Una de los elementos que más decepcionan de la película Wasp Network de Olivier Assayas es su cualidad abstracta: el hecho de mostrar un drama de contraespionaje con un duro trasfondo político, como un panfleto propagandístico destinado a convertir a sus personajes en héroes y villanos. En una época crítica y cínica como la nuestra, en la que el discurso político está destinado a un escrutinio certero y directo, la película de Assayas tiene algo de acartonado, pero en especial, un peso artificial sobre la forma en que analiza la cuestión central del argumento: la búsqueda de la redención intelectual y moral en medio de un escenario complicado.
Pero no solo no lo logra, sino que de la misma manera que en Carlos, su obra más conocida hasta ahora, el director intenta brindar un trasfondo a medio camino entre lo melodramático y una cierta cualidad nostálgica, a situaciones que de por sí se sostienen sobre una alta carga de influencia de contexto político. Es entonces que Assayas procura moldear la historia a la medida de un guion tramposo, poco fiel al relato original y que al final termina por desviar el foco de atención hacia los puntos tangenciales de la obra. ¿Es el impacto ideológico de la trama lo más importante en su forma de reflexionar sobre la historia cubana y sus matices? ¿Es acaso una versión sobre la redención, relatada a media tinta y sin verdadera profundidad, sobre un héroe herido por el peso de las circunstancias?
Olivier Assayas no lo aclara y la película termina por ser una combinación incómoda de varias cosas a la vez, en particular un engañoso entramado de lealtades y rupturas con una moral añeja y sermoneadora. Obviamente, la atención que el argumento dedica a la figura del piloto cubano René González –interpretado por Edgar Ramírez en su segunda colaboración el director– es el preludio de la forma en que la película reflexionará –para bien o para mal– sobre la cuestión esencial que intenta contar: ¿cuándo es el deber patriótico más importante que la noción sobre la identidad? ¿En cuál medida la concepción sobre lo político y lo dogmático doblega el espíritu individual?
De nuevo, el argumento pasa de largo sobre los puntos más duros y claves de su narración: Assayas está más interesado en crear una versión dual de la realidad, en la búsqueda de la clave consciente que provoca la traición al ideal. Pero la película carece de la soltura para reflexionar sobre una herida intelectual semejante y se conforma con echar una mirada poco elocuente sobre su relación trágica con su esposa Olga (Penélope Cruz) y la forma en que el vínculo entre ambos sostiene cierta percepción sobre la corrupción de la lealtad, la búsqueda del sentido patriótico y sin duda, una versión de la realidad tan quebradiza como carente de impacto.
Genérica, sin la menor capacidad para ahondar y personificar la concepción de un suceso histórico de relevancia como fue lo ocurrido en Cuba después de la caída de la Unión Soviética, la película termina por naufragar en todo tipo de clichés, que el elenco no logra sostener con actuaciones simples y deslucidas. Ramírez en particular, parece muy poco interesado en profundizar en su personaje. En tiempos en los que Taika Waititi logró elucubrar sobre el dolor de la pérdida del sentido patriótico con una fábula infantil, Wasp Network parece anacrónica e incluso por momentos, ridícula.
El poder y el tiempo
El niño mira a la cámara con los ojos muy abiertos, el rostro tenso de preocupación e incomodidad. “Heil Hitler”, dice en voz alta, en un tono firme, que pretende ser adulto. Pero la voz le tiembla, entre el miedo y la inseguridad. La expresión tensa, al borde del llanto. Entonces el rostro de Adolf Hitler aparece junto al suyo. “Puedes hacerlo mejor”, dice con entusiasmo. Y el niño lo intenta, una y otra vez. El inquietante saludo del nazismo se repite en un eco continuo, se hace cada vez más rápido, lleno de una alegría frenética. La imagen se abre, muestra la escena entera: el niño salta y ríe, mientras grita “Heil Hitler” cada vez más alto. Y el mismísimo líder, de pie a su lado, engalanado con todos los símbolos siniestros que le identifican, celebra su euforia. La simplicidad de esa alegría inocente pero perversa de origen. La noción de que el fervor puede ser un arma de doble filo.
La película Jojo Rabbit de Taika Waititi comienza con esa extrañísimo y prolegómeno sobre la identidad que afianza el totalitarismo. Johannes “Jojo” Betzler (Roman Griffin Davis) tiene apenas diez años y ya lleva el uniforme de las juventudes nazis y repite sus consignas con la devoción de un creyente. Pero lo que resulta aun más perturbador es que Jojo. además, tiene por amigo imaginario a Hitler, como fuente de inspiración y valor. El Hitler encarnado también por Waititi es una versión benigna, gordinflona y amable del líder cuyo rostro cubre las paredes de la habitación de Jojo, pero a pesar de eso, continúa teniendo su perverso carisma. Como si se tratara de la voz de la ideologización que Jojo ha recibido durante toda su vida, el Hitler en su imaginación es también una forma de versionar y sostener el discurso político que sabe de memoria, que repite sin comprender y que convierte a Jojo en una figura trágica de origen. Como más tarde le diría su madre —interpretada por una magnífica Scarlett Johansson— la obsesión de Jojo por Hitler le convierte en un “fanático”. El niño que no sabe atar aún las trenzas de sus zapatos, ya recita de memoria la serie de consignas retorcidas sobre el prejuicio y el odio que le han inculcado poco a poco y que consume con la misma avidez con que mira al mundo a su alrededor: los judíos son los enemigos, la raza aria es la mejor del mundo y sin duda, Hitler es el símbolo de todo lo extraordinario en que le han enseñado a creer. Una versión sobre el totalitarismo que inquieta y desconcierta por su durísima comprensión sobre la raíz misma del odio que se inculca y los regímenes que se alimentan de él.
El tono de sátira en ocasiones grotesca no es tanto una crítica como una provocación: Waititi utiliza la perspectiva de Jojo para reflexionar sobre los símbolos y metáforas del totalitarismo como si se tratara de una opera bufa. Una forma sutil en la que el guion (también escrito por el director) deja muy claro la vacuidad de cualquier acto de poder basado en la aniquilación de la personalidad. De la misma manera en que lo hace el libro homónimo Caging Skies de Christine Leunens, Waititi reflexiona sobre el dominio de la psiquis colectiva a través de un niño que asume la conciencia sobre el discurso del odio como inevitable. No solo está en todas partes, sino que además, forma parte de su vida. De modo que no resulta sorprendente que su ideal y que su noción sobre el presente y el futuro, incluso una figura paterna fantástica capaz de consolar y brindarle apoyo en momentos complicados, sea también la del dictador, trajeado con todos sus ornamentos de poder y que se pavonea frente a Jojo de toda su importancia. Aunque la imagen resulta chocante —y por momentos, incluso incómoda— Waititi se las arregla para criticar y señalar los dolores y terrores de la realidad más allá de la versión del mundo de Jojo con impecable y precisa inteligencia, lo que convierte al filme en algo más que un juego de símbolos: se trata de un formidable análisis sobre el origen mismo de toda forma de control basada en la necesidad del poder de destruir la individualidad a través del odio y el miedo.
La película de Waititi guarda evidentes paralelismos con la película de 1979 El tambor de hojalata de Volker Schlöndorff, basada en la obra del mismo nombre del escritor Gunter Grass. De la misma manera que Jojo Rabbit, la cinta de Schlöndorff mira a la Alemania convertida en la enemiga del mundo, a través de los ojos de un niño que asume el miedo y los terrores desde la perspectiva de un observador desconcertado. Oskar (David Bennent), que tanto en el libro como la película es el narrador único de la historia, decide a los tres años que dejará de crecer porque el mundo de los adultos le supera y le aterroriza “Había una vez un pueblo crédulo que creía en Papa Noel, pero Papa Noel en realidad era un ogro”, dice Oskar y con esa única frase no solo resume todo lo que teme y le aflige, sino esa Alemania tramposa, cruel y déspota que convierte todo a su alrededor en una constante fuente de decepción y miedo. La crítica a la sociedad alemana no es solo directa, sino también mucho más virulenta y directa de lo que Jojo Rabbit jamás podría ser, pero aún así, ambas películas están unidas por una única intención: la noción sobre la hipocresía del poder que domina y el dolor del puño que aplasta, en un intento de pulverizar la individualidad colectiva. Tanto Schlöndorff como Waititi, especulan sobre el mundo adulto desde la noción de un colosal juego de titanes, en la que la visión infantil es un espejo opaco que difícilmente puede contrarrestar los horrores que analiza y sostiene lo que ocurre puertas afuera de lo doméstico. Por supuesto, la película de Schlöndorff es mucho más audaz y crítica, pero sobre todo, más dura de lo que jamás podría ser la de Waititi: su recorrido por la hipocresía de un país aplastado por el nacionalismo y superado por el apetito voraz del poder convierte El tambor de hojalata en una mirada de una crudeza desgarradora a través de una época en la que el odio era una circunstancia que unía y sostenía la perspectiva sobre la realidad.
Y mientras Jojo se resiste a la ideologización y finalmente logra vencerla, Oskar es un símbolo del mal escindido que resulta perturbador por su realismo. Ambas versiones sobre la infancia deformada y herida por los estragos del poder tienen como único punto en común la idea que enlazan una concepción audaz sobre el discurso ideológico. Jojo lleva el uniforme de las juventudes hitlerianas con una sostenida convicción que además, le consuela en los momentos de miedo y oscuridad. Oskar toca el tambor que lleva entre las manos como el anuncio de todos los horrores que se esconden en la atmósfera enrarecida que les rodea. Tanto uno como el otro, avanzan en medio del miedo y la perspectiva de lo terrorífico como una forma de enarbolar una concepción de la realidad distorsionada. Pero mientras Jojo logra finalmente resistir el influjo del discurso insistente que le alimentó por años, Oskar se convierte en una metáfora de todos los males y terrores que se esconden bajo el totalitarismo. Un hijo del mal como fenómeno cultural y colectivo.
Algo semejante ocurre en la durísima Papá está en viaje de negocios (1985) del director serbio Emir Kusturica, en la que se analiza la crudeza y la violencia de los regímenes totalitarios desde el manto que oculta la cotidianidad. Ambientada en la Yugoslavia sobreviviente a la Segunda Guerra Mundial y en específico durante el período Informbiro, la película narra el convulso tránsito político del país desde la óptica de Malik, cuyo padre Meša (Miki Manojlović) es enviado a un campo de trabajos forzados al desafiar el poder. Con su tono duro, angustioso pero sobre todo, conmovedor, la película narra la circunstancia del poder convertido en una trampa y una herramienta de agresión, que no solo condiciona al mundo desde la perspectiva de Malik, sino que le convierte en testigo involuntario de algo más violento y cruel. La infancia malograda por la violencia y la crueldad, se transforma en un recorrido angustioso no solo a través de la Yugoslavia dividida sino también, de colosal aparato represor que convierte al país en una cárcel de limites muy precisos y a los ciudadanos en rehenes de su propia circunstancia. Ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes, la película logró meditar de una manera inquietante sobre el poder como figura invisible y una amenaza inevitable, bajo el mecanismo de la opresión.
En medio de los diminutos dolores
Charles Chaplin siempre fue un hombre adelantado a su tiempo. Construyó un discurso cinematográfico nuevo que le brindó un nuevo sentido al humor. Pero más allá, analizó el discurso y la política como parte de la comunicación humana. Y es de esa visión que surge quizás su proyecto más osado El gran dictador, que construyó una nueva visión de la política y le brindó ese cariz de arte y manipulación que aún subsiste en nuestros días. Por supuesto, se suele insistir que la pieza fílmica surgió debido a la petición del presidente Roosevelt para para que el artista se uniera a la cinematografía de “protesta” tan en boga en la Segunda Guerra mundial. Pero se dice que la verdadera razón por la que Chaplin filmó la película fue que llegó a entender a Hitler no solo como figura política sino como símbolo de su época. Un pensamiento inquietante al tenor de las imágenes de la obra.
El cine de tinte político suele clasificarse casi siempre entre la ópera bufa o el documental dramático con tintes moralistas. No obstante, el verdadero cine que retrata la política — ese reflejo ideal de la cultura como diálogo intelectual— es de hecho una forma de comprender su época. Un retrato en movimiento de esa opinión inevitable que toda sociedad tiene sobre sí misma y más aún, sobre su manera de elaborar un discurso sobre su identidad. Como arte y creación subjetiva, el cine ha logrado captar esa manifestación del yo colectivo que es inevitable en todo momento de la historia.
De la propaganda ideológica a la denuncia, el cine político ha dejado una huella indeleble en la memoria artística mundial y de hecho, podríamos decir que las mejores expresiones del género dibujan un mapa bastante preciso sobre la conciencia social que la política suele despertar y construir. ¿Y cuáles podrían ser las mejores películas sobre el tema? Una pregunta difícil de de responder. Me tomó algunos días de investigación, preguntas y sobre todo análisis encontrar una selección fílmica que pudiera resumir esa visión del cine sobre la política, esa necesidad de reinventar el discurso y crear sus propios héroes y monstruos.
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