Llevo meses diciendo y escribiendo que cuando lleguemos al día de las elecciones, el 5 de noviembre, ni Joe Biden ni Donald Trump serán los candidatos en la boleta electoral.
La primera parte de ese vaticinio se aceleró con la más que lamentable actuación del presidente Biden el jueves en la noche. No fueron errores de estilo o contenido, fue la irrefutable evidencia de que está muy viejo y cognitivamente demasiado endeble. Biden confirmó, sin lugar a dudas, que su pretensión de ser reelegido es temeraria e irresponsable. Sin haber terminado el debate, figuras importantes del Partido Demócrata reconocieron que su candidatura es inviable y que habrá que buscar un reemplazo antes o durante la convención del partido (Chicago, 19 al 22 de agosto).
El expresidente Trump se beneficia -temporalmente- del descalabro fatal e irreversible de su rival. Pero un análisis objetivo de lo que dijo, y no dijo, tampoco es halagador. El cúmulo de mentiras no deja de sorprender y sus malas respuestas a preguntas duras le hubiesen costado mucho frente a un rival con algo en la bola. El futuro de Trump está en manos del Partido Demócrata. De hecho, el futuro de Estados Unidos y del mundo lo está. Según quien escojan para reemplazar a Biden veremos si Trump continúa viable como alternativa.
La inmensa mayoría de norteamericanos no está contenta con la opción que los partidos han puesto frente a ellos. Ahora hay la oportunidad de actuar responsablemente y adecuar las candidaturas a las exigencias de tan crucial responsabilidad, en tan crucial coyuntura global. En 2020, Joe Biden fue la solución apresurada de un partido que sabía que con los senadores Elizabeth Warren o Bernie Sanders no tenían chance de impedir la reelección de Trump. Aún cuando la jugada les funcionó, ya para entonces Biden estaba viejo. En 2020 se vendía como centrista, pero ha gobernado a la izquierda, como un «progresista» más, contribuyendo a polarizar más a la ya muy polarizada política norteamericana. Ha sido un gobierno gris de un hombre no particularmente sagaz o visionario, rodeado de «staffers«, asistentes leales más que estadistas u hombres y mujeres de Estado.
Biden jamás debió haber buscado la reelección. Haberlo hecho será siempre recordado como un grave error de él, de su familia y de sus acólitos. Estados Unidos lleva años demostrando que aún el sistema democrático más longevo y exitoso del mundo necesita reformas que le permitan no solo sobrevivir, sino adecuarse a los retos internos y externos que se multiplican y complican. El costo absurdo de las campañas políticas lo distorsiona todo. Levantar el dinero que se requiere para entrar o permanecer en el Congreso y en la Casa Blanca obliga a polarizar el debate. Nada abre billeteras más fácilmente que el miedo. “Si no contribuyes a mi campaña ganará un monstruo que se comerá a tus hijos”… y todas sus variantes. Esto destruye el centro político y el discurso moderado. Si estamos en «guerra» o enfrentando «demonios» no vale la moderación. Lo que hizo a Estados Unidos fuerte y admirable, de hecho excepcional, fueron los grandes consensos, el bipartidismo en lo trascendente. Eso lleva años deshilachándose con consecuencias que casi todos entienden, pero a casi nadie del estamento político parece importar lo suficiente para hacer algo fundamental al respecto.
Vienen días duros para el Partido Demócrata. Estoy seguro de que Biden dará el paso clave en los días por venir. Pero quien viene después será lo que determine qué viene después para Estados Unidos y el mundo. El debate fue más que patético, ojalá sea el punto de inflexión que muchos deseamos para una democracia tan excepcional e indispensable.
Originalmente publicado por el autor en su cuenta de X @pburelli