azúcar del mundo. Tras la revolución se inició una época de una turbulencia fuera de lo común. La naciente república fue bloqueada y obligada a pagar una indemnización a Francia. A las luchas internas entre los principales dirigentes de la naciente república, hay que sumar el impacto causado por la guerra de independencia que dividió la Isla de la Española y, a partir de 1821, derivó en la llamada Primera Independencia de República Dominicana.
Si toda la historia del continente es una secuencia de inestabilidad, despotismos, golpes de Estado, guerras intestinas, invasiones y los más complejos avatares, en Haití las dificultades han sido incesantes. Para hacer las cosas todavía más difíciles, en poco más de dos siglos no han faltado otros movimientos telúricos, huracanes e inundaciones, que han sido factores reales de empobrecimiento.
Tras el terremoto del 2010, aproximadamente tres cuartas partes de la economía quedó paralizada. En la afirmación de que Haití es el país más pobre del continente no hay exageración: alrededor de 80% de su población vive por debajo de la línea de pobreza, con ingresos, cuando los tienen, por debajo de los 2 dólares por persona. De los 196 países del mundo que reportan PIB, Haití ocupa el puesto 173. En 2018, a modo de ejemplo, el PIB per cápita fue de, aproximadamente, 740 dólares. En el mismo año, en República Dominicana, que tiene una población semejante, fue de 3.600 dólares.
En 2017, de acuerdo con la Cepal, Haití creció 1,2%. En 2018, 1,4%. La inflación fue de 15,4% en 2017 y 14,6% en 2018. El déficit fiscal creció de forma alarmante, de 3,9% a 6,5% en un año, y la moneda haitiana, el gourde, sufrió una depreciación frente al dólar, todo ello en un ambiente de constante inestabilidad política y social. Los esfuerzos por alcanzar un mínimo equilibrio en las finanzas públicas, que exigen reestructurar la empresa paraestatal de electricidad y reducir el monto de lo que el Estado invierte en el subsidio de combustibles, volvió a fracasar a mediados de 2019, y desataron una crisis política que provocó la renuncia del primer ministro Jean-Michel Lapin el pasado mes de julio. Lapin fue el tercer primer ministro que renunció al cargo en el lapso de un año. En julio de 2018 se produjo la renuncia de Jack Guy Lafontant. Luego, en marzo de 2019, la de Jean-Henry Céant. Cuando Lapin presentó su plan económico en el Parlamento, el debate terminó, y esto es literal, en una batalla campal, entre senadores que usaron todo lo que encontraron a su alcance, sillas, mesas y otros muebles, para dirimir sus diferencias.
Una revisión general del escenario económico de Haití es verdaderamente preocupante. En primer lugar, debo mencionar la devastación de los bosques del país. Alrededor de 1900, cerca de 40% de la superficie del país era todavía boscosa. Esa cantidad se ha reducido a 0,32%, un poco más de 80 kilómetros cuadrados. Los árboles se han convertido en leña para cocinar y para otros usos. De acuerdo a datos del Banco Mundial, 80% de la población atiende a sus necesidades energéticas con maderas extraídas de los bosques. Solo 40% de la población tiene acceso al servicio eléctrico y, alrededor de la mitad de ese segmento de la sociedad no tiene cómo pagarla.
Una consecuencia ha sido la extraordinaria pérdida de fauna y de especies vegetales, así como el rompimiento del ciclo de producción del agua. No solo se han destruido cientos y cientos de miles de árboles, sino también, decenas de ecosistemas que ya no podrán recuperarse. Leo en el diario El País de España que, de continuar el derribo de árboles como hasta ahora, en 2036 el país se habrá quedado sin un metro cuadrado de sus bosques originarios. Asociado a lo anterior está la cuestión de la erosión y la pérdida de la calidad de los suelos, cuyo indicador señala que es treinta veces más alta que el promedio mundial. De no tomarse medidas que corrijan esta tendencia, más de 95% del suelo haitiano estaría condenado a la desertificación, en un lapso no mayor a dos décadas.
La destrucción del suelo, no es como podría pensarse, solo una crisis de carácter ambiental: es, sobre todo, alimentaria. En Haití, alrededor de dos tercios de la población viven de la agricultura y la pesca de subsistencia gestionada por las familias. Aproximadamente 50% de las familias mantienen pequeños cultivos, cada vez más afectados por las sequías o los huracanes. En algunos casos, se crían aves o algún tipo de ganado, para consumo doméstico. El huracán Matthew, que golpeó la parte sur del territorio haitiano en septiembre de 2016, no solo acabó con las vidas de casi mil personas, sino que destruyó las pequeñas plantaciones de unas cien mil familias.
Este estado de pobreza crónica, que es el signo de la República de Haití, además, ha tenido otro impacto: casi no existe educación pública. Alrededor de 84% de las escuelas son iniciativa de entidades religiosas, ONG o pequeñas empresas privadas. Para sostenerse, estas escuelas cobran matrícula, lo que constituye una barrera muy alta para un alto porcentaje de la población. De acuerdo a una estimación de 2015, hecha por el Banco Mundial, alrededor de 200.000 niños no están escolarizados. Análisis realizados por el Banco Interamericano de Desarrollo arrojan datos muy malos sobre la calidad de los docentes. Al comparar los resultados con las pruebas de rendimiento escolar que se hacen en muchos países, entre niños de cuarto grado, las evidencias saltan a la vista: mientras el promedio mundial, por ejemplo, de comprensión lectora es de 90%, en Haití es de 50%. Algo semejante ocurre en matemáticas. Basta con advertir que, según la FAO, alrededor de 54% de la población vive en condiciones de hambre. Un tercio de los niños presenta retraso en los indicadores de crecimiento.
Luego de un complejo proceso electoral, atravesado por acusaciones de fraude, desde febrero de 2017, Jonevel Moïse es el presidente de Haití -le corresponde gobernar hasta enero del 2022-. En estos dos años se han sucedido cinco primeros ministros. Aunque se trata de un corto período de tiempo, las protestas se han sucedido una tras otras, en algún caso, con un doloroso saldo de pérdida de vidas. La devaluación de la moneda, la inflación, la escasez de combustible y las denuncias de corrupción -especialmente las referidas al destino de los recursos provenientes de la ayuda internacional-, han creado una atmósfera que parece, ahora mismo, propugnar un ambiente de todavía mayor volatilidad.
La economía de Haití es de una extraordinaria fragilidad. Su actividad económica más extendida, la maquila de productos textiles, está sometida a las variaciones internacionales de precios. Sin la ayuda internacional y sin las remesas -Haití es uno de los cinco países del mundo, en el que las remesas representan más del 25% del PIB-, la situación sería todavía más catastrófica.
Difícilmente puede contestarse con fórmulas preconcebidas a la pregunta de cómo puede la nación haitiana abordar su futuro. Las necesidades son tan grandes y tan urgentes, que cualquier intento por planificar inversiones en infraestructura, desarrollo agrícola, servicios públicos o educación, de inmediato tropieza con emergencias alimentarias, de salud o de las familias que no tienen un techo donde cobijarse.
En este marco de cosas, tan extremo y complejo, y que causa una continua impaciencia en la sociedad, intolerancia y avidez en los políticos, así como la aparición de mafias que intentan sacar provecho de todo este estado de cosas, hay algo que nadie debería olvidar: lo que no puede posponerse es el objetivo de alcanzar niveles básicos de alimentación para todos los niños de Haití, objetivo simultáneo al de la escolarización total de los menores de 12 años. Si solo esas dos metas se cumplieran, se habrán dado dos pasos enormes hacia el objetivo de cambiar el duro destino que le ha tocado a la nación haitiana.
@lecumberry