País de asombros y grandes magnitudes, Argentina es la octava nación del planeta por la extensión de su territorio: 2.780.400 kilómetros cuadrados. De esa enormidad se derivan sus casi 12.000 kilómetros de fronteras, sus casi 5.000 kilómetros de costas, desde la que se proyectan los más de 6.580.000 kilómetros que conforman su plataforma continental, una de las más extendidas del planeta. En esa vastedad, poco más de 34 millones de hectáreas están dedicadas a la producción de rubros agrícolas.
A estas maravillas aquí anotadas, todavía es pertinente añadir, al menos, una más: es una de las veinte naciones del mundo con presencia permanente en la Antártida. De hecho, es el país que tiene el mayor número de bases, seis, dedicadas a la investigación científica. Otros tres países latinoamericanos también cuentan con bases: Chile tiene cinco, mientras Brasil y Uruguay, una cada uno. La Antártida es una especie de inmenso laboratorio, donde se está investigando, no solo el posible impacto que la vida humana podría causar en los 14 millones de kilómetros cuadrados que la conforman -esto equivale a una vez y media el territorio de Estados Unidos-, sino también cuestiones claves sobre el origen gaseoso y la configuración de nuestro globo terráqueo.
Entre las muchas y recurrentes peculiaridades de Argentina, una me resulta especialmente llamativa: es un país con tres nombres oficiales. Además del de «República Argentina», que todos conocemos y utilizamos, también son oficiales «Confederación Argentina» y, este otro, cargado de sonoridades: Provincias Unidas del Río de la Plata.
Las estimaciones indican que los argentinos son, ahora mismo, alrededor de 45 millones. Tiene en su haber un dato que resulta revelador: después de Uruguay, es el país con menor tasa de analfabetismo del continente, que está por debajo del 2%. Aunque con alguna frecuencia se publican informes sobre la caída en los indicadores de lectoría, Argentina continúa siendo una referencia en toda América Latina por la calidad y cantidad de libros que se publican, por la proyección internacional de sus escritores y artistas, por la riqueza y variedad de su actividad cultural, por su masiva afición al cine y el teatro, por el talento de algunos de sus periodistas y cronistas. A esto hay que agregar la extraordinaria vitalidad de las ciudades argentinas. No hablo solo del Gran Buenos Aires, sino de Córdoba, Rosario, Mendoza, La Plata, San Miguel de Tucumán, Mar del Plata, Salta, San Juan, Santa Fe y otras, centros urbanos de constante actividad social, cultural y comercial. Ciudades que gozan del privilegio de recibir a sus ciudadanos en las calles.
Algo que pasa inadvertido es que el país de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Ernesto Sábato, tiene en su haber tres premios Nobel, pero no de literatura, sino en el ámbito de las ciencias. Bernardo Alberto Houssay recibió el Premio Nobel de Medicina en 1947 -fue el primer latinoamericano en recibir este reconocimiento en el ámbito científico-. Luis Federico Leloir recibió el Premio Nobel de Química en 1970 y César Milstein recibió el Premio Nobel de Medicina en 1984. A esta lista es necesario agregar el nombre de Sandra Myrna Díaz, que siendo integrante del Panel Intergubernamental del Cambio Climático -IPCC-, creado en 1988, fue parte del equipo que en 2007 recibió el Premio Nobel de la Paz por sus aportes al conocimiento del tema.
Argentina, después de Brasil, es la segunda economía de Suramérica. Junto con Brasil y México forma parte del Grupo de los 20 -el G-20-, entidad creada en 1999 -cumple 20 años el próximo 26 de septiembre-, que reúne a las principales economías del planeta, representativas del 65% de la población del mundo.
Una parte importante de su territorio se caracteriza por disfrutar de condiciones climáticas favorables a la agricultura: esta ha sido la base de su desarrollo económico, cuyos primeros avances se produjeron en el siglo XVI. A lo largo de los siglos, etapa a etapa, se ha producido un paulatino crecimiento en todos los sentidos: más rubros, más extensión cultivada, logro de mejores rendimientos. Ese proceso es el que ha convertido a la Argentina en una de las potencias agrícolas del mundo.
La primera cuestión que hay que mencionar es que Argentina es el líder exportador de carne del mundo -también se la cotiza como la carne de mejor calidad-. En 2018 alcanzó una cifra asombrosa: exportó más de 369.000 toneladas, cuyos principales destinos fueron China, Alemania, Chile y Rusia. Esta cantidad representa un aumento de 77% con respecto a 2017, de acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos -Indec-. También, en la categoría de exportaciones, encabeza el ranking de harina y aceite de soja, maní manufacturado y peras. Es el tercer exportador de maíz, y de harina y de aceite de girasol. Séptimo exportador de trigo. Octavo de semilla de girasol. Décimo exportador de vinos. Productor de 5% -léase bien la enormidad de la cifra- de los granos del mundo. Para tener una idea de la importancia que la agricultura representa en la economía de Argentina, basta citar unas cifras del Banco Mundial, correspondientes a 2016: mientras el promedio mundial de contribución del sector agrícola al PIB fue ese año de 4,6%, en Argentina alcanza a 5%, muy por encima de Estados Unidos, por ejemplo, donde equivalía a 1,1%. La agricultura representa más del 11% del empleo, ofrecidos por más de 80.000 empresas. A los cultivos ya mencionados, hay que agregar sorgo, arroz, hortalizas, frutas, cítricos, duraznos, ciruelas, yerba mate, té, tabaco, caña de azúcar, algodón, maderas, cultivos forrajeros y muchos más.
Una parte considerable de la producción agrícola argentina, más de 20%, está tecnificada. Después de Estados Unidos, es el país con mayores y más extendidos avances en esta categoría. Este hecho no es un fenómeno aislado, sino que forma parte de un entramado tecnológico e industrial, inusual en América Latina. La política de sustitución de importaciones, que se impulsó en varias oportunidades a lo largo del siglo XX, primero en la década de los treinta y más adelante a finales de los cincuenta, creó una base industrial amplia -por ejemplo, en el ámbito de la maquinaria agrícola-, promovió importantes desarrollos tecnológicos, aparecieron nuevos sectores y se echaron las bases de una cultura de avance e innovación.
Aunque estos procesos no han estado exentos de fallas y dificultades, ha generado algunos resultados excepcionales: exitosos desarrollos científicos e industriales que le han permitido, por ejemplo, el diseño, fabricación y exportación de satélites, en procesos que van desde el concepto de la misión hasta la entrega de la nave. Es también productor de reactores nucleares, de turbinas, helicópteros, radares y aeronaves. Es productor y exportador de software, cuyas ventas anuales ya rondan cifras alrededor de los 2.000 millones de dólares al año, y gran fabricante de chips y de soluciones en los ámbitos de la biotecnología, la nanotecnología y la informática. Debo añadir que, aunque en el período entre los años 2008 y 2017 la industria petrolera argentina sufrió un declive, sigue siendo un importante actor en el conjunto latinoamericano. En 2018, su producción alcanzó un promedio de caso medio millón de barriles/día.
En un informe producido por el Instituto IERAL el pasado marzo, se concluye que 82% de los argentinos se considera parte de la clase media, pero, de acuerdo con criterios técnicos, sóolo 45% cumple con esos estándares. Este es solo un síntoma de una importante controversia, que ocupa por igual a expertos y a políticos: a quiénes se debe considerar pobres, ya que se reconocen una serie de factores de índole subjetivo, que dificultan el análisis de la cuestión.
La página web del Indec informa que 32% de los argentinos viven bajo la llamada “línea de la pobreza”. Hay expertos que han acusado al organismo oficial encargado de los censos y las estadísticas, bajo el gobierno de Mauricio Macri, de modificar la metodología que se usaba en el anterior gobierno, para empeorar los datos y acusar al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, de esta situación. El Indec ha publicado un documento, “La medición de la pobreza y la indigencia en la Argentina” (2016), que explica los criterios que sustentan sus cifras. Ese 32% está por encima del promedio latinoamericano de pobreza que, de acuerdo con la Cepal, es de 28%.
Los esfuerzos de Mauricio Macri por eliminar las trabas al funcionamiento de la economía y de integrar al país al desenvolvimiento de los intercambios planetarios, opuestos a las prácticas proteccionistas de los gobiernos anteriores del kirchnerismo, no han producido los resultados que se esperaban. Las políticas de recorte del gasto público, la reducción o eliminación de los aranceles, y la disminución de los subsidios a algunos servicios públicos, no han evitado la subida de los precios -desde que Macri ascendió al poder en diciembre de 2015, hasta mayo de 2019, la inflación acumulada era superior a 250%-, ni tampoco han impedido la continua pérdida de valor de su moneda -que se ha devaluado frente al dólar, más de 350%-. La tasa de inflación de 2018 fue de 47%.
Y aunque diversas fuentes, incluyendo el Banco Mundial, señalan que hay claros indicios de una probable etapa de estabilidad, que incluye una progresiva reducción de los índices de inflación, los próximos años constituirán un gran desafío, porque Argentina tiene el compromiso de devolver el monto del rescate financiero otorgado por el Fondo Monetario Internacional -57.000 millones de dólares-, en cuotas extremadamente exigentes: 3.800 millones en 2021; 18.500 millones en el 2022; 23.000 millones en 2023; y 10.100 millones en 2024. No hay nadie que entienda de economía, dentro y fuera de Argentina, que no se haya preguntado si es posible cumplir con pagos de ese tamaño, especialmente los correspondientes a los años 2022 y 2023.
Este duro cuadro de inflación y recesión, ha tenido un impacto en la vida cotidiana de los argentinos: se ha producido un incremento de la pobreza. Hay informes que estiman que alrededor de 2 millones de argentinos están subalimentados. La tasa de desempleo, de acuerdo a cifras oficiales, ronda el 10%, lo que significa un poco más de 1 millón de personas en la calle.
Es en este marco de cosas, donde los argentinos tendrán que elegir quién será su próximo gobernante: si Mauricio Macri, que carga con el expediente de un programa económico fallido, que ha tenido negativas consecuencias sociales, o si será la dupla del kirchnerismo, sobre la que pesan varios expedientes por corrupción, nepotismo, abuso de poder y otras acusaciones bastante graves, como las derivadas de la muerte del fiscal Alberto Nisman.
Escribo este artículo un par de semanas después de las elecciones primarias que tuvieron lugar en Argentina, en las que la dupla conformada por Alberto Fernández como candidato presidencial -se desempeñó como Jefe de Gabinete durante el período 2003 a 2008-, y la ex presidente Cristina Fernández de Kirchner, como vicepresidente, han logrado una inequívoca victoria frente a la candidatura del presidente Macri, que se presentó en una fórmula con Miguel Ángel Pichetto como vicepresidente, quien es senador y miembro del partido Justicialista, intentando (sin éxito) con esa alianza romper nuevamente la unidad del peronismo en el apoyo a sus rivales. De hecho la victoria electoral de Macri en 2015 fue posible en una histórica segunda vuelta o balotage, debido a la división del peronismo, que mantuvo en la primera vuelta dos candidaturas: la del justicialista Daniel Scioli, entonces gobernador de Buenos Aires, y la del diputado Sergio Massa, líder del llamado Movimiento Renovador de la coalición peronista. Las elecciones presidenciales serán el 27 de octubre y según los analistas es difícil imaginar que la brecha establecida en las primarias a favor de la dupla Fernández-Kirchner pueda cambiar.
Se llegó al 11 de agosto, tras un debate electoral muy áspero. Hasta ese día, la prensa internacional decía que los argentinos tendrían que escoger entre la promesa de Macri de continuar con su esfuerzo por modernizar la economía y atender a las exigencias del siglo XXI -con sus evidentes secuelas sociales-, o la promesa del kirchnerismo, de regresar a los subsidios y el proteccionismo -que alivia la pobreza de las familias argentinas-, pero a un costo institucional y moral bastante alto: impunidad por los delitos cometidos en anteriores ejercicios gubernamentales.
Que la dupla de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner haya ganado este proceso electoral era previsible. Lo venían anunciando las encuestas. Pero lo que no se esperaba, es que la diferencia fuese tan grande, de 15 puntos, lo que significa que, salvo que ocurra un hecho inesperado y excepcional antes de las elecciones presidenciales, que se realizarán el 27 de octubre, Alberto Fernández será el próximo presidente de la República, y Cristina Fernández de Kirchner, la nueva vicepresidente. Es decir, nada menos que el regreso del kirchnerismo peronista al poder, en apenas cuatro años y en medio de considerables acusaciones y procesos judiciales por corrupción.
Estos resultados, que han creado un estado de perplejidad en los analistas políticos de todo el planeta, constituyen una lección: la presencia del peronismo en el tejido social y político de la nación argentina es más fuerte que los escándalos y señalamientos en su contra. Habla de una capacidad política de adaptarse a las coyunturas y de producir mensajes que calan en la mayoría.
¿Y por qué calan? Calan porque existe una deuda social considerable, que creció en los últimos años. El kirchnerismo peronista ha logrado solo con mantener un mensaje populista, capitalizar la reacción en contra de las políticas estrictamente economicistas, propias de los programas de ajuste, apertura económica y privatización, recetas provenientes del llamado Consenso de Washington, que no miden con precisión y sensibilidad, el negativo impacto social que causan, y desechan, aún en su modalidad gradualista, un posible camino de reformas estructurales que apunten a una economía incluyente y sustentable.
Otra fuente de reflexión de lo que acaba de ocurrir en Argentina tiene que ver con el peligroso fenómeno de la judicialización de la política. Nadie pone en duda que deben hacerse todos los esfuerzos para fortalecer el Estado de Derecho, cerrar el paso a la corrupción y avanzar hasta su erradicación. Pero debe hacerse sin politizar esa acción. Cuando se toma ese camino, la polarización se extiende y ocupa también las instancias del Poder Judicial, hasta destruirlo: deja al país -a los países- sin instancias creíbles, y ocurre el más perverso de los fenómenos: que los señalados por corrupción (incluso siendo partícipes de ella) terminan siendo percibidos como víctimas de una persecución, de una venganza política, y no de un proceso que busca hacer justicia.
@lecumberry